P. Alhazred
Me llamo Logan. Transitamos el año 48 del Siglo 1, desde que abandonamos las cronologías dictadas por credos, profecías o supersticiones, y adoptamos un calendario cósmico, más acorde a nuestro lugar real en el universo. Desde entonces, todo parece haberse ordenado, o al menos, eso creemos.
Hoy casi todos llevamos un microreceptor insertado en el cerebro. Graba todo. Cada instante, cada emoción, cada recuerdo. Luego, mediante un visor de realidad virtual, puedo revivir mi vida como quien hojea un álbum. Pero no es solo una herramienta nostálgica: si soy testigo de un crimen o accidente, mis recuerdos se vuelven evidencia, propiedad pública, parte de los archivos de la Policía Planetaria. No hay derecho a negarse. Aclaración necesaria: lo que sucede en los juegos va a carpetas especiales, de acceso limitado y formato eliminable.
Quién diría que nuestra conciencia —el núcleo más íntimo y abstracto del ser humano— acabaría siendo un archivo transferible. Muchos tienen a sus padres, hijos o parejas fallecidas guardados en objetos domésticos, como reliquias capaces de hablarles al oído.
La vida social se rige por una calificación holográfica visible en 3D: una puntuación sobre cinco estrellas que regula con quién puedes trabajar, hablar, incluso amar. Yo soy un 3,8. Con algo de esfuerzo, quizás llegue a 4,0. Solo los que superan el 4,5 pueden acceder al monitoreo total de sus hijos: a través de una app instalada en la conciencia visual, pueden ver todo lo que ellos ven, en tiempo real. Literalmente.
Ya no existen países. El mundo es administrado por una inteligencia central nano-distribuida, que registra nuestras reacciones a cada estímulo, y en base a ellas, define las tendencias de consumo, las relaciones personales y las rutas de evasión digital. No sabemos dónde está esa entidad. Ni siquiera si tiene forma humana.
Mi jornada consiste en pedalear ocho horas diarias en una bicicleta estática que alimenta la planta energética local. A cambio recibo “virtudes”, la moneda con la que accedo a bienes y recompensas. Este año espero juntar dos millones. Más virtudes, más libertad. O eso dice la propaganda.
Conocí a Katherin en una app de citas. El algoritmo nos asignó cinco semanas juntos. Al cumplirse el plazo, nos desconectaron. Decidí permanecer inactivo: es el único gesto de rebeldía que el sistema me permite sin penalización.
Hoy, el amor ha mutado. Aquellos con un ranking mayor a 4,6 pueden diseñar a su pareja ideal en simuladores afectivos. No más corazones rotos. No más desilusiones. Amor a la carta.
Yo prefiero pedalear un par de horas extra para mejorar mi nave, ganar más insignias, conquistar planetas con mi tripulación imaginaria. Allí nadie me califica. Allí nadie me abandona.
A veces escucho rumores de disidentes, individuos que decidieron vivir fuera del sistema: sin implantes, sin rastreo, sin estrellas. Dicen que viven como antiguos nómadas, al margen de toda red, como en la era previa a los primeros smartphones. Salvajes, les llaman. Rebeldes.
Y a veces, mientras pedaleo en silencio, una parte de mí —pequeña, casi silenciada— se pregunta si ellos nos observan desde la sombra, si alguna vez sabrán que aún hay alguien aquí adentro, bajo los sensores, bajo las estrellas, recordando cómo era sentir sin ser medido.
Quizá algún día, cuando nadie mire, deje de pedalear.
Solo por el bien de mí mismo.
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