04 junio 2025

Olas de realidad



“Ningún mar en calma hizo experto a un marinero.”
— Proverbio inglés


Paúl R. Alhazred

El mar rugía con un brío que parecía ancestral. Las olas se alzaban y se rompían como si compitieran por alcanzar la orilla, estrellándose contra la arena con estrépito. A lo lejos, sobre las crestas de ese oleaje indomable, surfistas jugaban con el equilibrio de las primeras olas de la mañana, deslizándose con destreza apenas humana, desafiando la gravedad por segundos, antes de ser engullidos por el agua como ofrendas inevitables.

En la orilla, Kike observaba. Sentado sobre la arena húmeda, mantenía la mirada clavada en el horizonte, allí donde el cielo y el mar se confundían en un trazo borroso. Era como si en esa línea incierta se diluyera también su certeza sobre el propio rumbo.

Más allá de la playa, por las calles polvorientas de Bahía Serena, un grupo de chanchitos retozaba entre las huellas de turistas. Kike los siguió un instante con la mirada: pequeñas criaturas, indiferentes a las mareas, avanzando con obstinación por un mundo que no pretendían comprender.

"La vida es como surfear", pensó. "Todo consiste en encontrar la ola indicada."

Imaray y Kike habían llegado la noche anterior. Él la invitó a un fin de semana playero y la recogió en San Jacinto del Mar, punto intermedio de las ciudades donde vivían. Imaray venía desde Río Verde. Kike la esperó con una mezcla de ansiedad y temor, pues se decía a sí mismo que no la conocía bien. Hasta llegó a pensar en la posibilidad de desertar del encuentro e irse solo a Bahía Serena.

La idea del viaje surgió durante una semana que habían compartido en su departamento de Nueva Esperanza, ciudad donde trabajaba y se habían conocido. Días de juego, de palabras suaves; noches de pieles, de gemidos. La idea se concretó sin que ninguno tuviera que insistir demasiado. Kike se amilanó cuando Imaray dijo que llevaría a sus dos hijas. Pero aceptó. Al fin de cuentas, solo quería volver a perderse en su oleaje.

Se conocieron en el Imperio Night Club de Nueva Esperanza que Kike frecuentaba casi a diario. Le llamó la atención que ojeaba un libro mientras esperaba ser llamada por algún cliente. Conversaron largo tiempo esa primera noche. A más de su figura esbelta, piel canela y ojos que lo desarmaban, le atraía esa mezcla de tristeza, valentía, sinceridad y un acento extranjero que le resultaba difícil de entender.

Una noche de viernes que el ambiente no era muy propicio en el cabaret, Kike la invitó por primera vez a su departamento casi sin esperanzas de que aceptara. Se sorprendió al verla sacar sus maletas y pagar la multa para retirarse del trabajo lo que quedaba de la noche. Apenas tres meses habían pasado desde aquella primera noche a solas y hoy se encontraban en la playa, con sus niñas jugando en la arena, como una familia improvisada, feliz en su fragilidad.

Kike conocía bien la vieja regla: nadie va a un night club a enamorarse. Pero también sabía que toda regla guarda su excepción, y con el tiempo —de tanto repetirlas— uno aprende a intuir cuándo es preciso romperlas.

Una vez instalados en la casa playera que Kike alquiló para la ocasión, tuvo una sensación extraña al cargar a la más pequeña en brazos, sintiendo un amor tibio y sereno, parecido al que conoció años atrás con sus propios hijos. En ese momento todo le parecía posible: que el mar les diera una tregua, que Imaray le abriera un espacio en esa vida tan llena de corrientes subterráneas.

Kike preparaba un biberón de fórmula en la cocina. El sonido de la leche llenando el recipiente era como un metrónomo íntimo, marcando un ritmo nuevo en su vida. "Ridículo, sí —se dijo—, pero también extrañamente humano y vulnerable."

Recordaba las palabras de Imaray, una noche empañada en lágrimas en que renegaba de los deberes de la maternidad y encogida en sus brazos. "No quería tenerlas, pero las tuve. Contando los dos abortos, llevo años embarazo tras embarazo."

Aquella confesión dejó a Kike con el pecho apretado; desnudaba, sin ornamento alguno, las hondas injusticias de este mundo y el absurdo consuelo de proclamar que todos somos iguales.

Así transcurrió ese día de maratónica playa. El mar violento los golpeaba y los atraía como amante celoso. Salían del mar para volver a entrar. Se ensuciaban con arena y sentían la salada sensación de que toda la vida planetaria emergió de ese caldo primitivo.

Caminaron por la playa. La tela liviana adherida al cuerpo de Imaray por la humedad dejaba ver la esbeltez de sus piernas. Kike contaba los minutos para volver a encontrarse a solas con ella, sin testigos, sin deberes, sin horarios.

Llegó la noche. Cuando las niñas por fin cayeron en un sueño profundo, se encerraron en el dormitorio matrimonial. La noche era densa, cargada de sal y deseo. Ambos jadeaban con la excitación que dan las hormonas al máximo. Imaray se sorprendía de la extrema energía de Kike. —Pareces de veinte —le dijo. Para Kike era un sueño del que no quería despertar.

Pero despertaron. El mar seguía embravecido. Los surfistas continuaban su danza frenética sobre las olas. Kike volvió a contemplar el vaivén del océano desde la terraza de la casa, atrapado en un bucle de pensamientos.

"Ayer pensé que fue un error venir aquí con ella y sus hijas… pero si lo es, es el error más hermoso que he cometido."

En eso sintió los brazos de Imaray rodeándolo desde atrás. Su abrazo, espontáneo y cálido, lo trajo momentáneamente al presente. Ella se movía con un ritmo suave, acompasado por el lejano sonar de unas marimbas. El sol mañanero los envolvía, derramando luz y fuego sobre su piel.

Sin pensarlo, Kike la alzó en brazos y en su mente se vio avanzando con ella hacia el corazón del mar. Las olas, fieras y desordenadas, parecían abrirse en un gesto de efímera indulgencia, como si el océano mismo comprendiera su anhelo de redención. Pero el rito se quebró de súbito por el llanto urgente de la bebé, recordándole que en la orilla siempre lo aguardaba la realidad.

"Si no fuera por la vida que llevas…" pensó Kike, "no me importaría ser el padrastro de estas criaturas."

El resto del día transcurrió como una coreografía forzada. Caminaron juntos por el malecón de la ciudad en busca de pañales y cosas para la bebé. Imaray, despampanante, acaparaba las miradas. Kike sonreía, a medio camino entre el orgullo y la inseguridad. No podía tomarla de la mano: en una llevaba a Ashley, en la otra sostenía el bolso con las cosas de la bebé.

"Lo que uno hace por follar…" pensaba con una mueca irónica, imaginando una súbita respuesta ante alguna mirada conocida.

Fue entonces cuando entró esa llamada que Imaray había rechazado un par de veces. Su voz se tensó al contestar:

—Esta semana no voy —dijo a su interlocutor—, estoy con las nenas.

—Es el papá de la bebé —le dijo a Kike, bajando la mirada—. Quiere verla un rato y viene para acá. Él me está ayudando a conseguir trabajo… no puedo decirle que no.

Kike quedó en silencio. Era como sentir el mar retroceder bruscamente antes de una gran ola.

—No te preocupes, te esperamos con Ashley en casa —le respondió con una sonrisa forzada.

La resignación se mezclaba con la ternura, como sal con la sangre. Se besaron en la puerta de un restaurante. Kike se quedó allí, viéndola alejarse, sabiendo que esas horas se alargarían como la eternidad.

El mar, inmutable, seguía rugiendo en la distancia. "El mar nunca deja de moverse", pensó. "Como las decisiones, como los errores. Siempre vienen y se van, se retiran y regresan."

Y con ese pensamiento, comenzó a caminar de nuevo con su pequeña acompañante. Una repentina tormenta los alcanzó mientras se dirigían a casa; la lluvia golpeaba la arena y formaba riachuelos improvisados por las calles. En uno de ellos, un pequeño chanchito negro quedó atrapado, sin atreverse a cruzar. Ashley se detuvo, mirándolo con ojos preocupados. Antes de que pudiera pedírselo, Kike se adelantó y, con un gesto suave, ayudó al animal a llegar al otro lado. La sonrisa de la niña fue su recompensa más pura en todo aquel día incierto.


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