31 mayo 2025

La Muerte como consejera




Ulises Díaz


No estoy pensando en volver a hacerlo... y aunque volviera a hacerlo, seguro que esta vez tampoco lo entenderías, como no lo entendiste en aquella ocasión. Tú me dirás: «¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurre repetir esa experiencia? ¿Cómo se te puede, tan solo, pasar por la cabeza después de todo lo que nos obligaste a vivir? No lo digo por mí, sino por tus hijas». Es como si escuchara una vez más tus reparos.  No sé si es tozudez o simplemente el hecho de no vivir escondido dentro de una madriguera como un ratón, sin saber que el gato que me espera allá afuera, es de verdad o un simple Maneki-Neko de porcelana. Recuerdas lo que decía tu padre: «Si te bota el caballo vuelve a montarlo so pena de no montar un caballo en tu vida».

En enero serán cinco años desde aquella terrible experiencia. ¿O no…? Tienes razón,  fue un veintidós de febrero, la fecha de tu cumpleaños. Y pensar que... casi logré que tomaras ese brebaje de San Pedro. Perdóname, recuerdo tus palabras cuando te empujaba a hacer algo que no querías: «¡No seas tan bestia!», siempre me lo repetías. Pero ya ves, tuve mi merecido, no siempre se aprende por las buenas. Mira, Nancy, aunque pienses que soy un inconsciente; aún ahora, después de todos los estragos, la sigo valorando como una experiencia trascendental. 

Hofmann —el padre del LSD— no se equivocó cuando afirmó que todos deberíamos experimentar con los enteógenos. Creía que el único requisito era un hígado sano y un ánimo sereno —quizá lo que yo carecía en aquella ocasión—. La psicosis en la que me sumergí, esa rara enfermedad de las emociones, ese diálogo constante con la muerte dejó en mí una enseñanza rotunda: Lo que no te mata te hace más fuerte. Ya sé que es una frase trillada, lo que no es trillado, es vivirla en carne propia, hasta llegar a aceptarla.

Sí, sí, lo sé. Sé que estás enterada que he vuelto a frecuentar a mi compadre Xavier. Pero eso no significa que —como tú de seguro pensarás— vaya a tomar de nuevo aquel brebaje. Aún me revuelve el estómago de solo imaginarlo... incluso, hay noches en que sueño que he vuelto ha hacerlo y despierto agitado ante la sola idea. Acaso se deba a que aún no estoy listo. Tal vez nunca esté listo, entonces: ¿por qué no hacerlo y ya, pase lo que pase? No quiero seguir contemplando el borde del abismo. Si junté el coraje para buscarte después de tanto tiempo, creo que puedo encontrar el coraje para otra toma. No, no pongas esa cara, es solamente una forma de levantarme el ánimo. No tienes que estar de acuerdo, pero para mí es importante. No, no es una cuestión de orgullo…, por supuesto que ya no creo en brujos —en eso ahora coincidimos—. Es algo más grande, algo que me impele a liberarme de antiguas ataduras. No sé cómo explicarte.

¿Qué si recuerdo lo mucho que nos afectó?, seguro que sí. ¡Fue tan real! Sé que en el fondo aún piensas que fui el culpable de la muerte del pobre Samuel. Sé cuánto lo querías, también yo lo amaba, pero estaba muy asustado por mí, por mis hijas, por ti. Era preferible que haya sido él, ¿no crees? Por «suerte» fué él... No te vayas, termina tu café. Te lo repito: sé cuánto lo querías.

Recuerda que todo iba bien hasta una semana después de la «bendita toma», nuestra vida seguía normal: la casa, el trabajo, el supermercado, la rutina con el colegio de las niñas, hasta parecía que en la cama nos iba mejor… ¿no lo crees?; bueno, pensé que estábamos mejor en ese sentido. Aquella noche, la del sueño que marcó el inicio de mi «enfermedad», veías las noticias en la televisión y me dijiste: «Hay una epidemia de rabia en la ciudad, tienes que vacunar al Samuel. El perro está en contacto con las niñas». Samuel estaba vacunado, no había por qué preocuparse. Recuerdo aquellas imágenes en la Sony Trinitron, aquellas que despertaron tus temores: mostraban a una niña convulsionando en una cama de hospital, había máquinas y sueros a su alrededor. Yo por mi parte no le dí importancia, para mí era lo mismo una niña o un perro con rabia, que más daba para alguien que lleva años al frente de una veterinaria. ¡Nada del otro mundo!, pero ya ves  uno nunca debería dar las cosas por sentado—, las imágenes debierón grabarse en mi subconciente. ¿De qué otra manera explicar los sucesos que se desataron en los días siguientes? ¿Y aquel sueño… qué significó?:

Tú y yo dormidos en la segunda planta de la antigua casa de Sayausí. Había un pequeño balconcito en nuestro dormitorio. ¿Recuerdas?, ¿no…? El que daba al patio posterior donde solíamos hacer las ceremonias. Cuando desperté, en el sueño, escuchaba voces de gente que llegaba a la casa. Parecía una multitud por todo el ruido que se armaba en el patio. En medio del barullo reconocí la voz de Renato. Pensé: «Es mi compadre que viene a la ceremonia del achuma».

Los escuché subir las escaleras, intenté levantarme de la cama para salir a su encuentro. De pronto la multitud estaba dentro del cuarto rodeando nuestro lecho. No era Renato, era mi archi enemigo —no diré su nombre por obvias razones—, venía acompañado de una banda de músicos. Cuando quise interpelarlo me faltó la voz. En vano hacía esfuerzos guturales para pedir que se marcharan. No podía despegar la cabeza de la almohada. Quería decirles que no estaban invitados, que nunca haría una ceremonia de San Pedro con ellos. ¡Qué se marchen de nuestra casa! Abrí la boca de forma descomunal para pronunciar un anatema; no tenía aire. Mi enemigo X dijo: uno, dos, tres con un tenedor en la mano a modo de batuta. Una música estridente nos envolvió.  Las notas, que flotaban visuales en colores neón, comenzaron a aletear como una miríada de polillas —de esas nocturnas, aquellas que temes más que a las arañas— y se lanzaron sobre nosotros. Sentí como se colaban por mi boca y se apretujaban en mi garganta. Desperté con el corazón hecho un puño. Tú te desperezaste a mi lado, estuviste a punto de despertar. Algo dijiste, algo sobre las flores de los cactus y continuaste durmiendo.

¿Por qué te lo cuento ahora después de tantos años? ¿Por qué no te lo conté al día siguiente? Sabía que me lo reprocharías, que me saldrías con el típico: «Yo te dije. Te dije que dejaras de andar con esas “dichosas” ceremonias, que nada bueno van a traerte». Lo que pasó esa misma noche, más bien esa madrugada después de ese sueño tan raro terminaría por darte la razón definitivamente.  Tardé más de una hora en volver a dormir y cuando al fin lo logré: atravesó por mi brazo una descarga eléctrica que me despertó con violencia.

¿Recuerdas esa mordedura que tenía en la palma de mi mano izquierda…? No la recuerdas, de seguro. ¿Por qué habrías de recordar esa específicamente? Me la hizo un samoyedo cuando le administraba unas pastillas, venía deprimido como la mayoría de los perros que llegaban a la consulta. Era una de tantas heridas que he recibido dada mi profesión, por ello, no me preocupé hasta esa madrugada de la descarga eléctrica. Cuando desperté estaba seguro de que el extraño fenómeno se originó en aquella lesión. Entre la frontera del sueño y la vigilia la sentí cruzar como una ráfaga, como un par de rayos que me recorrieron el radio y el cúbito, antes de juntarse para ascender por mi húmero. Desde esa noche la sensación regresaba en los momentos más inoportunos para instalarse sobre mi hombro izquierdo como una fatídica presencia. La herida en la mano, la descarga eléctrica y las imágenes de la niña las noticias se fundieron en mi mente. Un temor empezó a echar raíces, y de él, a brotar el árbol de la certeza: ¡Era la rabia! ¡Súmale a todo aquello ese extraño sueño! No soy aprensivo, tú lo sabes. Pero, te juro que desde esa noche la muerte fue construyendo su nido sobre mi hombro.  

Me incorporé en el lecho hasta quedar sentado de espaldas a la cabecera. La atmósfera del cuarto, sumergida en un verdor, el verdor del cactus, me traía de regreso las alucinaciones de la última toma. Era el verdor del achuma que impregnaba como una lama las paredes. Destellos dorados en forma de escamas se deslizaban por las cortinas. La sensación de que algún reptil descomunal había pernoctado con nosotros esa noche se me revolvió como una larva dentro del pecho. El olor del brebaje de San Pedro lo impregnaba todo. Me quedé en silencio, respirando profundo para evitar la náusea que me provocaba. ¡Cómo se agigantan los temores en la soledad de la madrugada! Todo parece trascendente. Tuve, como nunca antes, la certeza de que mi muerte era inminente.

Tú respirabas tranquila, tu cuerpo semejaba una nave amarrada a la seguridad de un muelle. Cuando levanté las mantas para abandonar el lecho, contemplé por un instante tu espalda desnuda. Refulgía coruscante, con esa fosforescencia con que la naturaleza viste a ciertas criaturas marinas. Nunca sentí más pena como aquella noche viéndote así perfecta, con ese infinito poder que ejerces sobre mí. Pero, al igual que yo: indefensa ante la muerte. Lloré despacio para que no despertaras y seguí así un rato hasta que el nudo de mi garganta se disolvió.

Salí al balconcito y encendí un cigarrillo. Sí, un cigarrillo. Para ti había dejado de fumar hace algún tiempo. ¿Por qué tenía que andar ocultándote cosas?, me pregunto ahora. El cielo temblaba como una oscura gelatina y las estrellas vibraban con el tremor. La línea del horizonte no se pintaba aún con ese rosa violáceo con el que solíamos amanecer en aquella casa. Las luces de la ciudad iluminaban el firmamento allá a lo lejos. A mi derecha, la negra mole del Cabogana daba la impresión de evaporarse con el humo del cigarrillo. Contemplé el patio, Samuel estaba allí mirándome fijamente, agitando su cola. Era el único ser que velaba conmigo. En el cuarto adyacente nuestras hijas navegaban en un sueño sin oleajes.

Miré la herida de la mano. Estaba cicatrizada, pero me latía. La niña de las noticias volvía a mi mente mientras hacía memoria de mis últimas inmunizaciones. Ese año no me había vacunado, aún no llegaba la fecha del refuerzo. ¡Qué más da!, afirmé sintiéndome a salvo. Los años anteriores lo venia haciendo con regularidad. Terminé el cigarrillo y me apoyé en la baranda del balcón. Samuel me contemplaba parado en medio del patio. Un rectángulo de luz se proyectaba sobre el césped enmarcando el cuerpo de mi perro, parecía flotar mientras movía la cola. Nos quedamos mirando por un rato hasta que me percaté que su volumen no proyectaba sombra a pesar de estar todo él iluminado. Miré hacia arriba para identificar la fuente de luz y no logré localizarla. Pensé que seguía alucinando. Bajé a la primera planta, me lavé manos y boca para no dejar rastros de cigarrillo.

Cuando salí al patio Samuel me esperaba en la puerta. Me dirigí al rectángulo de luz ignorando sus atenciones. La fuente luminosa no se divisaba por ningún lado. «¡Qué “alucine”!», me dije y sonreí relajado. Nunca me había pasado, y no sabía de nadie a quién el «vuelo» del San Pedro le regresara a la semana de haberlo tomado. Me llené de confianza y reí danzando como un chalado para exorcizar los  miedos que me produjeron los eventos de esa noche. Samuel se contagió de mi energía y comenzó a retozar invitándome al juego. Siempre tuvo la energía de un cachorro, ¿lo recuerdas? Le agarré por su melena de león y rodamos sobre el pasto humedecido en la brisa de la madrugada. Luego nos sentamos en la banquita de troncos a esperar al lucero del amanecer. Él apoyó en mis muslos su morro gordo de peluche y sus ojos de cocuyos fluorescentes se fueron apagando hasta volverse opacos como el vidrio esmerilado, su mirada verdecida se iba tornando hueca... Definitivamente estaba alucinando.   

Los eventos  de esa noche los habría olvidado. Pero unos días después, los dueños del samoyedo regresaron a la consulta con el perro en malas condiciones. Presentaba fiebre alta, salivaba profusamente y convulsionaba sin control. ¡Eran demasiadas coincidencias! Cuando lo vi en la puerta del consultorio, volví a sentir ese tirón eléctrico en el brazo izquierdo, pero esta vez estaba completamente despierto. Era como si la palabra HIDROFÓBIA se me dibujara en la frente. Ese mismo día lo eutanaciamos. En cuestión de horas, su cabeza cercenada, reposaba en un laboratorio de salud pública a la espera de una confirmación por rabia. Dio positivo.... así comenzó mi viacrucis.

Al regresar a casa me recibiste con esta noticia: «¡Algo le pasa al Samuel!, esta mañana no ha probado bocado y está escondido en un rincón».  Ese tirón en el brazo regresó y el miedo se apoderó de mí. Respiré propundo. Tantas malas noticias juntas y en tan poco tiempo. Me relajé, no quería asustarte ni perder la objetividad. Fuí a buscarlo en su canil. Estaba triste, me saludó apenas, movía levemente la cola. Lo examiné meticulosamente, no había signos de alarma por el momento. Lo mantuve hidratado, lo manejé como un simple empacho. Es frecuente que los perros coman basura o animales muertos, nada que un poco de ayuno no pueda solucionarlo. Al día siguiente Samuel había empeorado, sin perder más tiempo lo interné. Muestaras de sangre, radiografías y ecos no arrojarón mucha información, parecía estar dentro de lo normal. Tú insistías, me presionabas por un diagnóstico, sobre todo por un pronóstico. Apoyado en mi perspectiva científica te aseguraba que todo iba a estar bien. Los días fueron pasando y la salud de nuestro perro se iba deteriorando inexorablemente al igual que mi estado mental.

Poco a poco se fueron apoderando de mí las supersticiones. Esas descargas eléctricas en mi mano izquierda se volvieron frecuentes. Dormido o despierto, leyendo o manejando, en la cama o en la mesa llegaban de súbito y se quedaban por más tiempo. Comencé a sentirlas como una presencia constante sobre mi hombro izquierdo. Era la personificación de la angustia, la psicosis de la muerte o la muerte misma que comenzaba a hablarme al oído. Cambié los libros de medicina por los de esoterismo. Mi escritorio se fue poblando otra vez con los textos de Castaneda: Las Enseñanzas de don Juan. Relatos de Poder, Una Realidad Aparte, Viaje a Ixtlán...

Un viernes por la noche, cuando llegué al cambio de turno, te encontré allí recostada al lado de tu querido chow chow. No avisaste que lo visitarías, ¡me miraste de una manera!, pocas veces vi en tus ojos tanto reproche: «¡Se muere —me dijiste—, el Samuel se muere!». ¿Qué podía decirte?  Estaba en espera de unos nuevos análisis porque permanecíamos a ciegas y había perdido las esperanzas. Yo mismo tenía a la muerte instalada sobre el hombro susurrándome. Me sentí derrotado, ya no encontraba argumentos que pudiera esgrimir para calmarte. Tampoco yo hallaba explicación a todo lo que estaba viviendo en esa última semana. Estuve a punto de contártelo todo, habría podido refugiarme en ti…, pero le temía más a la forma en que podías reaccionar y estaban las niñas, dependíamos de tu cordura.

¿Cómo podía decirte: la rabia está evolucionando dentro de mi cuerpo? Me recosté a tu lado en medio de los sueros y los tubos de oxígeno, lloramos abrazados a nuestro viejo amigo. Tú llorabas por Samuel y yo: lo hacía por ti, por las niñas, por mí mismo. Esa noche, cuando todos se marcharon, salí en busca de rudas y de guantos para limpiarlo de las «malas vibras» como lo aprendí de los shamanes. Tal era mi locura. Murió en la madrugada acurrucado en mis brazos, no supimos que lo mató, nunca mostró síntomas de rabia, solo se fue secando como una planta. 

El lunes a primera hora visité el consultorio de René. Le confesé sobre las frecuentes tomas del brebaje, mis extraños sueños, los síntomas en el brazo y el temor de estar incubando el virus de la rabia en mi sistema nervioso. Quedó asombrado de que un profesional como yo haya incurrido en dichas prácticas con tal vehemencia. Le expliqué que mis estudios complementarios iban dirigidos hacia la antropología. Cuando le relaté lo sucedido con el perro, lo hice entre lágrimas y responsabilizándome por su muerte: «Descargué toda mi mala energía sobre el perro cuando lo miré fijamente a los ojos. ¡Ahora estoy aterrado de ver los ojos de mis hijas!», le dije. El viejo médico me miró sonriendo y me tranquilizó, luego de auscultarme concienzudamente me recomendó unos jarabes y unas tabletas. Me indicó que todo se debía a alteraciones en mis neuro trasmisores: «Los alucinógenos pueden provocar esos desfases. Está viviendo un proceso de psicosis». Le pregunté cómo podía explicarse lo sucedido con el perro. «Posiblemente es una nefasta coincidencia. Si usted no lo sabe como veterinario. ¿Qué podría decirle yo?», sonrió. Luego añadió: «Tómese unas vacaciones, vaya a la playa o a la montaña, haga lo que más le guste, ¡pero, por Dios, deje de leer esos libros y aléjese de esas prácticas!».

Salí de la consulta, me sentía más vivo que nunca. Esa crisis reprogramó mi cabeza, entendí que era vulnerable, que no era eterno y supe en carne propia cuán frágiles son los seres que amaba. Estaba decidido a liberarme de esa angustia que me inmovilizaba, que crecía dentro de mí como una nube cargada de tormentas. Hice una llamada y me cité con Xavier en el bar El Dorado. Un poco antes del mediodía nos despedimos, no sin antes ponerle al tanto de los pormenores de la consulta con el médico. Evité a conciencia entrar en divagaciones sobre plantas sagradas o filosofías de la New Edge. De vuelta en la clínica guardé mis notas de antropología bajo llave y me integré a las labores de la medicina. El personal me reiteraba las condolencias por la muerte de mi perro. No me presté a comentarios, quería abandonar cuanto antes esos tópicos escabrosos. Esa tarde salí temprano, antes que las niñas regresen del instituto. Cavé una tumba para Samuel en el mismo sitio donde vi reflejado aquel rectángulo de luz y dejé atrás todo lo sucedido.

Esa noche, reunidos en casa, estaba exultante... había recuperado mi vida. Me enfrasqué en los teoremas matemáticos que Dianita había traído de tarea, luego jugué con Sofía a la rayuela   —a la misma a la que me había resistido durante los días de mi psicosis—, la dibuje con una tiza en el patio trasero y saltamos sobre ella hasta quedar empapados en sudor. Caída la noche me metí en tu cama, seguro que ya no lo recuerdas. No sé si dormías o fingías dormir. Evité rozarte con las manos o con las palabras. Estaba feliz de escuchar tu respiración, de flotar contigo sobre ese sereno océano que era nuestro lecho. Esas semanas transcurrieron sin sobresaltos: los medicamentos a sus horas, los turnos de la clínica, los viajes diarios a las academias de las niñas, inclusive el cine del viernes por la noche volvió a ser nuestro pasatiempo favorito.

La vida retomó su rumbo hasta ese domingo que  fuimos a la montaña, ¿recuerdas? El Cabogana lucía despejado desde el amanecer, la claridad se escurría por el mínimo resquicio de puertas y ventanas como invitándonos a la aventura. Las niñas estaban listas desde las seis. Xavier, con sus hijos Juan Pablo y Ricardo llegaron temprano. Renato con Mónica y sus hijos, nos esperaban en la base de la montaña junto a Herán, quien traía los instrumentos de orientación. La meta era alcanzar la laguna Estrella que nos había sido esquiva en los ascensos anteriores.

El viejo Trooper traqueteaba por las laderas entre cantos de niños, adivinanzas y bromas. Tú ibas a mi lado, un tanto reservada, demasiado ensimismada para una ocasión como esa. Miré el retrovisor: la cajuela estaba huérfana, faltaba Samuel. Quizá extrañabas a tu viejo compañero de caminatas sin siquiera darte cuenta. Xavier comentaba sobre Las Huaringas: «¡Tenemos que ir! ¡Allí están los brujos más poderosos del mundo!». Lo tenía todo planeado, incluso había sacado cuentas y aseguraba que la aventura nos saldría barata, por aquello del cambio en dólares. Mientras conducía por esos caminos serpenteantes y polvorientos iba meditando en lo valiosos que eran los seres que poblaban mi vida, y, en  cómo esta crisis me hizo reparar en ello. Sobre todo valorar el milagro de tenerte a mi lado.

¿Recuerdas que al mediodía nos detuvimos a almorzar y luego hicimos dos grupos de avanzada? Haz memoria... ¿Recuerda que Hernán y Renato tomaron una dirección hacia el oeste y yo con Xavier  avanzamos con dirección el este? Claro que sí, los niños se quedaron jugando en el río a tu cuidado y al de Mónica. El plan era seguir en diferentes direcciones con la esperanza de encontrar la laguna. Al cabo de una hora debíamos retornar donde ustedes aguardaban. Ya sabes que todo fue en vano. Cumplida la infructuosa hora de avanzada, regresábamos siguiendo la cañada del río y algo asombroso me sucedió. Llevaba el torso desnudo y una rama de mora se me prendió en el pecho, cuando me la quité, unas espinas se me incrustaron bajo la piel. Las arranqué de prisa entre dolor y sangre y las arrojé al aire, las espinas se alejaron volando como unas extrañas moscas verdes. Miré a mi compadre para comprobar si él también notó el raro fenómeno, pero no dijo nada, estaba más cansado que yo. 

Nos metimos al río, me enjuagué la sangre y el sudor, Xavier se dio una zambullida en esas pozas de agua cristalina. Mientras recuperaba el aliento, me concentré en divisar unos pececillos que se confundían con las piedras del fondo. Sin darme cuenta, me descubrí mirando el rostro que se reflejaba en el espejo del agua. No era yo.... ¿Cómo puedo explicártelo? Claro que era yo, lo que quiero decir es que alguien más miraba a través de mis ojos. Por extraño que te parezca  no sentí miedo, quizá era angustia, o más bien, una abulia que se extendía como una mancha en el transparente optimismo que tanto me había costado recuperar. Mientras bajabamos a su encuento yo atribuía esa absurda apatía al cansancio, pero en el fondo sabía que algo estaba mal dentro de mí.

Al divisarnos, los niños gritaban nuestros nombres agitando los brazos. Renato y Hernan  habían vuelto sin encontrar la laguna y nos esperaban junto a ustedes. La noticia de nuestro fracaso terminó de disilucionarlos. Una vez más la laguna se nos «escondió». El mito de los nativos se volvía a confirmar: «La laguna se muestra solo cuando ella quiere». Comenzamos el retorno antes que caiga la noche, unas masas de niebla invadían el pajonal y el frío calaba profundo. Mientras descendíamos los niños juntaron a mi alrededor.

Déjanos ver, déjanos ver gritaban en coro y me halaban de la mochila.

¿A qué se refieren? les pregunté. No sospechaba que querían. 

—No te hagas —me dijo Sofía, —ese animalito que traías en el hombro, ese pajarito, como un búho.

—No, no, era una culebra  —dijo Juan Pablo. Los niños comenzarón a nombrar diferentes animales.

Les entregué la mochila y los chicos la abrieron con cuidado, las chicas estaban espectantes.  De pronto Xavier gritó: «¡Buuu!». Los niños huyeron despavoridos. En la mochila no había nada del otro mundo, solo mis objetos personales. «¡Dejen de asustar a los niños!», nos recriminaste. Nunca supe que vierón los niños sobre mi hombro. Quizá no era el único que alucinaba en esa montaña misteriosa. Esa noche de vuelta en casa las visiones regresaron. Nada pudieron contra ellas las tabletas, ni mi actitud serena y positiva, esa avalancha de  horripilantes sensaciones llegaron para quedarse. Volví a caer en la ansiedad de la muerte. Ya no era el temor a la rabia, era algo más profundo, una presencia ominosa, un parásito metafísico que me poseía.

¿Nunca te conté lo del psicólogo? Sí, fui a dar en el diván de un psicólogo, aunque siempre hablé pestes del psicoanálisis. Luego fui a mayores y pasé por las manos de los psiquiatras. Nada que haya inventado la ciencia hasta ese momento surtiría efecto. Fue la época en que abandoné la casa y me negué rotundamente a visitar a las niñas, temía que si las miraba a los ojos sufrirían el mismo destino de Samuel. Me encerraba en el cuarto de pensión y me negaba a recibir a los amigos. Dejé de ir al cine, mi pasión de toda la vida, y encargué la dirección de la clínica. Regresé a los libros de esoterismo andino en los momentos en los que la ansiedad me daba tregua, que casi siempre sucedía en las mañanas.

Fueron muchas noches de insomnio contemplando la danza de serpientes fractales que se escurrían por las paredes, entre caimanes, lagartos y toda una fauna de reptiles. Me bullían en la mente, aun cuando cerraba los ojos no dejaba de verlos. Llegaban a cualquier hora, aunque en las noches era su horario habitual. Llegaban es un decir, podría entenderse mejor si digo que se despertaban, que se agitaban dentro de mi ser en cualquier momento y que se esparcían como una tinta verde y lamosa en la transparencia de mi mente. Pasaron meses así. Un buen día, Xavier me comentó que estabas preparando los papeles del divorcio, que si me importaba mi familia tenía que sacudirme. Aún recuerdo sus palabras: «Tienes que pararte fuerte —me dijo—, si sigues así, de aquí sales en “estuche de peluche”». ¿A qué se refería?... obvio: a un ataúd.

Me armé de valor y al día siguiente fui a esperar en tu consulta, debía contártelo todo. Tenías a un paciente recostado en el sillón con la boca abierta. El ruido de las turbinas me ponía los pelos de punta. Esperé estoicamente a que lo atendieras, sé que me viste sentado en la sala de espera, porque me clavaste una mirada que por poco triza el cristal de la ventana. Me imaginé lo que te preguntabas: «¿Con qué cara viene a aparecerse aquí después de tanto tiempo!, ¡qué “conchudo”!», era como oír tus palabras zumbando en mi cabeza, sin embargo, esperé. Al finalizar tu jornada, te quitaste el mandil y apagaste el equipo. El pecho se me desbordaba ideando la mejor manera de esgrimir mis razones. Un rato después, al ver que no salías, pregunté. Tu asistente me dijo que te fuiste por la puerta de servicio.

Nunca encontré el valor para volver a buscarte, estaba al garete, el compadre Xavier se hizo cargo de mis huesos. Leímos todo lo que había, consultamos con los tomadores de San Pedro, probamos con diferentes brebajes, la terapia del Amaroli, el ayuno… Una noche, habría transcurrido algo más de medio año desde mi declive, me encontraba leyendo un viejo manual de un tal Tuno que mi compadre compró en un puesto de libros usados. El ejemplar estaba en su mayor parte intonso, nos tocó desbarbarlo. Se mostraba plagado de dibujos a plumilla y sobre ellos habían, caligrafiadas, recetas de brebajes, fórmulas geométricas, pociones mágicas que más bien sonaban a poemas o a mantras. Nada en ello parecía coherente, no obstante, la labor de desentrañarlo me distrajo de los problemas. Me entretuve en los dibujos de flores y columnas de cactus que ilustraban la mayoría de sus páginas. No sé el momento que caí rendido de cansancio, llevaba muchas horas sin dormir. Tuve un sueño salvífico.

Clavado en la cama de una pensión, inmóvil, entre despierto y dormido como un cataléptico, soportaba visiones reptilianas que llegaban en procesión caleidoscópica. Las antiguas sensaciones de ansiedad y ese sufrir por todo y por nada volvían a poseerme, mi piel transpiraba el olor nauseabundo del achuma. Las alucinaciones se precipitaban a modo de cascada, formando un charco de imágenes que inundaba la habitación. Mi pequeño catre era la nave de Caronte viajando a través de las sombras de la muerte. La habitación crecía y se agigantaba, la cama flotaba en la inmensidad como una cáscara de nuez. Luego de un tiempo..., una niebla tibía y luminosa comenzó su ascenso sobre el horizonte, reverberante de pájaros y formas vegetales que craquelaban con sus móviles figuras el espacio. Me concentré en ellas, me metí en ellas,  me fracturé con ellas en millones de tecelas hasta sentir el éxtasis, el bienestar total, cada poro de mi piel emanaba un aroma floral.   

Los delirios que siguieron después fueron el culmen de mi curación: Me soñaba de pie, profundas raices nacían de los troncos de mis piernas. Durante el día veía brillar las ramas de mis brazos y sentía el moscardonear de los colibris barbotando contra mis orejas. En la noche miraba pasar sobre mi cabeza  un mar de estrellas, las contemplaba estallar y caer en una lluvia de vilanos que descendían suavemente horadando la tierra. Cuando amanecía, miles de yoes vegetales brotaban una y otra vez. Esa secuencia se repitió como una película acelerada y cada vez me sentía mejor. 

Desperté aliviado, una idea se me clavó en la mente, comprendí que el secreto de mi salud estaba en la tierra. Fue una revelación, no para mi conciencia, sino para mi cuerpo.  Recordé las historias de brujos y guerreros que se enterraban después de haber destruído a sus enemigos o haber sufrido, ellos mismos, graves heridas. ¿Es difícil de creer, verdad? ¡No te imaginas las cosas que ese cactus le puede hacer a tu mente y a tu cuerpo! 

Un sábado temprano ascendimos al Cabogana armados de pico y pala. Seguimos la cañada del río Amarillo hasta la poza grande donde solíamos bañarnos. ¿Recuerdas el arenal contiguo? Allí me enterré de pie con solo la cabeza afuera. Xavier me cubrió con hojas grandes para protegerme del sol y vigiló mi ritual mientras duró el proceso. Sí, como lo oyes: me enterré…, pero esa es otra historia. Solo te diré que fue el inicio de una larga recuperación. Cuando nos volvamos a ver podría contártela con lujo de detalles. Ahora todo depende de tí, puedes creer mi historia y permitirme regresar a tu vida, o puedes seguir pensando que soy un loco irresponsable. 

Por mi parte, pretendo colaborar con mi compadre Xavier en esta nueva ceremonia, me ha pedido hacerme cargo del fuego. Sabrás que es un gran honor para un sobreviviente como yo. ¿Ahora te estás preguntando si tomaré el brebaje una vez más? Yo mismo me estoy haciendo esa pregunta. No sé si tenga el valor, ya te dije que no quiero vivir con miedos. Quizá lo tome... lo decidiré esta noche frente a la fogata, cuando la telaraña de visiones comienze a fractalizar el horizónte y los tomadores inicien el viaje guiados por sus ícaros de luz.



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