18 junio 2025

Héroes de viñeta


 P. Alhazred


Antes de que las pantallas dominaran el mundo, hubo una época en la que las palabras se leían con los dedos, y las aventuras se desplegaban al ritmo pausado del paso de página. Yo era apenas un niño entonces, habitante de una ciudad que aún creía en los héroes de papel y en los silencios de tinta. Como neolector de revistas, me fascinaban los anaqueles llenos de colores, las formas rectangulares de cada publicación, los tamaños variados que invitaban a imaginar. Y eso bastaba.

Cada lunes era un ritual: salía de la escuela con la urgencia de quien huye hacia lo verdaderamente importante. Atravesaba parte de la ciudad hasta aquel local angosto y cálido donde se alquilaban revistas como quien arrienda pasajes hacia otros mundos. Allí me esperaban Kalimán, el hombre increíble, Águila Solitaria, Arandú, el príncipe de la selva, Memín Pinguín, Orión el Atlante, Tom y Jerry, entre otros. Iniciaba con Kalimán, con su turbante blanco, su sabiduría serena y sus gestas imposibles. Él no solo vencía enemigos; vencía mis temores. Volar desde ese cuartito mal iluminado era mi manera de existir en grande.

Treinta y dos páginas de viñetas podían sostener mi esperanza durante toda la semana. Kalimán regresaba cada lunes como una promesa renovada. Y yo, niño lector y fiel discípulo, lo recibía con una mezcla de fervor y necesidad. A veces pedía unos minutos más: “Un momento más, abuela”, decía, sabiendo que aquel instante encerraba la eternidad.

No me eran indiferentes las revistas del anaquel prohibido: fotonovelas eróticas que solo los grandes podían leer, ocultos tras una pequeña puerta, en otra sala de lectura donde el misterio se volvía más denso.

Pero el tiempo, como los héroes, también sabe desaparecer. Un día, el local ya no estaba. Sus estantes vacíos eran más elocuentes que cualquier cartel. Las revistas comenzaron a venderse en quioscos: menos frecuentes, más frágiles, como si supieran que su mundo llegaba a su fin. Yo compraba lo que podía, cuidaba lo que tenía, hasta formar con los años una pequeña biblioteca de asombros.

El papel fue cediendo terreno. Las pantallas ganaron. Los héroes ya no eran dibujados, sino renderizados. Los niños dejaron de leer con las manos y comenzaron a deslizar el dedo en silencio. Hoy, dicen, todo está a un clic de distancia, pero a veces me pregunto si eso no es, en realidad, un poco más lejos.

Aún conservo aquellas revistas. Las saco de vez en cuando, como quien visita a viejos amigos. No solo por nostalgia, sino por gratitud. Kalimán me enseñó que no hay límites cuando se viaja con la imaginación, y que la palabra —impresa o digital— sigue siendo el vehículo más poderoso que tenemos para escapar del encierro y conquistar otros mundos.

Hoy aquellos locales de lectura se han extinguido. Los niños juegan, crean y se comunican en universos virtuales, donde el héroe es el avatar que más seguidores tiene. Pero yo, coleccionista de textos, aún creo en esos relatos que caben en un pliego doblado, en esa magia simple que ocurre cuando una historia, impresa o no, te cambia por dentro.

Porque leer, al final, sigue siendo el acto más silenciosamente revolucionario que podemos cometer.

1 comentario:

Ulises Díaz dijo...

Chévere mi loco, cada vez produces cosas interesantes.

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