25 junio 2025

Entre ella y yo



P. Alhazred


Angélica posee una estampa espectacular. Su figura y sus medidas la ubican en el prototipo de modelo casi perfecta. Piel morena, cabello trenzado, no más de veinticinco años. Su sola presencia atrae las miradas en el Night Club El Imperio, un local escondido entre las montañas de la región andina.

Sin embargo, la semana ha sido mala. No ha tenido más de diez clientes por noche, cuando en otros tiempos superaba los treinta.

—Será que aún no es quincena —piensa para sus adentros, mientras mira el reloj.

Son las seis de la tarde. Desde una mesa del fondo, un hombre solitario le hace una seña para que se acerque.

Viste de forma distinguida, huele bien, parece seguro de sí mismo. Le sonríe con cortesía y le ofrece un cóctel.

—No vengo mucho por aquí —le dice—. Me gustaría que hicieras un show... para nosotros.

—¿Nosotros? —pregunta Angélica, mirando alrededor.

—Vine con alguien que está esperando en el auto. Es mi esposa.

Angélica sonríe con escepticismo.

—¿En serio? Pues tráela. ¿Cómo quieres el show?

—Quiero que lo hagas más para ella que para mí. Que logres excitarla.

Negocian el precio y los detalles. El hombre se marcha unos minutos y regresa con una mujer delgada, de cabello oscuro y corto. Se sientan los tres en la misma mesa.

—¿Te tomas algo, cariño? —le dice él a la mujer—. ¿Un whisky, tal vez?

—Algo suave. Una cerveza está bien —responde ella.

—¿Puedo pedir otro cóctel? —pregunta Angélica.

—Por supuesto. Acompáñame con un whisky —añade él—. Para ir entrando en ambiente.

Toman en relativo silencio. Solo él hace comentarios sueltos sobre el local y la plataforma de shows. Angélica lo convence de pagar un poco más en la barra para extender la duración del privado.

—Todo listo —anuncia finalmente.

Suben a la planta alta, donde se ofrecen los espectáculos privados. Angélica se cambia rápidamente. Nunca antes había bailado para una pareja heterosexual. El local rara vez recibía mujeres y menos esposas.

Se viste con su mejor negligé rojo. Comienza el pole dance con movimientos suaves. Le gusta hacerlo. Mira fugazmente a la mujer. Hay aceptación en su mirada.

Primero se acerca al hombre, su pecho casi tocando su rostro, el vaivén de su cuerpo preciso y sensual. Luego, va hacia la mujer. Está algo tensa, pero no la rehúye. Se sienta sobre ella y guía su mano con delicadeza hasta sus pechos.

Comienza la siguiente canción. Angélica se desviste por completo.

Es una melodía suave, casi onírica. Ella se mueve con la seguridad de quien conoce cada nota. Coloca su sexo cerca del rostro del hombre y luego se vuelve hacia la mujer. Con un rápido movimiento, se acuesta sobre ella, simulando besarle los senos. La mujer —Marcia— la atrae hacia sí y le acaricia la espalda. Hay ternura en el contacto. La escena se transforma en un delicado juego de cuerpos femeninos en movimiento.

La música termina. El hombre aplaude.

—Gracias. Muy bueno.

—Me alegra que te haya gustado.

—Nos encantó —dice Marcia, mientras le alcanza parte de su ropa.

—Cuando quieran...

—Queríamos proponerte algo —interviene el hombre—. Una salida esta misma noche. Un hotel. Los tres.

—Sí hago salidas. Ochenta la hora, mínimo dos horas... pero... ¿tendría que estar con los dos?

—¿Qué te parecen cien? Solo tienes que motivarnos para que nosotros lo hagamos...

Angélica lo piensa unos segundos. Acepta.

Bajan a la barra, informan al encargado. “Esta salida salvará por lo menos el día”, piensa.

Dos horas y veinte minutos después, Angélica regresa sola al club. Declina más turnos. Aún hay clientes, pero no está para nadie.

Se dirige a las habitaciones de descanso. Se siente excitada, revuelta. Se tumba en la cama, se acaricia con fuerza. El recuerdo de la pareja —de ella, sobre todo— se le repite como una ola persistente.

Se masturba furiosamente, sin freno, como si en ese instante pudiera atrapar lo que realmente desea.

A la mañana siguiente, Angélica se despierta con el zumbido de una notificación. Un mensaje sin remitente. Solo contiene una imagen: Marcia, sola, desnuda frente a un espejo. En el fondo, el reflejo muestra una habitación vacía. El hombre no está.

Abajo, un texto breve: “Gracias por liberarme.”

21 junio 2025

Dureno




Ulises Díaz

A Juan: No sé si la historia que escuché de tu boca fue real, pero el huracán que desató en la mente de un niño de doce años aún perdura.


Un diciembre del demonio, me decidí. Terminaban los sesenta y las cosas no podían ir peor. Mi madre había fallecido hacía unos días. El viejo y yo quedamos arrumbados como muebles inservibles en la casa de la calle Larga. Let it be sonaba como un himno en las emisoras de la ciudad y en las esquinas de los barrios populosos; jóvenes ataviados con pantalones campana, camisas estampadas, minifaldas y zuecos de plataforma se congregaban al son del rock. El cannabis era una novedad, la última maravilla que nos llegaba de Colombia bajo el nombre de Punto Rojo. En casa ya se hablaba de Vietnam y el marxismo-leninismo se mezclaba los domingos con los rezos del rosario.

Dureno era entonces un punto indefinido en la Amazonía ecuatorial. No había oído hablar de él hasta esa tarde de diciembre, cuando un amigo de mi padre —que llegó de la capital— nos lo sugirió: «La Texaco-Gulf está reclutando gente para la explotación petrolera en la frontera con Colombia». No se necesitaban diplomas, solo voluntad y unos cuantos contactos, que él mismo se comprometió a proporcionarnos. Yo estaba por cumplir los veinte y parasitaba de lunes a viernes en una oficina. El casimir y la corbata no me sentaban tan mal, pero yo soñaba con Haight-Ashbury y los atardeceres dorados de Shangri-La.

A fines de los sesenta, la píldora anticonceptiva ya circulaba en América del Norte, pero a nosotros solo nos llegaban los rumores a través de Selecciones del Reader’s Digest. Nora esperaba un hijo mío, Estefanía —mi prometida— se había enterado en esos días. Mis males estaban completos. Nora era la novia del barrio: una morenita de piel lustrosa y caminar sensual, la primera en lucir minifalda y melena afro; estaba en boca de todos, las chicas de mi grupo la rehuían como a la peste. Estefanía no se permitía nombrarla por miedo a contagiarse. Ella estaba al otro lado del espectro: la niña «bien». Estudiaba en el colegio de las Catalinas; aún la recuerdo ataviada con camisa blanca, un jersey azul y falda plisada a cuadros. Era la viva imagen de la Virgen María.

Una mañana a fines de diciembre, le dije adiós a mi padre. Nora tendría entonces tres meses de embarazo. El taxi que me llevaba se desplazaba aparatosamente sobre el empedrado de la vieja calle colonial, justo cuando las campanas de los colegios marcaban el fin de la jornada. Nos detuvimos frente al portón del instituto donde solía esperar a diario a Estefanía, el tiempo que tardaba en consumirse mi cigarrillo. Quería verla por última vez. Desde que decidí marcharme, había intentado comunicarme con ella, pero el «muro» que sus padres levantaron era infranqueable.

Apenas había encendido el cigarrillo cuando la puerta de hierro se abrió de golpe, y una multitud de chicas se lanzó a la calle como una bandada de golondrinas, inundando las aceras. De pronto, la vi en medio de sus amigas de siempre. Iba sonriente, con sus gruesas trenzas doradas recogidas sobre los hombros, buscando entre la gente algo o a alguien. En la esquina la esperaba su madre. La recibió con un beso y acomodó sus trenzas sobre la espalda. Iban charlando despreocupadamente. Las vi desvanecerse en la distancia como el humo del cigarrillo que se consumía entre mis dedos. Tiré la colilla y el taxi reanudó su marcha rumbo a la estación.

En doce horas estaba en la capital. Llegué de madrugada; atrás quedaron los amigos, la vieja casa con su patio central, la higuera retorcida en su rincón de ausencias y mi padre deambulando por esos pasillos infinitos que solo conducen a la nada. Sobre los cordeles de mi adolescencia, secándose al sol del ayer, las bragas de Nora y el uniforme impecable de Estefanía se balanceaban con el viento del recuerdo. Al mediodía tomamos un vuelo en un Cessna 172 propiedad de la Texaco, y en minutos remontábamos la cordillera. Los inmensos macizos de granito formaban un muro impresionante. La pequeña nave que nos transportaba rugía y vibraba, a punto de desarmarse.

Era todo novedad, aventura, adrenalina pura. Manuel, el piloto, un militar retirado de rasgos aindiados, se reía burlonamente al ver nuestras expresiones de espanto. Hablaba en un inglés machacado con Míster Donald, quien no paraba de reír. Era un gringo mastodóntico que ocupaba la mitad del pequeño Cessna. Tenía unas impresionantes manos peludas, siempre con un habano entre sus dedos, un sombrero tejano sobre su cabeza calva y unas botas de vaquero que parecían diminutas en comparación con su cuerpo descomunal. Entre los espantados estaban Mauricio y Estuardo Montesinos, unos mellizos de lo más dispares: mecánico y maquinista, respectivamente. Aunque tenían aspecto de hombres rudos, estaban igual de pálidos que yo.

«La selva es la tumba de los blancos», me dijo Manuel con ese dialecto fingido que usan los pueblerinos para confundirse con los de la capital, mientras sonreía burlón y escupía en el piso de la nave. Lo miré con fiereza para que supiera que, a pesar de mi edad y del miedo a volar, no estaba para burlas. Mis ojos claros no se despegaron de los suyos, y mientras reía a carcajadas, la nave se ladeó y se clavó en picada hacia el margen oriental de la cordillera. Mantuve mi mandíbula tensa, pero no parpadeé ni por un segundo, hasta que las palmadas de Míster Donald rompieron la solemnidad que imponía la adrenalina.

«Take it easy, muchacho, cógele suave», repetía en un espanglish burdo, mientras palmoteaba mi espalda con sus manos de galeote. «Es pequeño, es pequeño, pero es a little jaguar, ¡un pequeño jaguar!».

Viajamos al interior de un banco de nubes por un buen rato. De pronto, el sol nos encandiló: arriba, el azul era inefable; abajo, sobre una planicie de un blanco impoluto, despuntaba la cumbre del Chimborazo. Unas vetas de roca entre la nieve marcaban su contorno, resaltando su forma contra el albor de las nubes. Lo contemplé fascinado por unos minutos mientras la nave descendía por el lado oriental de la cordillera. La selva a nuestros pies, de un verdor infinito, se perdía en el horizonte. Poco después, las siluetas de los grandes ríos recortaban caprichosamente la espesura de la jungla. El viaje duró una hora, como por arte de magia, el silencio copó la cabina. En mi mente revoloteaban imágenes: el cuerpo de Nora sobre las sábanas, la sonrisa de mamá, la mirada crispada de Estefanía diciéndome adiós.

Nueva Loja era un pueblo que surgió de la noche a la mañana. Doscientas hectáreas de selva rozada a punta de motosierra se extendían a los márgenes del río Aguarico —uno de los más grandes después del Napo y el Coca, todos navegables—. Un par de carreteras de lastre flanqueaban su silueta serpenteante; un puente de hierro y concreto lo atravesaba en su parte más estrecha, bajo sus arcos oxidados había un improvisado camal donde se faenaban cerdos. La escuela y la iglesia, construidas sin ningún ornamento, mostraban un aspecto vetusto a pesar de sus pocos años. Estas obras, más un hotel que semejaba un galpón, eran las edificaciones más notables. El resto, una veintena de casas de madera o caña con techos de zinc o paja… y pare de contar.

Llegamos a primera hora de la tarde. El aeropuerto, una pista de veinte yardas de ancho por media milla de largo, cubierta de lastre y asfalto, se extendía al margen derecho del río sobre una trocha de tierra roja que semejaba una herida en el corazón de la selva. Yo estaba alucinado; nunca imaginé que lugares así pudieran existir en este mundo. En la cabecera de la pista, frente a una bodega protegida por mallas —donde la compañía guardaba los productos químicos para la explotación petrolera—, familias con niños esperaban desorientadas a alguien que las ubicara en un lugar transitorio. Unos de pie, otros sentados o recostados sobre las estructuras metálicas, empapados por la lluvia reciente, se secaban bajo un tórrido sol. El calor y la humedad eran asfixiantes; tuvimos que quitarnos la camisa para cruzar el pueblo hasta el campamento de la Gulf.

Al día siguiente, tomamos una canoa en Puerto Aguarico, iluminados por el resplandor de un sol que comenzaba su ascenso sobre las copas de los árboles. En esa pequeña nave, cargada a tope con víveres y bidones de combustible, navegamos río arriba con dirección a Dureno. Instalado en la popa, un nativo de la etnia cofán, de nombre Isaac Grefa, guiaba el bote entre los bancos de arena al mando de un motor fuera de borda. La línea del agua llegaba casi al borde de la canoa debido al peso.

—¿Sabes nadar? —me preguntó Estuardo.

—Poco, como para no ahogarme.

En ese momento, me di cuenta de la locura que estaba haciendo: huir hacia adelante, con la ilusión de dejar mis problemas atrás.

—Creo que casi todos los que llegamos aquí venimos escapando de algo —continuó—, ¿no es cierto, Mauricio?

El flaco, largo y barbudo, se volvió para mirar a su hermano y, con un tirón en una de las comisuras de sus labios, fingió una sonrisa.

—Casi todos —repitió y lanzó al agua una lata vacía que traía en la mano.

Dureno era un pandemónium de motosierras, helicópteros y explosiones; los escuchabas unos kilómetros antes de llegar al punto mismo. Después de un par de horas de travesía por un paraje de indescriptible belleza, llegamos. Un cobertizo de unas veinte yardas de largo, entablado con madera recién aserrada, con grandes ventanales protegidos por mallas plásticas —salpicadas de insectos muertos— y cubierto de un zinc lleno de óxido y musgo, sería nuestro hogar los días laborables. Detrás, a unas dos cuadras de distancia, separada por una larga calle lastrada y ajardinada, estaba la villa de los americanos y de los nacionales que dirigían el proyecto. A salvo del tráfago y del ruido, en medio de pequeñas colinas pobladas de chontas, había una decena de contenedores metálicos adecuados como habitaciones. Estos conformaban la «ciudadela».

Mis funciones eran registrar los haberes y deberes de la empresa; las de Mauricio, operar un buldócer; las de Estuardo, soldar las tuberías del oleoducto. Pero ese día, machete en mano, desbrozamos la maleza alrededor del campamento, una que parecía crecer a las horas de haberla cortado. Un grupo de nativos semidesnudos se solazaban con el machete; lo hacían gratis, quizá su mejor paga era un vaso de Pepsi Cola o unos Chesterfield que fumaban con fruición. Mujeres y niños nativos contemplaban todo el ajetreo desde el otro lado del río o escondidos detrás de los árboles.

La noche es de los insectos. El canto acompasado de los grillos y el intermitente destello de las luciérnagas agigantan el espacio. Una nube de mosquitos se lanza sobre nuestros cuerpos sudorosos, sin respetar repelentes. En la cuadra donde descansamos hay un ventilador que gira sin ningún propósito. La última vez que compartimos el lecho, Nora me dijo: «¿Quieres el hijo? Yo, la verdad… no estoy segura. No estás obligado». Aseveró, sin embargo, la humedad de sus ojos decía lo contrario. Ahora mismo no sé si lo quiero, pero le prometí a mi madre que lo protegería.

El primer mes envié a mi padre una suma de dinero para cubrir algunos gastos de Nora, luego se los envié a ella directamente. «Si el dinero fuera suficiente para cerrar el abismo con Estefanía, estaría hecho», pensé. Pero pronto caí en la cuenta de que a ella eso no le movería —pretendientes los tuvo de buena cuna y acomodados. En la niñez, imaginamos que nuestro amor era asunto del destino; crecimos con las imágenes del Romeo y Julieta de Zeffirelli, pero los años setenta llegaron cargados de mensajes disruptivos, revolucionarios: «Paz y amor… haz el amor, no la guerra». Poco a poco, y sin darme cuenta, me volví partidario del cannabis y todo lo que con él venía. Ella gustaba de la ideología hippie, pero solo de palabra. Yo me lancé de cabeza.

El sábado temprano, salí a Lago Agrio y me hospedé en el único hotel del lugar, que, por cierto, llevaba el mismo nombre del pueblo, aunque le antecedía el inmerecido título de Gran Hotel. Junto con el dinero, envié algunas cartas que redacté en Dureno durante varias noches de insomnio. A papá, contándole los pormenores de mi llegada; a Nora, reiterándole el compromiso con su situación; y una extensa carta de varios folios a Estefanía, tratando de explicar lo inexplicable. Sobraba pedir perdón, pero lo hice en cada párrafo: «Estoy en el infierno que me merezco… No sé qué es más triste, si el dolor que siento de saberte lejana o el vacío de mirar sin verte…». Cursilerías por el estilo —ahora lo sé—, pero tenía la esperanza de ablandar su corazón; algo dentro de mí se aferraba a su antigua promesa, a su diáfana mirada, a su hablar pausado y limpio como el cristal.

Gaby, nuestra amiga mutua, era el único vehículo capaz de poner en sus manos la misiva. Ya antes había apelado sin éxito a su complicidad para romper la distancia con «Tefy». Ahora tenía la esperanza de que circunstancias extraordinarias como estas podrían hacerme merecedor de sus favores y me debía muchos. Me tenía al tanto de lo que pasaba en el barrio. Gaby llevaba y traía las noticias con ese humor ácido, siempre criticando mi vocación romántica: «Es hora de que despiertes», me decía. «Tefy está saliendo con el suco Borja, ya mismo nos invitan a la boda». Me rompía el corazón y en una próxima carta se desmentía. En medio de mi frustración, me la imaginaba partiéndose de risa. Así la conocí y así la quería; podría decirse que era mi hermana. Aunque nunca supe de seguro si la carta y las siguientes llegaban a manos de Estefanía, las seguía escribiendo, llenándolas de poesía y confiándoselas a Gaby.

Nora era más práctica, muy poco dada al romanticismo de las cartas. Ella se encargaba de enviarme uno que otro sobre «gordo», con algo de cannabis en su interior, para matar mi soledad. La compartíamos alegremente con los mellizos Montesinos, con Isaac y sus hermanos; al principio los fines de semana, luego en las noches después del trabajo, hasta que Mauricio comenzó a disfrutarla a diario mientras operaba el buldócer. Decía que se concentraba a full. Las pocas noticias de Estefanía, la frecuencia de trato con Nora y la idea del hijo comenzaron a dar frutos. Mi compromiso hacia ella se convirtió en afecto, incluso en amor. Una madrugada, desperté transmutado, lleno de paz; soñaba que Nora dormía a mi lado y yo acariciaba su vientre grávido.

Durante el día, el ruido exasperante de las máquinas me taladraba los sesos, pero me distraía. La dedicación a los libros de cuentas me mantenía a salvo de los recuerdos. Mi amistad con Míster Donald se acrecentó en poco tiempo; fue simpatía a primera vista. Fumábamos habanos y practicábamos el idioma de los yanquis durante las partidas de ajedrez, que se volvieron costumbre en las horas de ocio. La oficina se trasladó a la villa y luego se convirtió en mi alcoba. Entre la tarde y la noche, sobre todo en verano, me sumaba junto con los mellizos al grupo de cofanes que se zambullían en el río para ponerse a salvo del calor y de los tábanos. Los fines de semana que no íbamos a Nueva Loja, navegábamos río arriba en busca de los salares tan codiciados por los nativos o a la pesca del paiche. En las noches despejadas, escopeta en mano, salíamos a la caza del tapir. Isaac y sus hermanos sabían dónde dormitaban sus velas.

A mediados de marzo, cuando arreciaban las lluvias, sucedió una tragedia que era muy frecuente, pero esta vez se dio en nuestro entorno; nunca supimos si fueron los madereros o los mineros los que mataron al cuñado de Isaac. Después de buscarlo por una semana, lo encontraron «flotando como un sajino hinchado» —palabras de Isaac— en un recoveco del río. Tenía una bala en la cabeza, a la altura de la frente. Su mujer, Celina Grefa, una joven cofán de rasgos finos y una regia figura de amazona, se vio de pronto en una línea del camino sin norte ni sur. Las tardes llegaba al campamento en busca de ropa para lavar, portando a la hija sobre su cadera. Rondaba quizá la mayoría de edad. Ella misma no sabía su año de nacimiento; era la tercera esposa del difunto. La conocía desde los días de mi llegada. Alguna vez comimos en su choza, invitados por su hermano; yo había comentado con Mauricio acerca de su belleza.

Menguó mi empeño con Estefanía; otros motivos hicieron nido en mi cabeza. Comencé a disfrutar más del presente y de las tertulias con Míster Donald. Todos arrastramos una historia que no es patente a simple vista. Detrás de su colosal figura, había una leyenda igual de fabulosa. No siempre fue un ingeniero petrolero; el gringo, allí donde lo veías, era un fanático de la música electrónica y militó en el movimiento hippie de los sesenta. En su juventud, había leído a Huxley y a Leary. Tuvo una etapa psicodélica apenas terminó la universidad y estuvo unos meses en la India, en la época en que los Beatles se volcaron a la filosofía hindú. Rodó por Benarés y se bañó en el Ganges. Esas historias tan peregrinas atizaron en mí un espíritu aventurero y soñé con viajar a esas tierras llenas de misterio. Mauricio se tomó a cargo a Celina. Dejaron a la hija al cuidado de las madrastras. Se lo pasaban bebiendo y fumando cannabis; había noches que tenía que echarlos de mi cuarto para descansar.

Mauricio, un tipo simpático y dicharachero, con pinta de colonizador español, nunca se separaba de su hermano, como la cara y la cruz de una moneda. Estuardo, un colorado petiso de ojos azules, que siempre sonreía aún en la sala de espera de un dentista, andaba enfurruñado por la relación del flaco barbudo con la india. «Seguro que la va a dejar “panzona”, como a la hermana de su mujer, de apenas quince años». Me sonreí para mis adentros; parece que todos estábamos en lo mismo: él huyendo de sus parientes, y yo huyendo del ser que fui. Algo debió pasar en la relación, porque en varias ocasiones Celina amanecía en la puerta de mi oficina-dormitorio, ebria, acurrucada bajo una manta. Entre el fastidio y la compasión, le convidaba lo que quedaba de la merienda o le compartía mi desayuno. Con los días, se apegó como un perro faldero; hizo de la oficina su taller de collares y me ayudaba con la limpieza y con la ropa sucia.

Por esas mismas fechas, las cartas de Nora se volvieron distantes en tiempo y afecto, aunque mis mesadas le llegaban sin falta. En la última, me confesó que había perdido al niño, que no me empeñara en volver para el alumbramiento. Gaby me aclararía más tarde que un novenario de ruda, administrado en infusión por la propia abuela de Nora, había puesto a mi querida a salvo de las molestias del embarazo y de los ajetreos del parto. Meses atrás, habría renunciado al cielo por verme libre de dicha responsabilidad. «¡Y pensar que ese hecho cambió mi vida radicalmente!».

De pronto, me encontré solo en medio de una horrenda realidad, perdido en lo más profundo de la selva. En el reino del barro y la lluvia, recordé la frase del piloto: «La selva es la tumba de los blancos». Esa tarde, que trajo hasta mí aquella noticia aciaga, abandoné los libros y me interné en la jungla, siguiendo la ruta de los jaguares. Quería mirarlos a los ojos; sabía que merodeaban por allí al anochecer. Me dolía mi niño y la frialdad con la que Nora lo echó a volar hacia el vacío. Me dolía la promesa que le hice a mi madre y que ahora flotaba en este cielo absurdo, preñado de arreboles. Fui en busca del jaguar. ¡Sí! Quería averiguar si mi vida aún valía algo.

Junio llegó cargado de luz y mariposas; la selva bullía en colores y sonidos: el parloteo de los loros al caer el día, el croar hipnotizante de las ranas y el canto de los grillos se volvían patentes cuando callaban las motosierras y los helicópteros se marchaban. El único instante de silencio total venía después de las explosiones. Con el viento de la tarde, llegaba hasta mi pieza el olor empalagoso de los lirios de agua, que me tenía al borde de la náusea. En las tardes calurosas, los monos «cristianos» —así los llamaba Celina— invadían la alcoba al menor descuido, poniendo de cabeza todo lo que caía en sus manos: libros de cuentas, facturas, pero lo que más les gustaba era hurtar las plumas y semillas con las que Celina tejía sus collares y diademas. En esta realidad delirante, más latencia que existencia, veía pasar la vida como el fluir del río, que se acrecentaba y menguaba al capricho del tiempo.

Aprovechando la luz de la villa, sentada en el piso, Celina embutía las semillas en la pita mientras yo ponía en orden las cuentas del día. Dejó de beber y fumar. En largos silencios, me hacía compañía, y a mis primeros bostezos, se marchaba. Nunca le pregunté dónde pasaba las noches. Hablaba un castellano funcional, lo había aprendido junto con las letras y los números bajo la tutela de los misioneros. Su verdadero nombre era Khuvu —que significa agua—; los pastores le pusieron uno cristiano. Nora no me escribió más, ni yo le pedí explicación alguna. En esas altas noches o en alguna madrugada, aunque cada vez menos, pensaba todavía en Estefanía. Le había escrito una docena de cartas sin recibir respuesta. Maquiné nuevas salidas, hacer lo que mejor hacía: escapar, pero esta vez más lejos.

La última carta… me juré que sería la última. La herencia de mi madre estaba por ejecutarse en esos días, entonces le propuse a Tefy huir hacia esos mundos que soñábamos desde la niñez: Las Mil y Una Noches. Sí, ¿por qué no? Iríamos a Teherán. Míster Douglas me habló de la gran fiesta a celebrarse en Persépolis con motivo de los dos mil quinientos años de existencia del imperio más antiguo de la tierra: el imperio persa. De allí, a Katmandú, en Nepal, a conocer a los lamas y luego a Benarés, la ciudad sagrada de la India, la meca espiritual del movimiento hippie que ya estaba en retirada.

Mientras más pasaba el tiempo, perdía las esperanzas de una respuesta. Gabi me juró haberle entregado la carta, como ya antes me había jurado que Tefy estaba al tanto de mi fracaso con Nora. «Olvídate de ella —me dijo—, para ella ya no existes». Me entregué al cannabis ya sin ambages y a beber en mi tiempo libre. Algunas noches, libaba junto al río, contemplando ensimismado su eterno y absurdo fluir. Los fines de semana, regresaba tarde, apoyándome en barandas y paredes para terminar en el piso o sobre la cama con la ropa puesta. Se invirtieron los papeles; Celina cargó conmigo en todos esos días, con una vocación y una fuerza sorprendentes. Limpiaba mis humores y me cambiaba los vestidos. «¡Ccutsuye, ccutsuye!», repetía mientras me levantaba del piso —¡pararse, erguirse!—. Es lo que recuerdo.

Nochebuena. Hacía un año que había dejado mi ciudad. La mayoría de la gente había regresado a sus hogares o se encontraba en Nueva Loja. Yo me quedé a cargo. Con una botella en la mano, deambulaba por el campamento gritando el nombre de Celina. No sé de dónde salió, pero al poco tiempo estaba frente a mí: altiva, serena, a pesar de los improperios que le lanzaba. «¡Te ordeno que saques tus cosas de mi alcoba! ¡Semillas, plumas, todas esas “mierdas” que atraen a los monos!», le dije. Ella no se inmutó; sus ojos brillaron con un fuego genuino y su cuerpo, erguido contra la luz que provenía del cuarto de máquinas, persistía inmarcesible en su pequeño universo. Sonrió y respondió: «Mañana». «¡Ahora!», ordené. Volvió a sonreír, pero esta vez con un aire desafiante. Acerqué mi rostro al suyo y, sin saber por qué, exclamé: «¡Quiero que saques tu vida de mi alcoba!». Extendió su mano y me agarró por el cuello. Me besó con una pasión insospechada que no pude resistirme y naufragué en su humedad.

Esa noche nos sumamos al desastre de los monos «cristianos». Retozamos sobre plumas, semillas, facturas y libros de cuentas. Su piel iluminó la habitación con una fosforescencia anaranjada y sus gemidos opacaron el canto de la selva. En medio de esa vorágine de caricias, una última alerta me detuvo. Empujé su cuerpo sudoroso lejos del mío, repitiendo: «No, no, no quiero saber nada de hijos». Khuvu se acercó lentamente; sus manos ásperas me recorrieron las piernas hasta apoderarse de mi sexo, luego se deslizó sobre mi cuerpo como una tibia serpiente. Cuando estuvo a la altura de mi oreja, susurró su secreto: «Estate tranquilo —se acarició el vientre— hay un pequeño Mauricio». Lo dijo con tal naturalidad que me envolvió una ola de ternura. Los meses que siguieron nos volvimos íntimos, como dos huérfanos lamiéndose las heridas.

Me alejé del calendario y comencé a contar el tiempo como Celina contaba las lunas. Su vientre maduraba lentamente. Los mellizos se marcharon una vez cumplido el año de contrato. Viajaba con frecuencia a Nueva Loja, incluso entre semana. Aprendí a navegar en el fuera de borda; conocía de memoria cada curva del río y cada banco de arena. Nueva Loja era una ciudad sin alma. La mayoría de sus nuevos residentes habían llegado del sur, huyendo de una sequía de proporciones bíblicas; los pocos nativos que quedaban vagaban presos del alcohol y sus mujeres terminaban en los prostíbulos o en los mercados vendiendo productos que nadie compraba. Las artesanías de semillas y plumas de aves exóticas habían mutado en cuentas de plástico y plumas de gallina teñidas con anilina; las de Celina, sin embargo, seguían siendo auténticas.

Un sábado de marzo, durante mi segundo año en Lago Agrio —aclaro que era otro nombre con el que se conocía a Nueva Loja, especialmente entre la gente de la Gulf—, después de arreglar cuentas con los proveedores y asegurar la carga en la lancha, visité el mercado de ropa y compré un vestido materno con flores rojas para Celina. Luego pasé por el correo. Mientras hojeaba las cartas que habían llegado, descubrí una diferente; en el sobre decía: «Juan…», con unos trazos inconfundibles. Mi corazón dio un vuelco, antes de girarla para ver el remitente, supe que era de Estefanía. Allí mismo rompí el sobre y la leí sentado en la lancha, mecido por el vaivén de la corriente. Nunca había visto la jungla más bella que aquella mañana. La luz, el verdor de las hojas y el espejo del río brillaban con un resplandor más intenso. El cielo estaba sin una sola mácula. Como pocas veces, en el horizonte de la jungla se divisaba la cumbre del Reventador, cubierta de nieve. Lo percibí como una promesa.

Llegué a casa entrada la noche. Mi padre me recibió como al hijo pródigo. Al día siguiente, caída la tarde, me reuniría con Tefy en un parque que solíamos frecuentar. Seguro de que sus padres habrían bajado la guardia, la esperé cerca de su casa para verla salir y seguirla en secreto hacia el punto de encuentro. Todavía no lo creía. Al fin la vi. Llevaba un abrigo gris y tenía el pelo recogido en un moño sobre su cabeza, como un turbante. Caminaba encorvada por el frío, la encontré más pequeña y frágil de lo que recordaba. Ya en el parque, me acerqué por detrás y toqué su hombro. Una descarga eléctrica atravesó mi cuerpo, di un salto hacia atrás. Cuando se volvió, me miró con una extrañeza que no pudo disimular. Algo se quebró en el fondo de mi ser. Era Estefanía, pero ya no era mi Tefy. Mientras hablábamos, percibimos la distancia insalvable que nos separaba.

En las semanas siguientes, el cuerpo maduro de Celina comenzó a deslizarse en mis sueños. Durante el día, su presencia me seguía como un perro silencioso. Todos coincidían en que volver a Dureno era una locura, que un abismo separaba nuestros mundos. Para mí no había dos mundos; éramos las dos mitades de un solo mundo y Celina era la única verdad que conocía.

Llegué a Dureno bajo una lluvia inclemente. El Aguarico se había desbordado y vastas zonas estaban bajo el agua.

—¿A qué has vuelto? —preguntó míster Duglas, sonriendo al verme bajar de la canoa—. Vienes por la india, ¿verdad? ¿¡Are you crazy, Jaguar!? —Me sirvió un vaso con licor y encendió un cigarro—. Allí hay una caja con cosas para ti —dijo, señalando con la mano mi antigua oficina—. Celina could wait for you all her life. Tuve que convencerla de que era una pérdida de tiempo. Life is movement, like a river. — Señaló el río con un gesto de sus cejas. —La verdad… ya te imaginaba en Katmandú.

—¿Sabe dónde está ahora? —pregunté.

Movió la cabeza en señal de negativa.

—Sé que Isaac la llevó río abajo por el Cuyabeno. His brother told me que, cruzando la frontera hacia Colombia, vive una tía que es partidora o partera, you know. Aquí las noticias don't have ni pies ni cabeza…

El humo del cigarro difuminaba el rostro de míster Duglas. Mientras sus labios seguían moviéndose, no podía sacarme de la mente la figura inmarcesible de Khuvu, suspendida a contraluz frente al cuarto de máquinas. En la caja de madera, sellada con cuerdas de pita, las cartas que nunca envié, las semillas y plumas que nunca se convirtieron en collares y el vestido de flores rojas que compré para Celina estaban a merced de los comejenes.


18 junio 2025

Héroes de viñeta


 P. Alhazred


Antes de que las pantallas dominaran el mundo, hubo una época en la que las palabras se leían con los dedos, y las aventuras se desplegaban al ritmo pausado del paso de página. Yo era apenas un niño entonces, habitante de una ciudad que aún creía en los héroes de papel y en los silencios de tinta. Como neolector de revistas, me fascinaban los anaqueles llenos de colores, las formas rectangulares de cada publicación, los tamaños variados que invitaban a imaginar. Y eso bastaba.

Cada lunes era un ritual: salía de la escuela con la urgencia de quien huye hacia lo verdaderamente importante. Atravesaba parte de la ciudad hasta aquel local angosto y cálido donde se alquilaban revistas como quien arrienda pasajes hacia otros mundos. Allí me esperaban Kalimán, el hombre increíble, Águila Solitaria, Arandú, el príncipe de la selva, Memín Pinguín, Orión el Atlante, Tom y Jerry, entre otros. Iniciaba con Kalimán, con su turbante blanco, su sabiduría serena y sus gestas imposibles. Él no solo vencía enemigos; vencía mis temores. Volar desde ese cuartito mal iluminado era mi manera de existir en grande.

Treinta y dos páginas de viñetas podían sostener mi esperanza durante toda la semana. Kalimán regresaba cada lunes como una promesa renovada. Y yo, niño lector y fiel discípulo, lo recibía con una mezcla de fervor y necesidad. A veces pedía unos minutos más: “Un momento más, abuela”, decía, sabiendo que aquel instante encerraba la eternidad.

No me eran indiferentes las revistas del anaquel prohibido: fotonovelas eróticas que solo los grandes podían leer, ocultos tras una pequeña puerta, en otra sala de lectura donde el misterio se volvía más denso.

Pero el tiempo, como los héroes, también sabe desaparecer. Un día, el local ya no estaba. Sus estantes vacíos eran más elocuentes que cualquier cartel. Las revistas comenzaron a venderse en quioscos: menos frecuentes, más frágiles, como si supieran que su mundo llegaba a su fin. Yo compraba lo que podía, cuidaba lo que tenía, hasta formar con los años una pequeña biblioteca de asombros.

El papel fue cediendo terreno. Las pantallas ganaron. Los héroes ya no eran dibujados, sino renderizados. Los niños dejaron de leer con las manos y comenzaron a deslizar el dedo en silencio. Hoy, dicen, todo está a un clic de distancia, pero a veces me pregunto si eso no es, en realidad, un poco más lejos.

Aún conservo aquellas revistas. Las saco de vez en cuando, como quien visita a viejos amigos. No solo por nostalgia, sino por gratitud. Kalimán me enseñó que no hay límites cuando se viaja con la imaginación, y que la palabra —impresa o digital— sigue siendo el vehículo más poderoso que tenemos para escapar del encierro y conquistar otros mundos.

Hoy aquellos locales de lectura se han extinguido. Los niños juegan, crean y se comunican en universos virtuales, donde el héroe es el avatar que más seguidores tiene. Pero yo, coleccionista de textos, aún creo en esos relatos que caben en un pliego doblado, en esa magia simple que ocurre cuando una historia, impresa o no, te cambia por dentro.

Porque leer, al final, sigue siendo el acto más silenciosamente revolucionario que podemos cometer.

14 junio 2025

Marina

 


Ulises Díaz


Hoy ha vuelto a llover a cántaros como aquella tarde del entierro. No es abril ni mayo, es un martes cualquiera de febrero, por estos días hace un año que Pedro nos dejó. No soy de los que recuerdan fechas o conmemoran efemérides, pero Marina ha colmado de flores los jarrones y ha encendido velas en su cuarto. La casa está inmensamente hueca, y según parece, poblada de fantasmas que se agitan por aquí y por allá. Que suben las escaleras a pasitos sigilosos o se ocultan tras los setos del jardín jugando escondidillas. A veces tengo la impresión de escuchar risitas o llantos apagados de niños cruzando el callejón de los geranios. Marina vive con ellos a diario; no sé si se los imagina, pero yo he terminado por creer que son reales.

Por estos días hace un año que dejó de hablarme, justo después del sepelio de nuestro hijo. Marina tiene el sueño liviano y padece de insomnio. Cuando despierto en la madrugada la escucho vagar por la casa hablando con las fotografías, desempolvando muebles o puliendo los ventanales hasta que llega el alba. Por las tardes, cuando regreso del despacho, veo con envidia los hogares iluminados con bombillas. Marina está convencida que esto de la electricidad es cosa del demonio y mantiene la casa bajo el mortecino régimen de los fanales. Sé que no deja de pensar ni un instante en él, pues cuando amanece siempre hay una pequeña flor frente a su fotografía.

Los primeros días después de la partida de mi hijo intenté dialogar con ella, contarle que también para mí fue terrible aquella pérdida, pero su dolor no aceptaba parangones y sus pupilas, siempre esquivas, no volvieron a encontrarse con las mías. Me he quedado prisionero en un silencio tan grande como la casa. Sé que para ella existo de alguna manera y siempre tengo ropa limpia y comida caliente, pero nuestro diálogo ha ido menguando de pequeñas frases a simples monosílabos. A veces, cuando coincidimos en algún lugar de la casa —aunque últimamente evito encontrarme con ella—, baja la vista y pasa de largo, yo me quedo angustiado con una procesión inveterada de palabras atascadas en la garganta.

Entre los dos ya no existe el tiempo, solo una línea inconexa de sucesos que se entrecruzan en un presente cada vez más irreal. Las tardes son una monotonía en gris perpetuo. Tengo la impresión de que ha paramado todo el año. Nos cobija una llovizna persistente que llena de musgos y puebla de ranas las paredes. No he dejado de soñar con peces y caracoles desde la muerte de mi hijo.

Ahora es cuando más extraño los días soleados en el huerto de los capulíes. Los niños trepados en las ramas y el sol brillando sobre sus cabecitas doradas. ¡Dios mío, no sé en qué momento les crecieron alas! Primero partió Victoria a continuar sus estudios en Barcelona. La última vez que la vi decía adiós en la estación del tren con su mano enguantada en piel de ante y luego… solo sus cartas, su alma desparramada en la blancura del papel, añorando la escritura inconfundible de la madre o del hermano.

Nunca imaginé lo que vendría después. Esperamos lo mejor del porvenir sin sospechar que el destino tiene sus propios planes y los ejecuta inexorablemente. Mi padre solía decir: «¿Quieres ver a Dios sonreír? Cuéntale tus proyectos.» Marina ha perdido esa alegría de vivir y me arrastra con ella hacia un desierto en el que solo resuenan los ecos del pasado. El recuerdo de nuestro hijo lo tiñe todo; a veces descubro sus manos nevadas arrastrándose sobre el vetusto teclado del piano o sus ojos vacíos contemplándome detrás de los cristales.

Lo más inaudito es que aún guardo la noticia de su muerte como incubando un puñal para herir a la buena de mi hija, que aún lo ignora todo. Cuando pregunta por la madre no tengo otra invención que la de sus ojos enfermos: «Mamá se está poniendo ciega». Y si pregunta por Pedro le digo que está bien: «Ya sabes cómo es él de descuidado. Un día de estos terminará por escribirte. Te manda abrazos».

Marina ha renunciado al mundo, hace meses que no abandona la casa, soy su único contacto con el exterior. Al mediodía después del trabajo acudo a la farmacia o a la tintorería. Cuando no voy al telégrafo paso por el correo a recoger las cartas que llegan de todos lados. Ella se ha olvidado que tiene madre, que tiene hermanos y hasta una hija… se marchitó del todo en un solo día. Los domingos en la misa del alba rezo por mis hijos, pero, sobre todo, lo hago por ella. La gente que la conoce y la quiere me pregunta por Marina. Mi respuesta es siempre la misma: «Está reconvaleciendo, pronto la verán por aquí». Ojalá y eso fuera cierto.

Una tarde, de esas diluviales, regresé a casa temprano a causa de un resfrío que me indispuso en la oficina, accedí por la puerta de servicio que se encontraba abierta. Colgué el abrigo y el sombrero mojado en el perchero y me deslicé sigilosamente hacia mi cuarto; al cruzar al lado de la ventana que da al patio interno, la vi hablando con las plantas. El ruido de la lluvia en la cubierta y el estruendo de los truenos que acompañaban esa batalla interminable de luz y sombra, me mantuvieron en secreto.

La contemplé largamente. Su rostro cobrizo y su cuello delgado estaban marchitos por la lluvia inclemente del reloj; pero su cuerpo lucía perfecto, inmarcesible bajo el camisón mojado que delineaba sus formas voluptuosas aún. Marina, de pronto, con los pies descalzos y llenos de barro, se puso a danzar al rítmico compás de las gotas de lluvia, abandonada en un ritual sonámbulo. Se veía libre y feliz como yo quizá nunca volvería a serlo. Desde entonces dejé de compadecerla y empecé a soñarla junto con los peces y los caracoles.

Esta mañana ha llegado una carta de Cataluña, la dejaron en el buzón. En el sobre estaba escrito mi nombre con una caligrafía impecable, al reverso decía: «Remite: Victoria Saavedra». Hace tiempo que no tenía noticias de Victoria ni de su esposo. Antes de la muerte de Pedro sus misivas llegaban mensualmente, pero iban dirigidas a Marina. «Asuntos de mujeres»; me decía Marina sonriente y me iba comentando las nuevas de forma puntual: «Victoria aprobó las materias sociales, Victoria comenzó su doctorado, Victoria en Paris, Victoria en Venecia…» Siempre tuvo una conexión profunda con sus hijos, a veces me anticipaba las nuevas antes de que le dijesen las cartas.

—He soñado —me decía— que Victoria ha conocido al chico de su vida.

En otra ocasión me dijo que nuestra hija estaba muy enferma.

—¿Y tú cómo lo sabes? —le pregunté.

—Porque lo siento como una punzada aquí en el vientre —me contestó tocándose la parte baja del abdomen.

Recuerdo una tarde de sábado que guisaba pavo para una cena con amigos, los niños jugaban en el huerto de los capulíes; Marina salió disparada de la cocina, atravesando la sala donde los amigos tertuliaban, con las manos untadas en aliños. Iba gritando: ¡Pedrito, cuidado, cuidado! Llegó a tiempo al patio trasero para atrapar a su hijo que se caía de una rama. Cuando le preguntamos cómo lo supo, nos respondió tirante por el susto: «Cosas de mujeres». Me comentó después, cuando quedamos a solas, que el pavo que yacía con el cuello tronchado había abierto los ojos y en la impresión que le causó, vio a Pedro cayéndose de la rama.

Abro la carta que tengo entre mis manos como una nave, como una carabela que ha cruzado el atlántico, tiene un aroma a sal y a recuerdos. Hay cosas tan mías dentro de esta carta y tanta soledad en mí que quisiera habitarla hasta las últimas líneas. Me quedo en ella sin prisas. Victoria me transporta sobre el rumor de las palabras. Por primera vez en tantos meses un rayo de luz atraviesa la ventana y veo florecer los azahares en el naranjo del patio. «Vas a ser abuelo, dile a mamá que me escriba, que conteste mis cartas, ahora la necesito más que nunca».

Sostengo entre mis manos esta carta poblada de mayúsculas preciosas y pienso en ella como un pasaporte capaz de franquear el silencio de Marina. Respiro hondo, me lleno de esperanza. Cruzando el pasillo, a seis escalones está su cuarto, tal gravedad se apodera de mi cuerpo que me parece una distancia insalvable. Con mucho sigilo llego a la puerta de su alcoba, oigo un ruido de voces, como si ella dialogara con alguien, luego risas y palabras vagas. Con dos golpes anuncio mi presencia:

—¡Marina, Marina!…

Un largo silencio se hace en la alcoba.

—¡Marina, es carta de Victoria, son buenas noticias!

Espero un tiempo prudente como para que ella meditara su decisión. Todo es silencio, deslizo entonces la carta abierta por el umbral de su puerta.

La luz a través de la ventana duró muy poco, esa misma tarde volvieron las lluvias y las tierras anegadas se desbordaron otra vez sobre los caminos; desde su quicio, contemplo el campo allende de las tapias. En las propiedades de enfrente, las vicuñas resignadas bajo sus abrigos empapados parecían efigies talladas en la brumosa melancolía del tiempo. Los días seguían cayendo con inclemencia, las ranas poblando los rincones, y yo soñando con peces y caracoles.

Marina se volvió aún más hermética, en la casa se escuchaban solo los ecos de mis pasos, parecía que incluso los fantasmas se habían esfumado. Comencé a preparar los alimentos y a cuidar de mis asuntos personales, antes de salir a la oficina le dejaba una bandeja con el desayuno en la puerta de su alcoba que se mantenía siempre cerrada. En la tarde cuando regresaba la bandeja me esperaba en el mismo lugar, consumida a veces, a veces a medias. Respondí la carta de Victoria, le conté —a modo de escusa—: Que la visión de mamá estaba empeorando, que ya no lee ni escribe mucho, pero está contenta con la noticia y le envía sus bendiciones. «¡Qué más daba si después de una mentira, seguía una procesión de buenas intenciones!».

Nuevas cartas continuaban llegando. Victoria me contaba los pormenores de su embarazo. El parto se esperaba para mediados de mayo. Empecé a redactar las cartas como si fuesen dictadas por Marina, llenándolas de consejos que solo una madre podría decir a su hija —conocía de hace mucho las opiniones de Marina al respecto de los niños—. Victoria se mostraba optimista, su caligrafía se volvía cada vez más preciosa y se iba poblando de pájaros y de flores: «Si nace niña se llamará como la abuela y si es varón lo llamaremos Pedro».

Mientras su felicidad se desbordaba por la blancura del papel, mi soledad, disfrazada de alegría, se iba expandiendo; atravesando los caminos desde las alturas de los Andes, a lo largo de mares inmensos, sobre las crestas espumosas de las olas, hasta llegar a manos de mi hija con la apariencia de albricias.

Mayo estaba por terminarse y las noticias no llegaban, el temporal hacía intransitable los caminos. Los carteros, perdidos bajo sus ponchos de hule, emergían de la niebla de cuando en cuando, pero ninguna carta de Victoria. Una mañana temprano, encontré a Marina armada con hoz y con tijeras limpiando los yerbajos que habían invadido el huerto. Buscaba algo entre el follaje abigarrado, la maleza lo había poblado todo. Desde hace mucho que no se diferenciaban los senderos que recorrían hasta la bodega donde se guardan las herramientas, ya ni siquiera recuerdo cómo eran los bancos del jardín, sólo sé que eran de piedra. Viéndola así, distraída, subí despacio con la esperanza de sorprender la intimidad de su cuarto y satisfacer esa curiosidad que me apresaba.

Como lo esperaba, lo encontré cerrado. Forcé el seguro con un cuchillo de mesa y entré. En medio de una penumbra sostenida por un tenue quinqué, apenas podía distinguir los contornos de los objetos que allí habitaban. Un olor a incienso se esparcía en el ambiente y un ruido como el crujir de un gozne oxidado le imprimía a la escena una dimensión extraña. Unos segundos después que mis pupilas se acomodaran logré distinguir sobre su cama una figura humana. Se me cortó la respiración y tuve que forzar a mi pecho a henchirse varias veces hasta recuperar la calma.

Miré estupefacto cada detalle de la habitación. Era un collage impresionante que desnudaba ante mis ojos la mente torturada de mi esposa. Sobre la antigua cama matrimonial, simulando un cuerpo extendido con un brazo sobre el pecho, yacía el traje de graduación de Pedro impecablemente planchado. A través de la abertura de la chaqueta fulguraba su camisa blanca con el cuello rematado por una corbata de pajarita. De entre las mangas de la chaqueta sobresalían unos guantes blancos y de las bastas de sus pantalones azules, las medias celestes de colegial se prolongaban hasta dentro de sus zapatos de charol que se mantenían inexplicablemente verticales. Como si alguien realmente descansara sobre ese lecho.

Me invadió una mezcla de terror y de ternura. Me acerqué a la figura con la intención de abrazarla, de levantarla y esperar a que camine… Por suerte, mi cordura se mantuvo unánime. Con la visión turbada por las lágrimas, contemplé el rostro de mi hijo que sonreía desde una fotografía enmarcada en un óvalo de cedro. En la cabecera de la cama, entre los restos de cera derretida, el remanente de una vela todavía flameaba imprimiéndole a su rostro la sensación de movimiento.

Los veladores se habían transformado en altares de dioses de todas las religiones. Todos los animales divinos estaban allí. Todas las efigies dignas de adoración y; sobre las paredes, trazadas en rasgos fugaces, las primeras formas de la geometría sagrada. Una colcha cubría la ventana a manera de cortina, cegando casi por completo, la poca claridad que procedía del huerto.

En el suelo, a un lado de la cama, sobre una estera de esparto, dos viejas mantas dobladas formaban un lecho rígido que, flanqueado por pilas de libros, le daban el aspecto de un sórdido nido en el que Marina se sumergía cada noche y del que surgía cada mañana como de un huevo primordial. El ruido de una puerta que se cerraba en el patio me devolvió a la realidad. Dejé la alcoba en puntillas. No sé si huía del peligro inminente de ser descubierto o de la perturbadora visión de aquella alcoba que un día también fue mía. No sé cuánto duró la «visita», porque tuve la sensación de que el tiempo no existía en el interior de esa pieza.

Me alisté para la oficina con la mente en blanco. Coloqué el impermeable sobre mis hombros como un autómata; luego calcé unas botas y un sombrero a ese homúnculo que me representaba en el espejo del recibidor y me lancé a la calle. Caminé sin rumbo entre la niebla. El pueblo se me antojó como una extensión de ese cuarto extraño: los contornos brumosos de los árboles, las etéreas siluetas de las edificaciones, la fantasmagoría de las cúpulas de la iglesia que parecían flotar libres hacia el cielo. El tañido de las campanas me sorprendió perdido por unas callejuelas que hace mucho no las frecuentaba y recordé que salí con rumbo al trabajo.

Mi oficina está en la segunda planta del edificio de la junta parroquial, allí malvivo desde hace más de veinte años manteniendo al día los libros de contabilidad. La oficina queda a unas cuantas cuadras de la casa, siguiendo un zigzagueante sendero al margen de un río de cristal —claro, en verano— que desde hace mucho que es un monstruo de color ferroso como el barro que muerde los zapatos. Regreso sobre mis pasos, ensimismado, cavilando en las extrañas imágenes de ese cuarto: «¿¡Qué hace, qué busca, qué pretende con esa parafernalia macabra de rituales!? Es como si quisiera exorcizarlo, divinizarlo, redimirlo». Así de inextricable se me hacía la mente de mi esposa.

Al medio día regreso a casa, de camino al pueblo contemplo a los vecinos que recogen en sacos de yute los peces que la creciente de la noche anterior ha dejado atrapados, aún vivos, en los baches anegados de la vía. Todavía rumiando las sorprendentes imágenes de esta mañana, paso por las oficinas del correo. Detrás de un mostrador de madera resquebrajada, Aurelio saluda con parsimonia, mientras sus pies lo llevan a rastras desde el mostrador hasta la estantería de las entregas.

—Hace rato que llegaron las cartas, hay una para vos, te la iba a enviar a la oficina, pero el guambra de los mandados —se coloca los lentes con manos temblorosas— no ha venido hoy. Parece que todos andan de pesca.

—Así parece.

Miro la carta que Aurelio toma del perchero y la reconozco por los timbres postales.

—Es de Vicky —me dice, mientras me la entrega—. ¿Tu nieto habrá nacido ya?

—Supongo que sí. Ya te lo haré saber.

Con una palmada en la espalda me despido de mi viejo amigo. Al volver a la calle, comienza a paramar, guardo la carta sin abrir en el bolsillo del impermeable y camino de regreso a casa, abrigando la esperanza de que finalmente Marina cambiará de actitud ante un acontecimiento de tal trascendencia.

A la entrada me detengo frente al portón desvencijado, ganado por un musgo que le lame los hierros oxidados y que al abrirlo rechina anunciando la llegada de propios o extraños; lo cruzo y sigo de largo hasta la casa. A punto de llegar veo a Marina plantada en el umbral de la puerta principal. Estoy pasmado ante semejante visión espectral y no atino a decir nada más que: ¡Marina!

—No quiero que traigan más desastres a esta casa —me dice en tono airado. Inconscientemente me llevo la mano al pecho donde guardo la carta de Victoria.

—¡Marina! ¡Querida! Se avecinan buenos tiempos, nuestra vida va a cambiar. ¡Tiene que cambiar!

Me acerco despacio buscando delicadamente su complicidad. Me mira con ojos penetrantes y toda su locura que ahora me es patente se expresa en su mirada, luego mueve su cabeza en señal de desaprobación.

—¿Es que no entiendes? ¡Nunca lo vas a entender! Los buenos tiempos para nosotros ya no serán ni en los recuerdos.

Saco la carta que llevo atesorándola en mi pecho y se la extiendo.

—No tienes que dármela, no necesito leerla, sé lo que trae… Después de un invierno como este solo nos queda un siglo de otoño.

—¿Qué es?, ¿Qué es lo que trae?

Estoy seguro que si ella me lo dice no necesito ni leerla. No me responde, solamente se da vuelta, cruza el callejón de los geranios con dirección al cuarto de Pedro sin volver la vista atrás, segura de que sigo sus pasos; me dice mientras asciende las escaleras:

—Tú no estuviste la mañana en que descubrí el cuerpo inerte de tu hijo en su cuarto colgando de una viga. Tú no viste su bello cuello de bronce estrangulado por el cáñamo ni te asomaste al infierno de sus ojos dilatados. Yo, yo sola tuve que bajarlo, usando una fuerza que de seguro me la brindó el demonio, porque Dios… no sé dónde estaba Dios la noche en que Pedro se quitó la vida. —Su voz se cargó de ira—. No has vuelto a su cuarto, ¿verdad? —Y abrió la puerta—. ¡Ven! —me dijo, volviendo su rostro y tocando mi mano después de siglos de ausencia.

No pude hacerlo, no pude entrar en ese espacio que para mí quedó vedado desde aquel suceso. Mucho menos ahora después de la insólita experiencia en el cuarto de Marina.

—Acá vengo cada noche cuando sueño —me dice, y un escalofrío me sube por la espalda—. ¿Quieres venir conmigo? ¿Quieres hacer vela con los ausentes?, porque tu nieto también está aquí desde hace algunos días. ¡Los Pedros están malditos!

Marina estaba delirando, yo no podía más con estas escenas de locura. Dejé la casa y corrí hacia la calle, llegué hasta la oficina, a puerta cerrada leí la carta. La preciosa caligrafía de Victoria se había tornado en rasgos quebradizos y vacilantes, luego de muchas lamentaciones me decía que el niño había muerto en el parto. Un caso que los médicos denominan: circular de cordón alrededor del cuello del bebé: esa fue la causa; es frecuente que se presente, pero es raro que provoque la muerte.

¿Qué más podía esperar? Me quedé pensando en Marina: sola en esa casa, en ese cuarto poblado de fantasmas. La amaba profundamente, pero no quería que ese fuese mi mundo. Así estuve largo tiempo mientras mis emociones se estancaban, solo entonces pude contemplar hasta el fondo el espíritu de mi esposa. No era el vacío que quedó en el espacio cuando Pedrito partió, lo que la atormentaba. Era…era, sobre todo, la angustia que pesa sobre el alma de los suicidas que no pueden descansar en tierra sagrada. Marina había pasado de este Dios cristiano al que yo no puedo más que obedecer sin dilaciones. Ella pugnaba por un Dios más antiguo, primordial, un Dios cósmico al cual confiar el alma de su hijo.

La gente comenzó a llegar para el turno de la tarde.

—No para de llover —me dice Gabriela, la secretaria.

—No, no para —respondí.

Afuera las hojas de los árboles seguían balanceándose por el leve martilleo de las gotas de lluvia y el viento aullaba perdido por los callejones.

11 junio 2025

Por el bien de todos



P. Alhazred

A veces me descubro al mando de mi nave, inmerso en una misión estelar contra piratas y monstruos galácticos, todos engendrados en los pliegues de mi imaginación. Reconozco a los tripulantes: rostros de mi niñez, colegas del pasado, sombras queridas de otros tiempos. Basta con decir “salir del juego” y despierto en mi habitación.

Me llamo Logan. Transitamos el año 48 del Siglo 1, desde que abandonamos las cronologías dictadas por credos, profecías o supersticiones, y adoptamos un calendario cósmico, más acorde a nuestro lugar real en el universo. Desde entonces, todo parece haberse ordenado, o al menos, eso creemos.

Hoy casi todos llevamos un microreceptor insertado en el cerebro. Graba todo. Cada instante, cada emoción, cada recuerdo. Luego, mediante un visor de realidad virtual, puedo revivir mi vida como quien hojea un álbum. Pero no es solo una herramienta nostálgica: si soy testigo de un crimen o accidente, mis recuerdos se vuelven evidencia, propiedad pública, parte de los archivos de la Policía Planetaria. No hay derecho a negarse. Aclaración necesaria: lo que sucede en los juegos va a carpetas especiales, de acceso limitado y formato eliminable.

Quién diría que nuestra conciencia —el núcleo más íntimo y abstracto del ser humano— acabaría siendo un archivo transferible. Muchos tienen a sus padres, hijos o parejas fallecidas guardados en objetos domésticos, como reliquias capaces de hablarles al oído.

La vida social se rige por una calificación holográfica visible en 3D: una puntuación sobre cinco estrellas que regula con quién puedes trabajar, hablar, incluso amar. Yo soy un 3,8. Con algo de esfuerzo, quizás llegue a 4,0. Solo los que superan el 4,5 pueden acceder al monitoreo total de sus hijos: a través de una app instalada en la conciencia visual, pueden ver todo lo que ellos ven, en tiempo real. Literalmente.

Ya no existen países. El mundo es administrado por una inteligencia central nano-distribuida, que registra nuestras reacciones a cada estímulo, y en base a ellas, define las tendencias de consumo, las relaciones personales y las rutas de evasión digital. No sabemos dónde está esa entidad. Ni siquiera si tiene forma humana.

Mi jornada consiste en pedalear ocho horas diarias en una bicicleta estática que alimenta la planta energética local. A cambio recibo “virtudes”, la moneda con la que accedo a bienes y recompensas. Este año espero juntar dos millones. Más virtudes, más libertad. O eso dice la propaganda.

Conocí a Katherin en una app de citas. El algoritmo nos asignó cinco semanas juntos. Al cumplirse el plazo, nos desconectaron. Decidí permanecer inactivo: es el único gesto de rebeldía que el sistema me permite sin penalización.

Hoy, el amor ha mutado. Aquellos con un ranking mayor a 4,6 pueden diseñar a su pareja ideal en simuladores afectivos. No más corazones rotos. No más desilusiones. Amor a la carta.

Yo prefiero pedalear un par de horas extra para mejorar mi nave, ganar más insignias, conquistar planetas con mi tripulación imaginaria. Allí nadie me califica. Allí nadie me abandona.

A veces escucho rumores de disidentes, individuos que decidieron vivir fuera del sistema: sin implantes, sin rastreo, sin estrellas. Dicen que viven como antiguos nómadas, al margen de toda red, como en la era previa a los primeros smartphones. Salvajes, les llaman. Rebeldes.

Y a veces, mientras pedaleo en silencio, una parte de mí —pequeña, casi silenciada— se pregunta si ellos nos observan desde la sombra, si alguna vez sabrán que aún hay alguien aquí adentro, bajo los sensores, bajo las estrellas, recordando cómo era sentir sin ser medido.

Quizá algún día, cuando nadie mire, deje de pedalear.

Solo por el bien de mí mismo.

07 junio 2025

La noche en que florecieron los guayacanes

Ulises Díaz


Cuando el ómnibus se detuvo, Zafiro abrió los párpados y un cielo brillante se reflejó en sus ojos azules, los miles de curvas y recovecos de la carretera la traían mareada y al borde de la náusea. Se levantó despacio, estiró los brazos y sus articulaciones tronaron al unísono. Los pasajeros más diligentes comenzaban a descender del autobús. Miró a su compañero que aún dormía ajeno a las incomodidades del viaje. Lo vio tan frági como un cachorro, no entendía por qué sus amigas lo encontraban atractivo, pero ella no estaba impresionada. «Sencillamente no hay química», pensó. Este viaje, mas que por trabajo, le venía bien como un escape del mundo cuadriculado de las oficinas, quería olvidar a su excónyuge y su cara peluda se le aparecía por todas partes. Luego de una prolongada separación, los papeles del divorcio habían llegado a sus manos, hacía apenas unos días, y aún no decidía si alegrarse o sentirse triste.

—¿Ya arribamos? —preguntó Alex medio dormido. —¡Qué pena! No soy un buen compañero de viaje, es que traía un cansancio de... —La mujer le cortó en media frase con un movimiento negativo de cabeza.

—No te preocupes —dijo, es un viaje de trabajo no de placer. Cargó su mochila al hombro y siguió por el pasillo.

En un terminal polvoriento, de un pueblo perdido en las estribaciones de los andes occidentales; Alex, ya despierto del todo, sonreía optimista mientras parloteaba sobre lo excitante que prometía ser el viaje. No terminaba de creerlo, era un sueño hecho realidad: Zafiro, una periodista reconocída, además de hermosa y elegante; la mujer más deseada del canal, viajaba en su compañía. ¡Y todo un fin de semana por delante! Estaba tan ansioso que no sabía cómo comportarse; hablaba con las manos y su cuerpo exultante no podía ocultar la felicidad que lo embriagaba. Ella mantenía un semblante sombrío y a veces sonreía por cortesía.

—Me imaginé que te gustaba la aventura —dijo el chico, al ver lo parco de su semblante.

La mujer sacudió la cabeza y una nube de polvo se desprendió de sus cabellos.

—¿Aventura? —replicó un tanto contrariada, luego desvió su mirada sin pronunciar otra palabra.

Los transportes seguían llegando y la plaza, llenándose de gente. Una multitud abigarrada que parloteaba a gritos y reía a carcajadas se cernía como una plaga de langostas en el pequeño caserío de Pindal.

—¿Dónde nos hospedaremos?, ¿habrá un hotel decente en este paraje abandonado? —preguntó la mujer.

—Seguro que algo encontraremos —respondió el chico, poseído por el optimismo.

La comarca ardía con un sol de mediodía que apenas proyectaba sombras. Zafiro y Alex eran de los primeros periodistas que llegaban al pueblo y, a pesar de que el chico hablaba de aventuras, estaban allí por trabajo. Tenían que reportar para el canal en el que laboraban un raro evento natural que sucede anualmente coincidiendo con las primeras lluvias: el florecimiento de los guayacanes. Año tras año, grandes extensiones de bosque seco se tiñen de amarillo, dejando a sus moradores sumergidos en un alucinante océano de luz. Este evento es efímero, dura lo que dura un parpadeo del cielo, unos pocos días, luego caen las flores que son devoradas por cerdos y chivos, volviendo el paisaje a vestirse de monotonía.

La mujer acomodó su mochila. En ella cabían dos mudas de ropa y un pequeño neceser que contenía; cosméticos, repelente, unos Kleenex, un tubo de tabletas de antiácido y un frasco con gotitas de valeriana para calmar sus nervios. Luego, metió a presión dentro de su bolso de mano un rollo de cables y la caja con el micrófono. Alex, que la miraba embelesado, en un arranque de afecto, intentó acomodar el cabello arremolinado que caía sobre la frente de su amiga. Ella esquivó la cabeza con un movimiento instintivo.

—¡Perdón! —dijo él, un tanto abochornado—, no quería importunarte, fue cortesía.

Se enfrascó en un discurso sobre la caballerosidad, pero las razones que esgrimía no lograban ocultar sus soterradas emociones. Zafiro hizo como si nada.

—Hazte cargo de la cámara, el trípode, la maleta… te dejo lo más «fácil» —dijo ella mirándolo a los ojos como buscando una reacción de protesta en su compañero, luego giró y avanzó en dirección al pueblo con una sonrisa contenida. «Son todos unos perros» —repitió para sus adentros.

Alex acomodó los enseres como pudo, se puso el trípode bajo el brazo, la maleta sobre su cabeza y siguió el rumbo de Zafiro. La mujer estaba decidida a llegar cuanto antes al pueblo, pero se detuvo en un pequeño rellano que daba al sur del caserío impresionada por el paisaje. Contempló el cielo diáfano, de un azul hipnotizante. Unos pocos estratos en forma de briznas de algodón desperdigados en la línea del horizonte, alimentaron en la reportera la esperanza de que algo de humedad ascendía por el lado del Pacífico. «Quizá mañana llueva y podamos grabar la floración completa», pensó. Bajó la mirada y una extensión interminable de matorrales yermos sometidos al calor abrazador del mediodía refulgían ante sus ojos.

A su izquierda se vislumbraban las siluetas caprichosas de los guayacanes desperdigadas por aquí y por allá; los pocos que habían florecido lucían sus copas cuajadas de un amarillo intenso, y vibraban como una miríada de mariposas bajo el embate de un viento que provenía de la costa. Una sensación oceánica invadió el pecho de la mujer. Respiró profundo, cerró los párpados y flotó por un instante en ese oleaje caleidoscópico de colores solares. Así se mantuvo, con los ojos cerrados por un lapso corto de tiempo, hace mucho que no sentía tanta magia, tanta paz. La palabra aventura intentaba echar raíces en su cerebro y pensó en el chico. Sabía, sin mirarlo, que su joven compañero estaba ahí detrás plantado estoicamente, pendiente de sus decisiones. Entoces sintió un poco de pena, quizá hasta algo de ternura, pero el rostro de su ex volvía a revolotear en su cabeza como una polilla maléfica.

Alex la contemplaba ajeno al bullicio de los motores y al ajetreo de la gente que seguía llegando, ni siquiera el peso de su carga menguaba el júbilo de tenerla cerca, en su mente era ella la protagonista. El fotógrafo novel había movido cielo y tierra para ganarse el derecho de acompañarla en este viaje.

—Bueno —dijo ella volviendo hacia su compañero—, vamos por una ducha caliente y algo para calmar el hambre.

—Seguro —contestó Alex lleno de optimismo, —Verás que encontramos algo decente. Te vas a sentir mejor.

Avanzaban con pie firme sobre la cuesta empinada que los conducía al pueblo, esta vez él iba delante. Vestía camiseta verde con patrones camuflaje, chaleco caqui y jockey verde militar, con visera del mismo color que el chaleco, a cuya sombra centellaban unos grandes ojos marrones. Su tipo no era común: nariz respingada, pómulos marcados y quijada cuadrada con la barba a medio crecer. Tenía las piernas largas, de talla más alta que la del promedio, sus anchos hombros colmaban la camiseta. De brazos velludos, antebrazos fuertes y puños de hierro. En el dorso de la mano izquierda llevaba tatuado la A circundada de los anarquistas y en el antebrazo derecho las iniciales de Soziedad Alkoholika. Cuando la mujer lo vio aventurarse por la mitad del pueblo, con toda esa parafernalia a cuestas, sintió algo que no había sentido en el par de años de haberlo conocido: ternura. A su mente acudió la imagen de un adorable héroe de historieta cómica, más que la de un camarógrafo de televisión.

La tarde la pasaron en un hostal de mala muerte, sin ventilación y con escasa dotación de agua, asediados de mosquitos que burlaban los toldos mal zurcidos. Alex se asomaba con cualquier pretexto a la habitación de Zafiro, que le faltaba dentífrico, que necesitaba repelente; abrigaba la esperanza de sorprenderla en paños menores. Cuando cayó la noche, salieron en busca de comida aguijoneados por el hambre.

—Parece que esta noche no lloverá —dijo Zafiro

Hurgaba con un tenedor plástico unos frijoles revueltos con arroz y él, un pedazo de carne seca de alguna especie de animal que no lograba identificar aún. Era una mujer «grande» para él —quizá los separaba una década—. Alex la miraba como en éxtasis, sin encontrar la forma de abordar con ella sus sentimientos. Cuando estaba a punto de decírselos sentía que era muy temprano, pero a la vez sentía que se le hacía tarde, el fin de semana pasaba volando.

—¿Qué te preocupa —preguntó ella—, se te agotaron las pilas o no te gusta la comida?

—Nada de eso —dijo él, disimulando su ensimismamiento—, estoy pensando que si esta noche no llueve, mañana no tendremos guayacanes que filmar. —Miró al cielo. —Ojalá que llueva.

—Si no llueve tendremos que esperar más días de lo planeado —Zafiro lo dijo como una premonición y Alex se sintió culpable de abrigar el secreto deseo de que no lloviese, al menos en un par de días más.

—Seguro que llueve —respondió condescendiente—, los nativos aseguran que siempre llueve en la temporada de floración.

Pindal se iba colmando de turistas desprevenidos que no encontraban un sitio donde hospedarse. Zafiro y Alex merendaban en el único lugar que atendía hasta la noche. Cuando Bernardo los descubrió, la pareja se encontraba sentada frente a una mesa despatarrada, bajo un improvisado tinglado cubierto con manteles plásticos. «¡Qué sorpresa!», pensó. Como buen sabueso que era, llegó hasta el kiosco guiado por el olor del aceite cocido. Su asombro se volvió dicha al reconocer en aquella escena, digna de una película de Fellini, a su exesposa en compañía del joven fotógrafo.

La mujer se llevó una sorpresa. El tipo parado frente a ella era su ex, el mismísimo Bernardo del Prado, el presentador de las noticias de la tarde en el canal gubernamental. Alto, fornido, con unos dominantes ojos negros y una barba espesa y bien acicalada; frisaba los cuarenta. Se acercó sonriente e hizo la venia llevando su mano derecha al pecho justo sobre el corazón, de ahí a los labios, a la frente, y luego la extendió en dirección a la mujer con una pantomima teatral. Zafiro no sabía si reír o llorar, Alex estaba congelado; era lo último que podía suceder, lo identificó de inmediato —¿quién no conoce a Bernardo del Prado?—, Zafiro lo invitó a sentarse a regañadientes, pero su corazón le galopaba dentro del pecho.

Desde que llegó Bernardo no paraba de hablar. Le contó a Zafiro que había terminado definitivamente con su asistente —la «vedette» causante de su separación—, le habló sobre sus proyectos, inclusive le ofreció a su ex un cargo mejor remunerado en el ministerio de comunicación.

—Estamos realizando una serie de reportajes para promocionar la imagen turística del país.

Llevó la mano al bolsillo interno de su blazer de verano y sacó un folleto que colocó en la mesa. Zafiro lo miró con curiosidad. En la cara principal del tríptico estaba el rostro sonriente del presidente con un slogan que decía: All you need is Ecuador.

—¿Llegaste en el último turno? —preguntó Alex para romper el monólogo de Bernardo.

—No —respondió—, llegamos en un camper que nos facilitó el canal. Además, tenemos una camioneta con todo el equipo cargado —lo dijo con arrogancia al tiempo que se atusaba la barba con la mano.

La conversación se prolongó por cerca de una hora hasta que los comensales de las mesas aledañas empezaron a retirarse al ver a los vendedores desarmar la improvisada fonda. Terminado el stock de la cocina, embalada la vajilla en el interior de las ollas vacías, se levantaba el negocio en medio de los lamentos de la multitud que esa noche tendría que acostarse con el estómago vacío. Zafiro y Alex se despidieron de Bernardo y caminaban en dirección del hostal, cuando Bernardo los llamó:

—¡Hey!, ¿en serio piensan retirarse?

Se detuvieron y, volviéndose, se miraron el uno al otro sin saber que responder, Alex tomó la iniciativa:

—Estoy muy cansado —dijo, buscando alguna excusa para librarse de su compañía—, hemos tenido un viaje terrible y mañana hay que salir temprano para Mangahurco.

—¿Y tú Zafiro, estás tan cansada como para perderte un Jack Daniels que nos espera en el camper? —espetó Bernardo.

La mujer lo pensó por un instante, luego miró a Alex, lo vio tan desvalido que volvió a sentir una extraña ternura por el chico. Sin embargo, en su interior, una fuerza que no podía controlar la empujaba hacia su ex. Era una mezcla de ira, de curiosidad y quizá… todavía amor; en el fondo guardaba muchas preguntas sin respuesta. La mujer tomó al chico por el brazo y haciendo un guiño le dijo:

—¿Por qué no? Vamos, total, los guayacanes no irán a ningún lado.

Una cálida sensación le invadió el cuerpo al sentir el brazo de Zafiro engarzado con el suyo.

—Vamos —dijo armado de valor. Era la primera vez que la sentía tan íntima.

La casa rodante esperaba estacionada en el rincón de un descampado, donde alguna vez existió un parque; destacaba entre las improvisadas tiendas de campaña que los turistas habían levantado en el sector. Zafiro iba del brazo de Alex, y aunque la brisa nocturna la hacía tiritar, el calor que emanaba el cuerpo cercano del amigo la recomponía, pero lo mejor era su olor, tenía algo grato, algo acogedor.

Mientras caminaban, la voz grave de Bernardo se imponía al grillar de los insectos nocturnos. Zafiro venía pensando en la bendición de contar con el chico en un momento como este. Lo imaginó valeroso, indestructible a pesar de su juventud y se estrechaba al cuerpo del muchacho. Tal vez no era un rival de la talla de su ex o tal vez sí. Bernardo no se inmutaba por la intimidad de sus acompañantes y conversaba seguro de su elocuencia y su buen sentido del humor. De tanto en tanto, bromeaba a costa del joven; ya por sus tatuajes o por su vestimenta, lo veía demasiado ingenuo, demasiado poco para considerarlo un rival.

El camper era el territorio de Bernardo y se sintió a sus anchas, hablaba con todo el desparpajo sobre sus últimos logros, mostrando sendas fotografías con políticos y personajes del jet set, él mismo se sentía una estrella en ascenso. Entre copa y copa les hablaba de sus éxitos recientes, de su última gira por Europa.

—¡Qué no hubiese dado! —le dijo a Zafiro—, por ver la puesta del sol desde los puentes del Sena contigo. Contemplar como el astro se diluye en las aguas del río, mientras los cruceros encienden sus luces y se alejan bajo la tutela de la Torre Eiffel.  La mujer,  a la que ya no le impresionaban sus aires de poeta, sonrió con sarcasmo.

—Me imagino que estabas muy bien acompañado —le dijo cortandole la inspiración, mientras un pulso de rabia se agitaba en su sangre.

No era envidia, era una ira contenida. En los pocos años de casada tuvo una vida discreta, sin lujos, sin viajes, sin grandes acontecimientos; solo la rutina de la casa, los celos de Bernardo y sus constantes negativas a que ejerciera la profesión de periodista. Su trabajo en el canal fue la causa, según su exmarido, del comienzo del fin de su matrimonio. La botella de Jack Daniels terminó en el cesto de basura y los ayudantes de Bernardo, que participaban en la tertulia, salieron en busca de más licor.

La mujer se aventuró afuera a tomar el sereno, la luna aparecía a media altura, recortada en su circunferencia sobre un cielo metálico. Avanzó unos pasos en dirección al parque mirando por aquí y por allá, nada en concreto. Su silueta perfecta, iluminada por detrás con la luz cálida que provenía del camper, resplandecía dentro de las gasas de lino que la cubrían. Su pelo ensortijado, ahora mimado por ungüentos y perfumes, flameaba como la zarza ardiente de la leyenda bíblica. Bernardo y Alex, que la contemplaban embelesados, se sintieron diminutos, como criaturas desnudas, indefensas frente a la magia infinita de una figura de mujer.

Lo último que se podía encontrar en Pindal a esas alturas era licor.

—¿Qué hora es? —preguntó la mujer cuando retornó al Camper.

—Hora de retirarse —contestó Alex.

—¡Apenas las diez! —intervino Bernardo—, ¡qué pena! En la capital las farras recién comienzan a las doce. ¿No me digan que en su tierra a las diez ya están metidos en el «estuche»? —Con unos años trabajando para el gobierno Bernardo ya se consideraba capitalino, y claro, todo un hombre de mundo.

—¿Qué te diré…? —contestó Alex, aburrido de las bromas de Bernardo—. Si tuviese una bola de cristal, hubiese traído licor y quizá hasta una guitarra, pero —se quedó pensando— cargo una «bola» de yerba, y sin dejar de mirarle a los ojos sacó de su chamarra una cantidad de grifa del tamaño de una pelota de pimpón. —¿Tú que has hecho de todo, seguro que también le haces a esto? —Lo retó.

Bernardo, dudó un instante y disimulando su sorpresa consultó con Zafiro:

—Y tú, ¿sí le haces?

—¿Por qué no? —respondió ella con toda naturalidad—, la noche parece propicia.

—Por supuesto, ¿¡por qué no!? —dijo Bernardo sin considerar que nunca había fumado mota, ya que Zafiro fumaba, él no quería quedar como un «zanahoria».

—¿Y qué si les invitas a los chicos? —preguntó Alex.

—No, no —interrumpió Bernardo—, mucho «sapo». Luego van a difamarme en el canal.

Se despidieron de los chicos y caminaron hacia un recoleto, lejos del bullicio. Alex desmenuzó la yerba dentro de su gorra para que el viento no la dispersara, la mezcló con algo de tabaco para bajarle el grado y la roló en un lillo. El porro tomó la forma de un bate de béisbol en miniatura. Lo encendió con dos caladas hondas y lo pasó a su nuevo amigo.

—Primero las damas —dijo Bernardo, señalando a Zafiro.

—No —insistió Alex—, es de malas romper el ritual. La procesión va por la derecha —y volvió a ofrecer el porro a Bernardo que se encontraba a su diestra.

—Bien —dijo este, y se armó de valor. Carraspeó un par de veces como para limpiar las vías respiratorias y se lanzó al vacío. Dio una calada superficial y expulsó un humo gris y denso, luego otra totalmente inocua.

—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo Zafiro sonriendo—, pero si lo haces, tienes que hacerlo bien.

Tomó el porro que su exmarido sostenía entre sus dedos índice y medio como si fuese un cigarrillo de marca y lo sujetó como toda una experta: entre el índice y el pulgar. Se dio un par de caladas profundas manteniendo la respiración, luego exhaló sin prisa. Bernardo estaba fascinado mirando como afloraba, tras las siluetas caprichosas del humo, el rostro de la mujer que un día fue su esposa. Era el rostro de una diosa griega, de una medusa de ojos profundos y labios generosos.

—Vamos, hombre de mundo —musitó la mujer—, inténtalo de nuevo. —Y le devolvió el canuto.

Fascinado por la visión el verdadero Bernardo surgió redimido del miedo, se dio dos caladas francas, hasta tres y rompió a toser. Tocado ya por los primeros vapores de la yerba, Alex contemplaba la escena como una representación del pecado original: Zafiro se llamaba la serpiente enroscada en el árbol del bien y del mal y Bernardo el primer humano en transgredir las reglas llevado por el deseo.

«Si hubiésemos fumado en una manzana tendríamos la representación perfecta de la tentación en el jardín del edén», pensaba Alex, pero la tos persistente de Bernardo lo sacó del vuelo.

—¡Basta, basta! —dijo Alex—. Suficiente para una primera vez. 

Bernardo estaba con el rostro congestionado y con los ojos llenos de lágrimas, pero decidido.

—¿Cómo sabes que es mi primera vez? ¡Yo he fumado con Bob Marley! —afirmó con aplomo.

Era la frase detonante con la que se puede comenzar una historia cómica. Todo lo místico, todo lo trascendente del momento se desgranó en puras risotadas. Bernardo estaba eufórico, liberado, no lo creía, se sentía en el paraíso. Flotando en esa sensación de relajamiento, de completitud el cielo podía esperar. Tan relajado estaba, que se abrazaba de Alex como si fuesen viejos amigos. Ahora entendía esa frase que leyó alguna vez en una calcomanía, con forma de hoja de cannabis que uno de sus hermanos tenía pegada en el refrigerador: «Deja para mañana lo que puedas hacer hoy». Alex le daba las últimas caladas al porro.

—Yo le remato —dijo Bernardo y, tomando el porro como todo un experto, lo fumó hasta la base, hasta sentir el fuego de la chicharra entre los dedos.

—Cógele suave —advirtió Alex—, cógele suave.

Bajo los efectos del cánnabis surgió otro Bernardo, uno más sensible, menos parlanchín, nada vanidoso, incluso parecía profundo. «¡Te amo!», le gritó a su ex abriendo los brazos hacia el cielo. La luna se había ocultado tras una nube de plata. «¡Siempre te he amado mujer bendita!» repitió con su voz de presentador de televisión y en un arranque de locura intentó abrazarla. Para su propio asombro, la mujer se sintió abochornada. Miró a Alex que contemplaba la escena con una mueca de burla en los labios y, esquivando el embate de Bernardo, se hecho a reír a carcajadas. Su joven amigo, contagiado por lo hilarante del momento, se tumbó en el pasto y rio hasta las lágrimas. Bernardo se sintió desplazado. Él, que era un hombre de mundo, de pronto se dio cuenta que había mundos en los que no cabía.

—¡Qué onda la tuya! —dijo Alex aún riendo—. Estás en otra película.

El mal momento sumado al frío de la noche, causaron estragos en la salud de Bernardo. Estaba pálido como un fantasma, de pronto comenzó a vaciar el vientre en violentas arcadas. Los amigos lo abrigaron y lo dejaron en el camper al cuidado de sus compañeros. «Mañana estará bien —dijo el chico—. Le cogió la “White”», y dirigiendose a zafiro que estaba con cara de preocupada, afirmó entre risas: «La marihuana solamente hace daño a los tontos o a los cholos». Zafiro no pudo contener una carcajada. Era una venganza de la vida y los amigos la estaban disfrutando.

Con Bernardo fuera de juego, emprendieron el viaje de regreso. El chico la abrazaba por la cintura mientras subían la cuesta que llevaba hasta el hostal, una suave llovizna se cernía sobre el pueblo. La mujer, tocada por la magia embellecedora del THC, comprendió por qué sus amigas lo veían tan irresistible. La luna volvió a asomarse tras la nube bañando de luz las flores de los guayacanes, que comenzaban a abrirse en la humedad de la noche.

04 junio 2025

Olas de realidad



“Ningún mar en calma hizo experto a un marinero.”
— Proverbio inglés


Paúl R. Alhazred

El mar rugía con un brío que parecía ancestral. Las olas se alzaban y se rompían como si compitieran por alcanzar la orilla, estrellándose contra la arena con estrépito. A lo lejos, sobre las crestas de ese oleaje indomable, surfistas jugaban con el equilibrio de las primeras olas de la mañana, deslizándose con destreza apenas humana, desafiando la gravedad por segundos, antes de ser engullidos por el agua como ofrendas inevitables.

En la orilla, Kike observaba. Sentado sobre la arena húmeda, mantenía la mirada clavada en el horizonte, allí donde el cielo y el mar se confundían en un trazo borroso. Era como si en esa línea incierta se diluyera también su certeza sobre el propio rumbo.

Más allá de la playa, por las calles polvorientas de Bahía Serena, un grupo de chanchitos retozaba entre las huellas de turistas. Kike los siguió un instante con la mirada: pequeñas criaturas, indiferentes a las mareas, avanzando con obstinación por un mundo que no pretendían comprender.

"La vida es como surfear", pensó. "Todo consiste en encontrar la ola indicada."

Imaray y Kike habían llegado la noche anterior. Él la invitó a un fin de semana playero y la recogió en San Jacinto del Mar, punto intermedio de las ciudades donde vivían. Imaray venía desde Río Verde. Kike la esperó con una mezcla de ansiedad y temor, pues se decía a sí mismo que no la conocía bien. Hasta llegó a pensar en la posibilidad de desertar del encuentro e irse solo a Bahía Serena.

La idea del viaje surgió durante una semana que habían compartido en su departamento de Nueva Esperanza, ciudad donde trabajaba y se habían conocido. Días de juego, de palabras suaves; noches de pieles, de gemidos. La idea se concretó sin que ninguno tuviera que insistir demasiado. Kike se amilanó cuando Imaray dijo que llevaría a sus dos hijas. Pero aceptó. Al fin de cuentas, solo quería volver a perderse en su oleaje.

Se conocieron en el Imperio Night Club de Nueva Esperanza que Kike frecuentaba casi a diario. Le llamó la atención que ojeaba un libro mientras esperaba ser llamada por algún cliente. Conversaron largo tiempo esa primera noche. A más de su figura esbelta, piel canela y ojos que lo desarmaban, le atraía esa mezcla de tristeza, valentía, sinceridad y un acento extranjero que le resultaba difícil de entender.

Una noche de viernes que el ambiente no era muy propicio en el cabaret, Kike la invitó por primera vez a su departamento casi sin esperanzas de que aceptara. Se sorprendió al verla sacar sus maletas y pagar la multa para retirarse del trabajo lo que quedaba de la noche. Apenas tres meses habían pasado desde aquella primera noche a solas y hoy se encontraban en la playa, con sus niñas jugando en la arena, como una familia improvisada, feliz en su fragilidad.

Kike conocía bien la vieja regla: nadie va a un night club a enamorarse. Pero también sabía que toda regla guarda su excepción, y con el tiempo —de tanto repetirlas— uno aprende a intuir cuándo es preciso romperlas.

Una vez instalados en la casa playera que Kike alquiló para la ocasión, tuvo una sensación extraña al cargar a la más pequeña en brazos, sintiendo un amor tibio y sereno, parecido al que conoció años atrás con sus propios hijos. En ese momento todo le parecía posible: que el mar les diera una tregua, que Imaray le abriera un espacio en esa vida tan llena de corrientes subterráneas.

Kike preparaba un biberón de fórmula en la cocina. El sonido de la leche llenando el recipiente era como un metrónomo íntimo, marcando un ritmo nuevo en su vida. "Ridículo, sí —se dijo—, pero también extrañamente humano y vulnerable."

Recordaba las palabras de Imaray, una noche empañada en lágrimas en que renegaba de los deberes de la maternidad y encogida en sus brazos. "No quería tenerlas, pero las tuve. Contando los dos abortos, llevo años embarazo tras embarazo."

Aquella confesión dejó a Kike con el pecho apretado; desnudaba, sin ornamento alguno, las hondas injusticias de este mundo y el absurdo consuelo de proclamar que todos somos iguales.

Así transcurrió ese día de maratónica playa. El mar violento los golpeaba y los atraía como amante celoso. Salían del mar para volver a entrar. Se ensuciaban con arena y sentían la salada sensación de que toda la vida planetaria emergió de ese caldo primitivo.

Caminaron por la playa. La tela liviana adherida al cuerpo de Imaray por la humedad dejaba ver la esbeltez de sus piernas. Kike contaba los minutos para volver a encontrarse a solas con ella, sin testigos, sin deberes, sin horarios.

Llegó la noche. Cuando las niñas por fin cayeron en un sueño profundo, se encerraron en el dormitorio matrimonial. La noche era densa, cargada de sal y deseo. Ambos jadeaban con la excitación que dan las hormonas al máximo. Imaray se sorprendía de la extrema energía de Kike. —Pareces de veinte —le dijo. Para Kike era un sueño del que no quería despertar.

Pero despertaron. El mar seguía embravecido. Los surfistas continuaban su danza frenética sobre las olas. Kike volvió a contemplar el vaivén del océano desde la terraza de la casa, atrapado en un bucle de pensamientos.

"Ayer pensé que fue un error venir aquí con ella y sus hijas… pero si lo es, es el error más hermoso que he cometido."

En eso sintió los brazos de Imaray rodeándolo desde atrás. Su abrazo, espontáneo y cálido, lo trajo momentáneamente al presente. Ella se movía con un ritmo suave, acompasado por el lejano sonar de unas marimbas. El sol mañanero los envolvía, derramando luz y fuego sobre su piel.

Sin pensarlo, Kike la alzó en brazos y en su mente se vio avanzando con ella hacia el corazón del mar. Las olas, fieras y desordenadas, parecían abrirse en un gesto de efímera indulgencia, como si el océano mismo comprendiera su anhelo de redención. Pero el rito se quebró de súbito por el llanto urgente de la bebé, recordándole que en la orilla siempre lo aguardaba la realidad.

"Si no fuera por la vida que llevas…" pensó Kike, "no me importaría ser el padrastro de estas criaturas."

El resto del día transcurrió como una coreografía forzada. Caminaron juntos por el malecón de la ciudad en busca de pañales y cosas para la bebé. Imaray, despampanante, acaparaba las miradas. Kike sonreía, a medio camino entre el orgullo y la inseguridad. No podía tomarla de la mano: en una llevaba a Ashley, en la otra sostenía el bolso con las cosas de la bebé.

"Lo que uno hace por follar…" pensaba con una mueca irónica, imaginando una súbita respuesta ante alguna mirada conocida.

Fue entonces cuando entró esa llamada que Imaray había rechazado un par de veces. Su voz se tensó al contestar:

—Esta semana no voy —dijo a su interlocutor—, estoy con las nenas.

—Es el papá de la bebé —le dijo a Kike, bajando la mirada—. Quiere verla un rato y viene para acá. Él me está ayudando a conseguir trabajo… no puedo decirle que no.

Kike quedó en silencio. Era como sentir el mar retroceder bruscamente antes de una gran ola.

—No te preocupes, te esperamos con Ashley en casa —le respondió con una sonrisa forzada.

La resignación se mezclaba con la ternura, como sal con la sangre. Se besaron en la puerta de un restaurante. Kike se quedó allí, viéndola alejarse, sabiendo que esas horas se alargarían como la eternidad.

El mar, inmutable, seguía rugiendo en la distancia. "El mar nunca deja de moverse", pensó. "Como las decisiones, como los errores. Siempre vienen y se van, se retiran y regresan."

Y con ese pensamiento, comenzó a caminar de nuevo con su pequeña acompañante. Una repentina tormenta los alcanzó mientras se dirigían a casa; la lluvia golpeaba la arena y formaba riachuelos improvisados por las calles. En uno de ellos, un pequeño chanchito negro quedó atrapado, sin atreverse a cruzar. Ashley se detuvo, mirándolo con ojos preocupados. Antes de que pudiera pedírselo, Kike se adelantó y, con un gesto suave, ayudó al animal a llegar al otro lado. La sonrisa de la niña fue su recompensa más pura en todo aquel día incierto.


Entre ella y yo

P. Alhazred Angélica posee una estampa espectacular. Su figura y sus medidas la ubican en el prototipo de modelo casi perfecta. Piel morena,...