28 junio 2025

Luigi Fantino: una verdadera historia de ficción

 



Ulises Díaz


A simple vista, escribir puede ser tan natural como respirar. Sentarse frente a un bloc armado con una pluma, acudir al pasado por algunos recuerdos, mezclarlos con algo de fantasía, cocerlos con una pizca de humor o de nostalgia, cosas por el estilo —se entiende que posees de antemano competencias necesarias como el lenguaje y la pericia para llenar folios con tu puño y letra—. Fantino, en su juventud un escritor galardonado, ahora era historia. Habían pasado tres décadas desde que retornó de Europa en medio de halagos y celebraciones. La diosa de la fama lo acogió en sus brazos antes de cumplir la mayoría de edad. No podía ser de otro modo: poseía una mente prodigiosa volcada sobre los libros desde la infancia, era apuesto y de verbo fácil, con ese… no sé qué, que la gente llama carisma.

Su padre, un marino mercante italiano que recaló en un puerto del Pacífico ecuatorial huyendo de la guerra, terminó como dueño de la piscifactoría más grande de la zona. Su madre, una aristócrata porteña hija de un magnate bananero, lloró a mares cuando a su pequeño Luigi lo arrancaron de sus brazos y lo enviaron a estudiar en Florencia. Pero ¿quién se acuerda de ello? Hoy es un obscuro habitante, uno más, de la pujante ciudad porteña. Su encarnizada batalla con la heroína lo volvió silencioso y desconfiado.

De aquel largo y fatídico romance con la diosa de la amapola, quedaban los escombros: un yonqui reciclado de barba canosa y rala, de nariz protuberante, con profundas entradas en la frente, alto y delgado, pero ventrudo. Sus ojos perdidos bajo unos párpados lívidos parecen mirarte desde el fondo del averno. Solo cuando sonríe se deja ver en él una veta de humanidad, el último rastro de aquel joven prodigio que llegó una tarde soleada a Cabo Azul, su tierra natal, con la fama de novelista laureado.

Ahora que andaba limpio, tras décadas sobreviviendo en el marasmo de las drogas; ahora que estaba a flote, pero «sin ningún puerto a la vista» —como solía decir con sarcástica sonrisa—, buscaba el sentido de su vida. Lo «rifó» casi todo: familia, fortuna, por no hablar de los cientos de historias regadas en cuadernos carcomidos por la humedad, o en sucias servilletas extraviadas entre bares y fondas de mala muerte. Excepto su casa, un chalet semivacío, de paredes desnudas, con amplias habitaciones llenas de luz que hacían más grande su soledad, no le quedaba mucho: el bote en el que laboraba y cientos de libros desperdigados por los rincones. Había vendido o empeñado lo que podía tener valor en el mercado: pinturas, muebles, incluso las medallas y diplomas recibidos por su novela.

La casa estaba encaramada en lo alto de un acantilado, a un costado de la bahía. El flanco derecho, expuesto constantemente a la brisa que procedía del mar, le daba a la construcción el aspecto de un viejo navío corroído por el salitre. En otros tiempos —vivos aún sus padres— fue escenario de fiestas y celebraciones; luego, el nido de un hogar con dos «gaviotas» que volaron muy temprano. Tras el abandono de su esposa, se convirtió en guarida de adictos y hotel de paso para mujeres de turno que compartieron con él vicios y fortuna. Hace rato que la hubiese vendido, de no ser un bien patrimonial. En varias ocasiones intentó restaurarla, pero los fondos después de su caída nunca fueron suficientes.

Ya derrotado, en sus períodos de sobriedad —cuando el «mono» de la abstinencia no lo poseía— probó oficios varios: bisutero, repartidor, ayudante de cocina siempre expuesto a las burlas de aquellos que alguna vez envidiaron sus dones y su fama. Vagando por los muelles conoció el mundo de la pesca. Se inició como ayudante en botes de viejos pescadores. Con el tiempo el mar lo redimió: su silencio, su paz, la calma con que a veces le mecía vaciaban su mente de remordimientos, solo entonces podía escuchar el susurro de sus personajes y, de a poco, adivinar el fondo de sus historias. Porque nunca se olvidó de escribir, de cuando en cuando, algo suyo aparecía en la gaceta local bajo un seudónimo que mantenía su anonimato.

Su rutina era levantarse antes del alba, preparar las líneas, cargar los señuelos, remendar las redes conforme iba rumiando sus teorías, descubriendo a sus personajes, conociéndolos a fondo hasta enamorarse de ellos. Sentir que sus sufrimientos eran su propio sufrimiento: «Si no conoces a tu personaje, si no lo ves desnudo, si no amas sus virtudes ni odias sus defectos, no lo ubiques en el teatro de la historia, porque el escenario y la trama emanan de ellos como la energía de la materia». Tenía sus fórmulas, a veces elocuentes, a veces enigmáticas. Mar adentro, lejos de los dealers, en el paraje de su soledad, prefería el sonido de las olas, el murmullo de la brisa a las voces de los hombres. «De la rosa —de ayer— solo nos queda el nombre», parodiaba a Eco recordando el runrún de la muchedumbre en sus tiempos de gloria.

Construyó su propio bote para evitar las contingencias de sus antiguos patrones, los pagos miserables y los malos tratos de algunos pescadores que lo conocieron en el vicio. Se echaba al mar temprano iluminado por los faros de la avenida que bordeaba la rivera y regresaba después del mediodía. Vendía la pesca en hoteles o restaurantes esparcidos a lo largo de la playa. A veces almorzaba en alguno de ellos algo frugal, cuando no llevaba una pieza de bonito o de bacalao para cocinar en casa. La humilde labor de un pescador era lo justo para sus aspiraciones, disponía de la tarde y de la noche para escribir: el único antídoto contra el sinsentido de su vida.

Una idea persistía en sus cavilaciones: escribir una última obra. Algo catastrófico que, «acabara con esta humanidad absurda… aunque sea en el papel», solía repetir para sus adentros. Una guerra, una epidemia, quizá un apocalipsis tecnológico —en un mundo enganchado en las redes sociales, la imagen de los humanos agonizando como los peces que atrapaba en sus mallas de pesca le parecía premonitoria—, era lo que estaba de moda. Pero no sabía de tecnologías, es más, las detestaba. Cuando le hablaban de las bondades de los móviles, los ordenadores y la web, opinaba que ya había tenido suficiente con las drogas como para descender al abismo inhumano de los algoritmos. «Salir de las llamas para caer en las brasas», sonreía.

Como escritor de descubrimiento decidió partir de personajes simples e irlos conflictuando según el argumento fuese tomando cuerpo. Un argumento que consistiera en múltiples arcos de tramas, que, sucediéndose al unísono en el orbe, confluyeran en un momento y circunstancia común para todos ellos. Según él, en este cruce de caminos debían terminar las narrativas individuales y comenzar la historia colectiva, algo así como un plot point general que diera un giro sorpresivo a todas y cada una de las narraciones iniciales. Un deseo sería el norte para la totalidad de sus personajes: sobrevivir al apocalipsis. El escenario aún estaba por verse: la tercera guerra mundial, la rebelión de las máquinas o el día del juicio final. Debía escribirla, ya no por vocación, sino para reafirmar el sentido de su vida frente a quienes un día lo amaron; incluso por venganza, por silenciar las burlas y desprecios de aquellos que habían sido sus «amigos».

Después de cada faena de pesca, entre el café de la tarde y los antiácidos de la noche, trabajaba en su nuevo manuscrito. Siempre fascinado por el inagotable despliegue de imágenes que emergen de un párrafo, en esa ecuación cuasi alquímica entre dos mentes: la fija en el papel y la caleidoscópica mente del lector, era allí donde sucedía la magia. Pasaba las horas más gratas de su vida sumergido en el mundo de la tinta y la celulosa. Cada noche antes de acostarse dejaba a mano los aperos para la pesca del día siguiente y ordenaba su escritorio. Se aferraba a sus rutinas sin desviarse un ápice, sabiendo que, al romperlas, podía deslizarse hacia el abismo de su antiguo vicio.

Cuando tomó la decisión de comenzar a escribirla, se apoyó en los oráculos. Estos le brindarían a su novela esa atmósfera de presagio que tanto gusta al lector. Desempolvó el libro de Nostradamus: Las Profecías y lo puso junto con el Nuevo Testamento sobre una parva de periódicos que yacían en su mesa de trabajo. Al día siguiente después de la pesca, buscaría con la precisión de un relojero esa fecha de inicio. Se acostó tarde hojeando periódicos, algunas cuartetas de Las Profecías y repasando versículos del Apocalipsis de san Juan; llevándose ideas y personajes en la mente para rumiarlos durante la faena de pesca. Sabía que gran parte del proceso de escribir historias no ocurría frente al escritorio.

A la mañana siguiente, con el mar en calma, navegaba tras un banco de albacoras. Con la mano tensa en el sedal, su mente tejía posibles escenarios: «El 11-S, la caída de las Torres Gemelas, es un buen punto de partida hacia una catástrofe mundial», especulaba. Disponía de todo el legado de Osama bin Laden para desarrollar una línea argumental que condujera hasta la explosión de una bomba nuclear. Sus personajes estarían desperdigados en los diarios a partir de esa fecha. Había que sumergirse en los montones de periódicos que le regalaban en la gaceta para la que escribía desde hace años y que se arrumaban en los rincones de la casa. Esa tarde averiguó que el 11-S cayó en martes.

Así se pasó semanas combinando escenarios y personajes, trazando diferentes arcos de tramas y urdiéndolos, pero se sentía atascado. Se volvió supersticioso por influencia de premoniciones y epifanías. Un buen día despertó con la certeza de que una mala energía rondaba en la casa. Machete en mano taló unas matas de «guanto» que crecían silvestres en la entrada, había leído sobre ellas y sobre el poder maléfico que duerme en sus flores. Abrió las ventanas y aireó los cuartos. Cubrió el único espejo que tenía en el baño para no enfrentarse a su mirada siniestra. Estaba decidido a eliminar todo influjo que pudiera interferir en su clarividencia. Tuvo la precaución de levantarse con el pie derecho como solía recomendarle su madre y antes de ir a la cama repetir mantras indescifrables con la esperanza de que le infundieran sueños reveladores.

La temporada alta de turismo estaba por comenzar, los hoteles y restaurantes se abastecían de provisiones. La demanda de frutos de mar crecía, pero los aguajes de inicios de diciembre lo tenían varado en tierra. Mañanas grises se sucedían entre aguaceros y lloviznas. Tardes plúmbeas, ventosas, con oleajes que amenazaban devorar las cabañas a lo largo de la playa. El puerto y la ciudad, al otro lado de la bahía, seguían su rumbo. Él solía bajar al centro los fines de semana a dotarse de lo necesario y se marchaba tan pronto como llegaba. Sin poder hacerse al mar, esa mañana se adentró en la ciudad evitando, claro está, esos lugares manidos donde los dealers y los «tiburones» de las drogas merodeaban.

Sentado en el parque de la Unión, contempló a la gente apresurada, absorta en asuntos triviales. La cantinela de los voceadores y el ruido de los autos que se apretujaban por acceder a un mercado cercano lo distrajeron de sus meditaciones. Se levantó y siguió la avenida que bordeaba los acantilados hasta la parte más saliente del cabo, donde se encuentra la iglesia de Nuestra Señora de la Merced. Desde esa atalaya miró hacia el sur: el mar embravecido devoraba las rocas del acantilado ya resignadas a su carácter voluble. Más allá, hacia el sur profundo, la gran bahía, otra ora luminosa de un turquesa transparente, permanecía sumergida en un banco de nubes amenazantes. Algunas gaviotas extraviadas volaban bajo buscando refugio.

Acostumbrado al mar, conocía la inclemencia de los elementos y la aceptaba, porque detrás de ella no había más voluntad que las leyes naturales. El oportunismo, la ingratitud, la «inclemencia» de la gente era lo que no podía perdonar. Mirando al norte, contemplando la ciudad, sintió como el rencor le enturbiaba la mirada pensando en los miles de seres que poblaban esa colmena sucia y humeante, en las tantas historias truculentas que se incubaban bajo cada tejado, detrás de cada ventana… Ignorando las protervas intenciones de nuestro personaje, la metrópoli se extendía turbulenta tierra adentro hacia la base de la montaña, hasta unas tres millas de la playa. Era un puerto de aguas poco profundas donde florecía el comercio de la pesca.

Esa tarde, sus planes cambiaron. Un apocalipsis atómico no bastaba para hacer justicia, debía ser un mal gradual, una lenta agonía, porque la humanidad merecía eso y más. Largas horas ojeando revistas y periódicos le sugirieron diferentes argumentos y todo tipo de personajes y tramas. Pero fantasear contra el marco de la historia era demasiado alambicado. Los hechos ya estaban cristalizados en las noticias y a sus personajes le quedaba poco o ningún margen para la imaginación. Luego de tantas horas de comerse el «coco», decidió empezar in medias res, con la certeza de que algo apocalíptico se cernía en el aire: guerras, calentamiento global, corrupción mundial… No en vano los predicadores sabatinos anunciaban el fin de los tiempos. La mañana del veintisiete de diciembre del dos mil diecinueve descubrió en un puesto de revistas una noticia de portada: era lo que estaba esperando.

«Varios casos de neumonía atípica se reportan en los hospitales de Wuhan, China. Las autoridades sanitarias aseguran tener todo bajo control…».

¡Un virus respiratorio! La leyó meticulosamente, y sin tiempo que perder, se puso manos a la obra. A pesar de su reticencia para ir a la ciudad acudió a la biblioteca. Investigó lo que había disponible sobre la influenza española de mil novecientos dieciocho, el cólera, la peste negra y las plagas que azotaron a la humanidad desde la Edad Media. Lo hizo para tomarle el pulso al fenómeno: ¿Cuáles podrían ser las variaciones psicológicas de los individuos?, ¿cuáles las socio-antropológicas? Todo para medir los comportamientos del grupo humano y las modificaciones culturales que una epidemia podría provocar. Descubrió que, en el noventa y siete en China y en el veinte y dos en México, se hablaba de un virus aviar con la potencialidad de desatar una pandemia: el H5N1. «¿Quizá era el mismo? Comenzó a redactar:

Las metrópolis del siglo XXI se desplazaban hacia el futuro a una velocidad de vértigo. La humanidad había alcanzado el Fin de la Historia vaticinada por Fukuyama. La Aldea Global de McLuhan florecía bajo un cielo con más satélites que estrellas y en los ciclotrones se trituraba el átomo hasta tocar a la partícula de Dios. Eran días de grandes promesas: El mapa del genoma se exponía obscenamente en los laboratorios y una nueva raza de programadores diseñaba un cerebro universal al cual llamaba: Inteligencia Artificial. Se habían superado las especulaciones más audaces de la ciencia ficción. Pero adentro, en el mundo de carne y hueso, en el mundo de a pie; la humanidad agonizaba de soledad, de mezquindad, de injusticia. Eran todos contra todos envueltos en el celofán de lo políticamente correcto. Sin saberlo, el mito de Sísifo latía en cada hombre o mujer que se explotaba a sí mismo hasta el cansancio, sin sentido alguno.

Una madrugada, a fines de diciembre del dos mil diecinueve, Jiang Xiao despertó empapado en sudor. Emergió de un sueño absurdo: se ahogaba en una gigantesca piscina llena de sangre. Su madre fallecida, le llamaba desde el borde con los brazos abiertos como invitándole. El rostro de la mujer emanaba paz, pero Xiao la miraba desconfiado. La sentía extraña, como una impostora que le atraía con engaños. Ella chapoteaba con los pies el líquido sanguinolento y entre salmos indescifrables repetía el nombre de su hijo: «Xiao, mi pequeño Xiao…» Continuaba delirando aún despierto. Tenía la impresión de que alguien lo estaba observando. Unas lágrimas, como de lava, le quemaron las mejillas recordando a la madre que solía despertarle para ir a la escuela. Era la fiebre… La sensación de ahogarse no lo abandonaría hasta que falleció unas semanas después.

Fue un ingeniero genético, trabajaba para el Instituto de Virología de Wuhan manipulando secciones de genomas virales, una labor tipificada como secreta. Días antes del extraño sueño se había reunido con sus amigos en un bar y por la noche fue al teatro de la ópera con su compañera sentimental, sin contar las veces que acudió a un mercado cercano a consumir mariscos…

La teoría del virus escapado del laboratorio era la más atractiva y para nada peregrina en el mundo de la conspiranoia. Continuó su historia describiendo al personaje y ubicándole en los posibles escenarios desde donde se desarrollarían las nuevas líneas de contagio.

Antes del fin de año, el buen clima regresó a Cabo Azul y Luigi se hizo al mar, y aunque esa mañana la pesca no fue generosa, atrapó una albacora de tamaño regular. No sé lamentó de su suerte como otras veces, tenía suficiente para su consumo. Las redes de arrastre de un barco factoría chino había peinado la zona durante la noche y aún se lo podía divisar alejándose hacia el horizonte. Mientras desarrollaba sus teorías apocalípticas y dialogaba con sus personajes, se dejó ir persiguiendo a una familia de jorobadas que saltaban a unas cuantas brazas del bote jugando con su ternero. Al mediodía detuvo la marcha para almorzar, y ojeando el periódico de la tarde anterior descubrió una noticia:

«Clausuran mercado de mariscos en Wuhan. Veinte y siete casos de enfermedad respiratoria están relacionados con este mercado de productos húmedos…».

En ese instante cobró conciencia de que un corazón latía en su pecho. «¡Eureka!», gritó poniéndose de pie —como cuentan que un día lo hizo Arquímedes—. Las páginas que llevaba escritas iban bien encaminadas. De vuelta a su escritorio ubicó a nuevos personajes en el Mercado de Wuhan:

Domingo veinte y nueve de diciembre del dos mil diecinueve, cuatro con cuarenta y cinco. Liao se levantó adolorido y con el pecho cerrado. La noche anterior su esposa le preparó una infusión de té con jengibre para combatir un resfriado. Tenía la esperanza de amanecer mejor. Afuera, la fina llovizna le imprime una pátina charolada a la calzada bajo el influjo de una marquesina color rosa. Su bicicleta es suficiente para salvar la distancia de seis kilómetros que separa su departamento del Mercado Mayorista de Mariscos de Huanan en Wuhan donde laboraba. Esa mañana, por precaución, su esposa le recomendó tomar un Uber. Iba tosiendo dentro del auto mientras charlaba con el conductor.

Una luz intensa deslumbra los cuerpos gelatinosos de pulpos, serpientes y murciélagos que Liao acomoda en las vitrinas de su puesto de ventas. Aún enfermo, tenía que atender el negocio, su mujer estaba sin trabajo y su niño pequeño requería cuidados especiales. En la tienda vecina, bandejas con todo tipo de insectos son ordenadas en sus respectivos estantes. Los camiones repartidores hacen una lenta fila en la entrada de carga. Un inspector, con casco y chaleco naranja, revisa meticulosamente los productos que se venderán…

Para fin de año el gobierno chino tuvo que reconocer que la epidemia respiratoria se le fue de las manos y no le quedó más remedio que hacerlo público. Para entonces, Fantino había desarrollado varias de sus líneas y sus personajes se distribuían por el mundo llevando el virus letal. Aeropuertos, terminales terrestres eran los escenarios que describía en ese momento. En los medios y en las redes comenzaba a sonar la noticia de una epidemia. Él iba un paso adelante, en su historia, Wuhan ya estaba en cuarentena y la enfermedad era una pandemia. Había descrito casos en Alemania en Francia y otros países de Europa. Días después describió contagios en Norte América y luego en América del Sur.

Las primeras imágenes de ciudades desiertas, hospitales abarrotados y operadores de salud embutidos en trajes de protección dieron la vuelta al mundo. Para Fantino, mirar en la realidad aquello que había descrito a la perfección apenas unos días antes, ya no le causó asombro. Se convencía cada vez más de que su pluma era la que vaticinaba el destino de la humanidad. Se metió de lleno a descifrar Las Profecías. Describió con lujo de detalles la paranoia de la gente encerrada en sus casas, levantando muros, desinfectando hasta los víveres que llegaban a sus puertas. Describió relaciones sociales fracturadas y cómo el pánico a la muerte diluía amistades y familias.

Cuando redactaba los primeros contagiados en Cabo azul, dejó la pesca y se dedicó a su novela de lleno, adelantándose a los acontecimientos. Es más, tratando de dirigirlos según sus designios. Días después la alarma llegó a Cabo Azul y comenzaron a surgir los primeros contagios entre sus coterráneos, Fantino estaba desatado llenando páginas como un iluminado. Sus personajes hacían fila en los hospitales consumidos por fiebres y tosiendo sin control, o colmaban las salas de cuidados intensivos conectados a los respiradores. Otros, por fin, desbordaban las morgues y yacían en los corredores embalados en fundas negras con solo una etiqueta numerada que hacía referencia a sus fichas de identificación. En su imaginación la epidemia reptaba bajo las puertas, se deslizaba por los tragaluces y las chimeneas como un ente con voluntad propia. El miedo a la muerte, convertido en recelo hacia propios y extraños, se volvió la norma.

Los días pasaron y una realidad dantesca se apoderó de Cabo Azul. Se decretó el toque de queda y se militarizó las calles del puerto. Para entonces la cepa viral ya tenía nombre: COVID 19. Los borborigmos de la urbe, que como una masa indigesta se extendía sobre el cabo, quedaron en silencio. De vez en cuando, esa quietud hipnótica se interrumpía con el sonido de alguna ambulancia. Desde la terraza de su casa, en lo alto del acantilado, Fantino contemplaba la zona posterior de la ciudad, que se extendía como un cáncer infiltrándose en las colinas. Cuando el viento cambiaba de dirección, le llegaban de lleno el bramido de las olas y ese olor a salmuera de los bacalaos amontonados en las bodegas por el cierre de los mercados. Una alegría velada encendió su mente, aunque luego se transformó en vergüenza.

Cansado de escribir, se detenía a contemplar Cabo Azul tomado por la enfermead. Convencido más que nunca de la labor profética de su novela, veía a la ciudad con los ojos de un Nerón mirando arder Roma. Pero este paisaje, a simple vista, no tenía nada de catástrofe, más bien, lucía como una bendición para la naturaleza. Los botes artesanales varados en la playa, cubiertos de arena por el viento, reverdecían con una alfombra de fino pasto. La ruta del Spondylus, la arteria principal que recorría el puerto, libre de tráfico, desolada, semejaba una cinta gris cosida con puntadas blancas y amarillas a los bordes sinuosos de la bahía. Por la mañana, las iguanas se calentaban sobre el asfalto sin temor a los autos y, a veces, se veía cruzar a algún venado de cola blanca por la carretera. Unos gatos, acicateados por el hambre, invadían en las noches su cocina. Como nunca antes un grupo de lobos marinos descansaban sobre la arena. Los más jóvenes, incluso, se aventuraban por las calles cercanas a la playa.

Aunque desde su terraza no podía contemplar los muelles, los adivinaba quietos: no más sirenas de barcos, ni ruido de máquinas, ni esmog escapando de las fábricas. Convencido de que era cuestión de tiempo para que no quede un solo miembro de la estirpe humana, regresaba a su escritorio para desquitarse con los últimos personajes que agonizaban aferrados a sus afectos. No tenía compasión de niños ni mujeres y se ensañaba con los ancianos. A los más afortunados, a los justos, los dejaba morir en salas aisladas sin más compañía que el sonido de los respiradores. A los crueles, los describía muriendo solos en habitaciones inmundas sin que nadie les brinde un sorbo de agua.

Habría transcurrido algunas semanas desde que comenzó la cuarentena. Una noche escuchó la sirena de una ambulancia acercarse por la vía de acceso a la ciudadela en la que se encontraba su casa. Dejó de escribir para asomarse. Protegido por el cristal de la ventana, vio detenerse al furgón blanco que deslumbraba intermitentemente con su coctelera luminosa la fachada de la casa vecina. Vio bajar a hombres cubiertos con trajes obscuros de pies a cabeza. Semejaban a astronautas, tan parecidos a como él los había descrito en las líneas de su novela —para ese instante ya no discernía entre la ficción de sus escritos y la realidad—. Los vio tirar abajo la puerta, abrir las ventanas y ventilar la casa.

Pudo más la curiosidad y salió a la terraza. Luego de un tiempo que le pareció eterno, los vio salir empujando una camilla que portaba un bulto negro del tamaño de una persona de mediana estatura. Sintió por primera vez la realidad de su juego, cuando un olor nauseabundo le llegó de la villa contigua. No sabía el nombre de la persona fallecida, o a lo mejor lo había olvidado, pero la conocía de siempre. Era una mujer mayor que vivía con sus gatos, usaba lentes sin montura y cuidaba de palmeras y cactus como si fuesen sus nietos. Los sábados por la tarde se reunía con sus amigas a tomar el té y a jugar cartas en el jardín. Recordó que tenía un esposo, un señor alto y huesudo que manejaba un Land Rover. Ese momento se percató que hace años no veía a su esposo por la casa. «¿Quizá la abandonó, quizá murió?».

De vuelta, frente a la madera resquebrajada de su escritorio, Fantino detuvo su pluma. Ordenó los papeles. Tiró al cesto de basura las notas de sus historias. Volvió a pensar en la muerte. Revisó el capítulo dedicado a ella. Analizó una vez más las razones esgrimidas para exponerla como un evento natural, desnudo de sentimentalismos, y estuvo de acuerdo con sus conclusiones. En verdad, él no la temía. Pero había algo más: una angustia densa que se apretujaba en su pecho al contemplar ante sí un océano de soledad. Su novela era impecable, igual que la realidad y ninguna de las dos dejaba escape. Pensó en sus hijos como una tabla de salvación, como una alternativa al abandono, pero tuvo el efecto contrario: su angustia creció. ¿Dónde se encontraban ahora? ¿En algún hospital? ¿En alguna morgue como la mujer que se llevó la ambulancia? No había reparado en ello desde que dejaron de escribirse, de eso hace mucho tiempo. Tampoco estaban dentro de sus líneas.

La experiencia le impactó, esa noche no tuvo valor para escribir, se acostó con un ardor en el esófago. Se percató que no había tomado sus antiácidos desde hacía algunos días. Se levantó y fue a la cocina con la intención de poner algo en su estómago. Con la luz apagada, y tanteando la mesa, dio con una caja de leche y la bebió. Un sabor agrio le obligó a regurgitarla en el pozo de lavar los platos. «¿Esta semana no ha venido el repartidor de los víveres, habrá enfermado, habrá muerto quizá?», se preguntó. La realidad comenzaba a filtrase en su mente. Bebió abundante agua y regresó a la cama perseguido por una bandada de espectros. Se vio abandonado, descomponiéndose en su habitación convertido en gusanos; se imaginó revoloteando contra los cristales, transformado en gigantescas moscas necrófagas.

Conforme pasaban las horas, los hechos se imponían a su conciencia. ¡La pandemia era real!, estaba aquí, estaba en la casa de alado y a punto de tocar su puerta. Meditó: «Morir en soledad como un lobo que se aleja de la manada cuando se siente enfermo». No era temor, era indignación contra su destino y el de la humanidad. Sintió misericordia por él, por todos. Se contempló a sí mismo construyendo universos simbólicos para explicarse el mundo, para sostenerse a flote en este inmenso recipiente vacío de sentido. «Al menos los lobos no se cuentan historias ni escriben novelas, no aspiran la inmortalidad», pensó con tristeza.

Un día espléndido se pintó detrás de su ventana, como una marina de colores cálidos sobre el lienzo vaporoso del espacio. Amaneció flotando en la luz del nuevo día cual un náufrago rescatado de la noche más obscura. Tenía que deshacer el conjuro, nadie se merecía tanta soledad. En las páginas que siguieron dio un giro a los sucesos, creó una vacuna, encontró una cura. Pero en Cabo Azul la enfermedad seguía su curso y aumentaban los fallecidos. Algunas familias quemaban a sus muertos en las calles ante la desatención de las autoridades que estaban desbordadas por la voracidad de la pandemia. Escribía hasta muy tarde en la noche y temprano en la mañana se despertaba con la esperanza de encontrar una ciudad redimida.

Se llenó de fe y se ofreció al mundo. Comenzó a cuidar a los gatos de la casa contigua, recibía a los repartidores de alimentos dentro de la suya sin barbijos ni trajes de protección. Estaba convencido de que su redención se replicaría en el mundo. En las páginas finales de su novela no ocurrían más muertes. La humanidad había aprendido a vivir en armonía. Unos días después se contagió. Los mantras no lo protegieron, pero tenía la compañía de algunos felinos que ronroneaban a su alrededor. Luigi Fantino, delirando por la fiebre y hostigado por la tos, insistía tozudamente con los mantras para la salud eterna. Sobre la morgue de Cabo Azul, una oscura nube de buitres se sostenía casi inmóvil en el aire caliginoso del puerto.

25 junio 2025

Entre ella y yo



P. Alhazred


Angélica posee una estampa espectacular. Su figura y sus medidas la ubican en el prototipo de modelo casi perfecta. Piel morena, cabello trenzado, no más de veinticinco años. Su sola presencia atrae las miradas en el Night Club El Imperio, un local escondido entre las montañas de la región andina.

Sin embargo, la semana ha sido mala. No ha tenido más de diez clientes por noche, cuando en otros tiempos superaba los treinta.

—Será que aún no es quincena —piensa para sus adentros, mientras mira el reloj.

Son las seis de la tarde. Desde una mesa del fondo, un hombre solitario le hace una seña para que se acerque.

Viste de forma distinguida, huele bien, parece seguro de sí mismo. Le sonríe con cortesía y le ofrece un cóctel.

—No vengo mucho por aquí —le dice—. Me gustaría que hicieras un show... para nosotros.

—¿Nosotros? —pregunta Angélica, mirando alrededor.

—Vine con alguien que está esperando en el auto. Es mi esposa.

Angélica sonríe con escepticismo.

—¿En serio? Pues tráela. ¿Cómo quieres el show?

—Quiero que lo hagas más para ella que para mí. Que logres excitarla.

Negocian el precio y los detalles. El hombre se marcha unos minutos y regresa con una mujer delgada, de cabello oscuro y corto. Se sientan los tres en la misma mesa.

—¿Te tomas algo, cariño? —le dice él a la mujer—. ¿Un whisky, tal vez?

—Algo suave. Una cerveza está bien —responde ella.

—¿Puedo pedir otro cóctel? —pregunta Angélica.

—Por supuesto. Acompáñame con un whisky —añade él—. Para ir entrando en ambiente.

Toman en relativo silencio. Solo él hace comentarios sueltos sobre el local y la plataforma de shows. Angélica lo convence de pagar un poco más en la barra para extender la duración del privado.

—Todo listo —anuncia finalmente.

Suben a la planta alta, donde se ofrecen los espectáculos privados. Angélica se cambia rápidamente. Nunca antes había bailado para una pareja heterosexual. El local rara vez recibía mujeres y menos esposas.

Se viste con su mejor negligé rojo. Comienza el pole dance con movimientos suaves. Le gusta hacerlo. Mira fugazmente a la mujer. Hay aceptación en su mirada.

Primero se acerca al hombre, su pecho casi tocando su rostro, el vaivén de su cuerpo preciso y sensual. Luego, va hacia la mujer. Está algo tensa, pero no la rehúye. Se sienta sobre ella y guía su mano con delicadeza hasta sus pechos.

Comienza la siguiente canción. Angélica se desviste por completo.

Es una melodía suave, casi onírica. Ella se mueve con la seguridad de quien conoce cada nota. Coloca su sexo cerca del rostro del hombre y luego se vuelve hacia la mujer. Con un rápido movimiento, se acuesta sobre ella, simulando besarle los senos. La mujer —Marcia— la atrae hacia sí y le acaricia la espalda. Hay ternura en el contacto. La escena se transforma en un delicado juego de cuerpos femeninos en movimiento.

La música termina. El hombre aplaude.

—Gracias. Muy bueno.

—Me alegra que te haya gustado.

—Nos encantó —dice Marcia, mientras le alcanza parte de su ropa.

—Cuando quieran...

—Queríamos proponerte algo —interviene el hombre—. Una salida esta misma noche. Un hotel. Los tres.

—Sí hago salidas. Ochenta la hora, mínimo dos horas... pero... ¿tendría que estar con los dos?

—¿Qué te parecen cien? Solo tienes que motivarnos para que nosotros lo hagamos...

Angélica lo piensa unos segundos. Acepta.

Bajan a la barra, informan al encargado. “Esta salida salvará por lo menos el día”, piensa.

Dos horas y veinte minutos después, Angélica regresa sola al club. Declina más turnos. Aún hay clientes, pero no está para nadie.

Se dirige a las habitaciones de descanso. Se siente excitada, revuelta. Se tumba en la cama, se acaricia con fuerza. El recuerdo de la pareja —de ella, sobre todo— se le repite como una ola persistente.

Se masturba furiosamente, sin freno, como si en ese instante pudiera atrapar lo que realmente desea.

A la mañana siguiente, Angélica se despierta con el zumbido de una notificación. Un mensaje sin remitente. Solo contiene una imagen: Marcia, sola, desnuda frente a un espejo. En el fondo, el reflejo muestra una habitación vacía. El hombre no está.

Abajo, un texto breve: “Gracias por liberarme.”

21 junio 2025

Dureno




Ulises Díaz

A Juan: No sé si la historia que escuché de tu boca fue real, pero el huracán que desató en la mente de un niño de doce años aún perdura.


Un diciembre del demonio, me decidí. Terminaban los sesenta y las cosas no podían ir peor. Mi madre había fallecido hacía unos días. El viejo y yo quedamos arrumbados como muebles inservibles en la casa de la calle Larga. Let it be sonaba como un himno en las emisoras de la ciudad y en las esquinas de los barrios populosos; jóvenes ataviados con pantalones campana, camisas estampadas, minifaldas y zuecos de plataforma se congregaban al son del rock. El cannabis era una novedad, la última maravilla que nos llegaba de Colombia bajo el nombre de Punto Rojo. En casa ya se hablaba de Vietnam y el marxismo-leninismo se mezclaba los domingos con los rezos del rosario.

Dureno era entonces un punto indefinido en la Amazonía ecuatorial. No había oído hablar de él hasta esa tarde de diciembre, cuando un amigo de mi padre —que llegó de la capital— nos lo sugirió: «La Texaco-Gulf está reclutando gente para la explotación petrolera en la frontera con Colombia». No se necesitaban diplomas, solo voluntad y unos cuantos contactos, que él mismo se comprometió a proporcionarnos. Yo estaba por cumplir los veinte y parasitaba de lunes a viernes en una oficina. El casimir y la corbata no me sentaban tan mal, pero yo soñaba con Haight-Ashbury y los atardeceres dorados de Shangri-La.

A fines de los sesenta, la píldora anticonceptiva ya circulaba en América del Norte, pero a nosotros solo nos llegaban los rumores a través de Selecciones del Reader’s Digest. Nora esperaba un hijo mío, Estefanía —mi prometida— se había enterado en esos días. Mis males estaban completos. Nora era la novia del barrio: una morenita de piel lustrosa y caminar sensual, la primera en lucir minifalda y melena afro; estaba en boca de todos, las chicas de mi grupo la rehuían como a la peste. Estefanía no se permitía nombrarla por miedo a contagiarse. Ella estaba al otro lado del espectro: la niña «bien». Estudiaba en el colegio de las Catalinas; aún la recuerdo ataviada con camisa blanca, un jersey azul y falda plisada a cuadros. Era la viva imagen de la Virgen María.

Una mañana a fines de diciembre, le dije adiós a mi padre. Nora tendría entonces tres meses de embarazo. El taxi que me llevaba se desplazaba aparatosamente sobre el empedrado de la vieja calle colonial, justo cuando las campanas de los colegios marcaban el fin de la jornada. Nos detuvimos frente al portón del instituto donde solía esperar a diario a Estefanía, el tiempo que tardaba en consumirse mi cigarrillo. Quería verla por última vez. Desde que decidí marcharme, había intentado comunicarme con ella, pero el «muro» que sus padres levantaron era infranqueable.

Apenas había encendido el cigarrillo cuando la puerta de hierro se abrió de golpe, y una multitud de chicas se lanzó a la calle como una bandada de golondrinas, inundando las aceras. De pronto, la vi en medio de sus amigas de siempre. Iba sonriente, con sus gruesas trenzas doradas recogidas sobre los hombros, buscando entre la gente algo o a alguien. En la esquina la esperaba su madre. La recibió con un beso y acomodó sus trenzas sobre la espalda. Iban charlando despreocupadamente. Las vi desvanecerse en la distancia como el humo del cigarrillo que se consumía entre mis dedos. Tiré la colilla y el taxi reanudó su marcha rumbo a la estación.

En doce horas estaba en la capital. Llegué de madrugada; atrás quedaron los amigos, la vieja casa con su patio central, la higuera retorcida en su rincón de ausencias y mi padre deambulando por esos pasillos infinitos que solo conducen a la nada. Sobre los cordeles de mi adolescencia, secándose al sol del ayer, las bragas de Nora y el uniforme impecable de Estefanía se balanceaban con el viento del recuerdo. Al mediodía tomamos un vuelo en un Cessna 172 propiedad de la Texaco, y en minutos remontábamos la cordillera. Los inmensos macizos de granito formaban un muro impresionante. La pequeña nave que nos transportaba rugía y vibraba, a punto de desarmarse.

Era todo novedad, aventura, adrenalina pura. Manuel, el piloto, un militar retirado de rasgos aindiados, se reía burlonamente al ver nuestras expresiones de espanto. Hablaba en un inglés machacado con Míster Donald, quien no paraba de reír. Era un gringo mastodóntico que ocupaba la mitad del pequeño Cessna. Tenía unas impresionantes manos peludas, siempre con un habano entre sus dedos, un sombrero tejano sobre su cabeza calva y unas botas de vaquero que parecían diminutas en comparación con su cuerpo descomunal. Entre los espantados estaban Mauricio y Estuardo Montesinos, unos mellizos de lo más dispares: mecánico y maquinista, respectivamente. Aunque tenían aspecto de hombres rudos, estaban igual de pálidos que yo.

«La selva es la tumba de los blancos», me dijo Manuel con ese dialecto fingido que usan los pueblerinos para confundirse con los de la capital, mientras sonreía burlón y escupía en el piso de la nave. Lo miré con fiereza para que supiera que, a pesar de mi edad y del miedo a volar, no estaba para burlas. Mis ojos claros no se despegaron de los suyos, y mientras reía a carcajadas, la nave se ladeó y se clavó en picada hacia el margen oriental de la cordillera. Mantuve mi mandíbula tensa, pero no parpadeé ni por un segundo, hasta que las palmadas de Míster Donald rompieron la solemnidad que imponía la adrenalina.

«Take it easy, muchacho, cógele suave», repetía en un espanglish burdo, mientras palmoteaba mi espalda con sus manos de galeote. «Es pequeño, es pequeño, pero es a little jaguar, ¡un pequeño jaguar!».

Viajamos al interior de un banco de nubes por un buen rato. De pronto, el sol nos encandiló: arriba, el azul era inefable; abajo, sobre una planicie de un blanco impoluto, despuntaba la cumbre del Chimborazo. Unas vetas de roca entre la nieve marcaban su contorno, resaltando su forma contra el albor de las nubes. Lo contemplé fascinado por unos minutos mientras la nave descendía por el lado oriental de la cordillera. La selva a nuestros pies, de un verdor infinito, se perdía en el horizonte. Poco después, las siluetas de los grandes ríos recortaban caprichosamente la espesura de la jungla. El viaje duró una hora, como por arte de magia, el silencio copó la cabina. En mi mente revoloteaban imágenes: el cuerpo de Nora sobre las sábanas, la sonrisa de mamá, la mirada crispada de Estefanía diciéndome adiós.

Nueva Loja era un pueblo que surgió de la noche a la mañana. Doscientas hectáreas de selva rozada a punta de motosierra se extendían a los márgenes del río Aguarico —uno de los más grandes después del Napo y el Coca, todos navegables—. Un par de carreteras de lastre flanqueaban su silueta serpenteante; un puente de hierro y concreto lo atravesaba en su parte más estrecha, bajo sus arcos oxidados había un improvisado camal donde se faenaban cerdos. La escuela y la iglesia, construidas sin ningún ornamento, mostraban un aspecto vetusto a pesar de sus pocos años. Estas obras, más un hotel que semejaba un galpón, eran las edificaciones más notables. El resto, una veintena de casas de madera o caña con techos de zinc o paja… y pare de contar.

Llegamos a primera hora de la tarde. El aeropuerto, una pista de veinte yardas de ancho por media milla de largo, cubierta de lastre y asfalto, se extendía al margen derecho del río sobre una trocha de tierra roja que semejaba una herida en el corazón de la selva. Yo estaba alucinado; nunca imaginé que lugares así pudieran existir en este mundo. En la cabecera de la pista, frente a una bodega protegida por mallas —donde la compañía guardaba los productos químicos para la explotación petrolera—, familias con niños esperaban desorientadas a alguien que las ubicara en un lugar transitorio. Unos de pie, otros sentados o recostados sobre las estructuras metálicas, empapados por la lluvia reciente, se secaban bajo un tórrido sol. El calor y la humedad eran asfixiantes; tuvimos que quitarnos la camisa para cruzar el pueblo hasta el campamento de la Gulf.

Al día siguiente, tomamos una canoa en Puerto Aguarico, iluminados por el resplandor de un sol que comenzaba su ascenso sobre las copas de los árboles. En esa pequeña nave, cargada a tope con víveres y bidones de combustible, navegamos río arriba con dirección a Dureno. Instalado en la popa, un nativo de la etnia cofán, de nombre Isaac Grefa, guiaba el bote entre los bancos de arena al mando de un motor fuera de borda. La línea del agua llegaba casi al borde de la canoa debido al peso.

—¿Sabes nadar? —me preguntó Estuardo.

—Poco, como para no ahogarme.

En ese momento, me di cuenta de la locura que estaba haciendo: huir hacia adelante, con la ilusión de dejar mis problemas atrás.

—Creo que casi todos los que llegamos aquí venimos escapando de algo —continuó—, ¿no es cierto, Mauricio?

El flaco, largo y barbudo, se volvió para mirar a su hermano y, con un tirón en una de las comisuras de sus labios, fingió una sonrisa.

—Casi todos —repitió y lanzó al agua una lata vacía que traía en la mano.

Dureno era un pandemónium de motosierras, helicópteros y explosiones; los escuchabas unos kilómetros antes de llegar al punto mismo. Después de un par de horas de travesía por un paraje de indescriptible belleza, llegamos. Un cobertizo de unas veinte yardas de largo, entablado con madera recién aserrada, con grandes ventanales protegidos por mallas plásticas —salpicadas de insectos muertos— y cubierto de un zinc lleno de óxido y musgo, sería nuestro hogar los días laborables. Detrás, a unas dos cuadras de distancia, separada por una larga calle lastrada y ajardinada, estaba la villa de los americanos y de los nacionales que dirigían el proyecto. A salvo del tráfago y del ruido, en medio de pequeñas colinas pobladas de chontas, había una decena de contenedores metálicos adecuados como habitaciones. Estos conformaban la «ciudadela».

Mis funciones eran registrar los haberes y deberes de la empresa; las de Mauricio, operar un buldócer; las de Estuardo, soldar las tuberías del oleoducto. Pero ese día, machete en mano, desbrozamos la maleza alrededor del campamento, una que parecía crecer a las horas de haberla cortado. Un grupo de nativos semidesnudos se solazaban con el machete; lo hacían gratis, quizá su mejor paga era un vaso de Pepsi Cola o unos Chesterfield que fumaban con fruición. Mujeres y niños nativos contemplaban todo el ajetreo desde el otro lado del río o escondidos detrás de los árboles.

La noche es de los insectos. El canto acompasado de los grillos y el intermitente destello de las luciérnagas agigantan el espacio. Una nube de mosquitos se lanza sobre nuestros cuerpos sudorosos, sin respetar repelentes. En la cuadra donde descansamos hay un ventilador que gira sin ningún propósito. La última vez que compartimos el lecho, Nora me dijo: «¿Quieres el hijo? Yo, la verdad… no estoy segura. No estás obligado». Aseveró, sin embargo, la humedad de sus ojos decía lo contrario. Ahora mismo no sé si lo quiero, pero le prometí a mi madre que lo protegería.

El primer mes envié a mi padre una suma de dinero para cubrir algunos gastos de Nora, luego se los envié a ella directamente. «Si el dinero fuera suficiente para cerrar el abismo con Estefanía, estaría hecho», pensé. Pero pronto caí en la cuenta de que a ella eso no le movería —pretendientes los tuvo de buena cuna y acomodados. En la niñez, imaginamos que nuestro amor era asunto del destino; crecimos con las imágenes del Romeo y Julieta de Zeffirelli, pero los años setenta llegaron cargados de mensajes disruptivos, revolucionarios: «Paz y amor… haz el amor, no la guerra». Poco a poco, y sin darme cuenta, me volví partidario del cannabis y todo lo que con él venía. Ella gustaba de la ideología hippie, pero solo de palabra. Yo me lancé de cabeza.

El sábado temprano, salí a Lago Agrio y me hospedé en el único hotel del lugar, que, por cierto, llevaba el mismo nombre del pueblo, aunque le antecedía el inmerecido título de Gran Hotel. Junto con el dinero, envié algunas cartas que redacté en Dureno durante varias noches de insomnio. A papá, contándole los pormenores de mi llegada; a Nora, reiterándole el compromiso con su situación; y una extensa carta de varios folios a Estefanía, tratando de explicar lo inexplicable. Sobraba pedir perdón, pero lo hice en cada párrafo: «Estoy en el infierno que me merezco… No sé qué es más triste, si el dolor que siento de saberte lejana o el vacío de mirar sin verte…». Cursilerías por el estilo —ahora lo sé—, pero tenía la esperanza de ablandar su corazón; algo dentro de mí se aferraba a su antigua promesa, a su diáfana mirada, a su hablar pausado y limpio como el cristal.

Gaby, nuestra amiga mutua, era el único vehículo capaz de poner en sus manos la misiva. Ya antes había apelado sin éxito a su complicidad para romper la distancia con «Tefy». Ahora tenía la esperanza de que circunstancias extraordinarias como estas podrían hacerme merecedor de sus favores y me debía muchos. Me tenía al tanto de lo que pasaba en el barrio. Gaby llevaba y traía las noticias con ese humor ácido, siempre criticando mi vocación romántica: «Es hora de que despiertes», me decía. «Tefy está saliendo con el suco Borja, ya mismo nos invitan a la boda». Me rompía el corazón y en una próxima carta se desmentía. En medio de mi frustración, me la imaginaba partiéndose de risa. Así la conocí y así la quería; podría decirse que era mi hermana. Aunque nunca supe de seguro si la carta y las siguientes llegaban a manos de Estefanía, las seguía escribiendo, llenándolas de poesía y confiándoselas a Gaby.

Nora era más práctica, muy poco dada al romanticismo de las cartas. Ella se encargaba de enviarme uno que otro sobre «gordo», con algo de cannabis en su interior, para matar mi soledad. La compartíamos alegremente con los mellizos Montesinos, con Isaac y sus hermanos; al principio los fines de semana, luego en las noches después del trabajo, hasta que Mauricio comenzó a disfrutarla a diario mientras operaba el buldócer. Decía que se concentraba a full. Las pocas noticias de Estefanía, la frecuencia de trato con Nora y la idea del hijo comenzaron a dar frutos. Mi compromiso hacia ella se convirtió en afecto, incluso en amor. Una madrugada, desperté transmutado, lleno de paz; soñaba que Nora dormía a mi lado y yo acariciaba su vientre grávido.

Durante el día, el ruido exasperante de las máquinas me taladraba los sesos, pero me distraía. La dedicación a los libros de cuentas me mantenía a salvo de los recuerdos. Mi amistad con Míster Donald se acrecentó en poco tiempo; fue simpatía a primera vista. Fumábamos habanos y practicábamos el idioma de los yanquis durante las partidas de ajedrez, que se volvieron costumbre en las horas de ocio. La oficina se trasladó a la villa y luego se convirtió en mi alcoba. Entre la tarde y la noche, sobre todo en verano, me sumaba junto con los mellizos al grupo de cofanes que se zambullían en el río para ponerse a salvo del calor y de los tábanos. Los fines de semana que no íbamos a Nueva Loja, navegábamos río arriba en busca de los salares tan codiciados por los nativos o a la pesca del paiche. En las noches despejadas, escopeta en mano, salíamos a la caza del tapir. Isaac y sus hermanos sabían dónde dormitaban sus velas.

A mediados de marzo, cuando arreciaban las lluvias, sucedió una tragedia que era muy frecuente, pero esta vez se dio en nuestro entorno; nunca supimos si fueron los madereros o los mineros los que mataron al cuñado de Isaac. Después de buscarlo por una semana, lo encontraron «flotando como un sajino hinchado» —palabras de Isaac— en un recoveco del río. Tenía una bala en la cabeza, a la altura de la frente. Su mujer, Celina Grefa, una joven cofán de rasgos finos y una regia figura de amazona, se vio de pronto en una línea del camino sin norte ni sur. Las tardes llegaba al campamento en busca de ropa para lavar, portando a la hija sobre su cadera. Rondaba quizá la mayoría de edad. Ella misma no sabía su año de nacimiento; era la tercera esposa del difunto. La conocía desde los días de mi llegada. Alguna vez comimos en su choza, invitados por su hermano; yo había comentado con Mauricio acerca de su belleza.

Menguó mi empeño con Estefanía; otros motivos hicieron nido en mi cabeza. Comencé a disfrutar más del presente y de las tertulias con Míster Donald. Todos arrastramos una historia que no es patente a simple vista. Detrás de su colosal figura, había una leyenda igual de fabulosa. No siempre fue un ingeniero petrolero; el gringo, allí donde lo veías, era un fanático de la música electrónica y militó en el movimiento hippie de los sesenta. En su juventud, había leído a Huxley y a Leary. Tuvo una etapa psicodélica apenas terminó la universidad y estuvo unos meses en la India, en la época en que los Beatles se volcaron a la filosofía hindú. Rodó por Benarés y se bañó en el Ganges. Esas historias tan peregrinas atizaron en mí un espíritu aventurero y soñé con viajar a esas tierras llenas de misterio. Mauricio se tomó a cargo a Celina. Dejaron a la hija al cuidado de las madrastras. Se lo pasaban bebiendo y fumando cannabis; había noches que tenía que echarlos de mi cuarto para descansar.

Mauricio, un tipo simpático y dicharachero, con pinta de colonizador español, nunca se separaba de su hermano, como la cara y la cruz de una moneda. Estuardo, un colorado petiso de ojos azules, que siempre sonreía aún en la sala de espera de un dentista, andaba enfurruñado por la relación del flaco barbudo con la india. «Seguro que la va a dejar “panzona”, como a la hermana de su mujer, de apenas quince años». Me sonreí para mis adentros; parece que todos estábamos en lo mismo: él huyendo de sus parientes, y yo huyendo del ser que fui. Algo debió pasar en la relación, porque en varias ocasiones Celina amanecía en la puerta de mi oficina-dormitorio, ebria, acurrucada bajo una manta. Entre el fastidio y la compasión, le convidaba lo que quedaba de la merienda o le compartía mi desayuno. Con los días, se apegó como un perro faldero; hizo de la oficina su taller de collares y me ayudaba con la limpieza y con la ropa sucia.

Por esas mismas fechas, las cartas de Nora se volvieron distantes en tiempo y afecto, aunque mis mesadas le llegaban sin falta. En la última, me confesó que había perdido al niño, que no me empeñara en volver para el alumbramiento. Gaby me aclararía más tarde que un novenario de ruda, administrado en infusión por la propia abuela de Nora, había puesto a mi querida a salvo de las molestias del embarazo y de los ajetreos del parto. Meses atrás, habría renunciado al cielo por verme libre de dicha responsabilidad. «¡Y pensar que ese hecho cambió mi vida radicalmente!».

De pronto, me encontré solo en medio de una horrenda realidad, perdido en lo más profundo de la selva. En el reino del barro y la lluvia, recordé la frase del piloto: «La selva es la tumba de los blancos». Esa tarde, que trajo hasta mí aquella noticia aciaga, abandoné los libros y me interné en la jungla, siguiendo la ruta de los jaguares. Quería mirarlos a los ojos; sabía que merodeaban por allí al anochecer. Me dolía mi niño y la frialdad con la que Nora lo echó a volar hacia el vacío. Me dolía la promesa que le hice a mi madre y que ahora flotaba en este cielo absurdo, preñado de arreboles. Fui en busca del jaguar. ¡Sí! Quería averiguar si mi vida aún valía algo.

Junio llegó cargado de luz y mariposas; la selva bullía en colores y sonidos: el parloteo de los loros al caer el día, el croar hipnotizante de las ranas y el canto de los grillos se volvían patentes cuando callaban las motosierras y los helicópteros se marchaban. El único instante de silencio total venía después de las explosiones. Con el viento de la tarde, llegaba hasta mi pieza el olor empalagoso de los lirios de agua, que me tenía al borde de la náusea. En las tardes calurosas, los monos «cristianos» —así los llamaba Celina— invadían la alcoba al menor descuido, poniendo de cabeza todo lo que caía en sus manos: libros de cuentas, facturas, pero lo que más les gustaba era hurtar las plumas y semillas con las que Celina tejía sus collares y diademas. En esta realidad delirante, más latencia que existencia, veía pasar la vida como el fluir del río, que se acrecentaba y menguaba al capricho del tiempo.

Aprovechando la luz de la villa, sentada en el piso, Celina embutía las semillas en la pita mientras yo ponía en orden las cuentas del día. Dejó de beber y fumar. En largos silencios, me hacía compañía, y a mis primeros bostezos, se marchaba. Nunca le pregunté dónde pasaba las noches. Hablaba un castellano funcional, lo había aprendido junto con las letras y los números bajo la tutela de los misioneros. Su verdadero nombre era Khuvu —que significa agua—; los pastores le pusieron uno cristiano. Nora no me escribió más, ni yo le pedí explicación alguna. En esas altas noches o en alguna madrugada, aunque cada vez menos, pensaba todavía en Estefanía. Le había escrito una docena de cartas sin recibir respuesta. Maquiné nuevas salidas, hacer lo que mejor hacía: escapar, pero esta vez más lejos.

La última carta… me juré que sería la última. La herencia de mi madre estaba por ejecutarse en esos días, entonces le propuse a Tefy huir hacia esos mundos que soñábamos desde la niñez: Las Mil y Una Noches. Sí, ¿por qué no? Iríamos a Teherán. Míster Douglas me habló de la gran fiesta a celebrarse en Persépolis con motivo de los dos mil quinientos años de existencia del imperio más antiguo de la tierra: el imperio persa. De allí, a Katmandú, en Nepal, a conocer a los lamas y luego a Benarés, la ciudad sagrada de la India, la meca espiritual del movimiento hippie que ya estaba en retirada.

Mientras más pasaba el tiempo, perdía las esperanzas de una respuesta. Gabi me juró haberle entregado la carta, como ya antes me había jurado que Tefy estaba al tanto de mi fracaso con Nora. «Olvídate de ella —me dijo—, para ella ya no existes». Me entregué al cannabis ya sin ambages y a beber en mi tiempo libre. Algunas noches, libaba junto al río, contemplando ensimismado su eterno y absurdo fluir. Los fines de semana, regresaba tarde, apoyándome en barandas y paredes para terminar en el piso o sobre la cama con la ropa puesta. Se invirtieron los papeles; Celina cargó conmigo en todos esos días, con una vocación y una fuerza sorprendentes. Limpiaba mis humores y me cambiaba los vestidos. «¡Ccutsuye, ccutsuye!», repetía mientras me levantaba del piso —¡pararse, erguirse!—. Es lo que recuerdo.

Nochebuena. Hacía un año que había dejado mi ciudad. La mayoría de la gente había regresado a sus hogares o se encontraba en Nueva Loja. Yo me quedé a cargo. Con una botella en la mano, deambulaba por el campamento gritando el nombre de Celina. No sé de dónde salió, pero al poco tiempo estaba frente a mí: altiva, serena, a pesar de los improperios que le lanzaba. «¡Te ordeno que saques tus cosas de mi alcoba! ¡Semillas, plumas, todas esas “mierdas” que atraen a los monos!», le dije. Ella no se inmutó; sus ojos brillaron con un fuego genuino y su cuerpo, erguido contra la luz que provenía del cuarto de máquinas, persistía inmarcesible en su pequeño universo. Sonrió y respondió: «Mañana». «¡Ahora!», ordené. Volvió a sonreír, pero esta vez con un aire desafiante. Acerqué mi rostro al suyo y, sin saber por qué, exclamé: «¡Quiero que saques tu vida de mi alcoba!». Extendió su mano y me agarró por el cuello. Me besó con una pasión insospechada que no pude resistirme y naufragué en su humedad.

Esa noche nos sumamos al desastre de los monos «cristianos». Retozamos sobre plumas, semillas, facturas y libros de cuentas. Su piel iluminó la habitación con una fosforescencia anaranjada y sus gemidos opacaron el canto de la selva. En medio de esa vorágine de caricias, una última alerta me detuvo. Empujé su cuerpo sudoroso lejos del mío, repitiendo: «No, no, no quiero saber nada de hijos». Khuvu se acercó lentamente; sus manos ásperas me recorrieron las piernas hasta apoderarse de mi sexo, luego se deslizó sobre mi cuerpo como una tibia serpiente. Cuando estuvo a la altura de mi oreja, susurró su secreto: «Estate tranquilo —se acarició el vientre— hay un pequeño Mauricio». Lo dijo con tal naturalidad que me envolvió una ola de ternura. Los meses que siguieron nos volvimos íntimos, como dos huérfanos lamiéndose las heridas.

Me alejé del calendario y comencé a contar el tiempo como Celina contaba las lunas. Su vientre maduraba lentamente. Los mellizos se marcharon una vez cumplido el año de contrato. Viajaba con frecuencia a Nueva Loja, incluso entre semana. Aprendí a navegar en el fuera de borda; conocía de memoria cada curva del río y cada banco de arena. Nueva Loja era una ciudad sin alma. La mayoría de sus nuevos residentes habían llegado del sur, huyendo de una sequía de proporciones bíblicas; los pocos nativos que quedaban vagaban presos del alcohol y sus mujeres terminaban en los prostíbulos o en los mercados vendiendo productos que nadie compraba. Las artesanías de semillas y plumas de aves exóticas habían mutado en cuentas de plástico y plumas de gallina teñidas con anilina; las de Celina, sin embargo, seguían siendo auténticas.

Un sábado de marzo, durante mi segundo año en Lago Agrio —aclaro que era otro nombre con el que se conocía a Nueva Loja, especialmente entre la gente de la Gulf—, después de arreglar cuentas con los proveedores y asegurar la carga en la lancha, visité el mercado de ropa y compré un vestido materno con flores rojas para Celina. Luego pasé por el correo. Mientras hojeaba las cartas que habían llegado, descubrí una diferente; en el sobre decía: «Juan…», con unos trazos inconfundibles. Mi corazón dio un vuelco, antes de girarla para ver el remitente, supe que era de Estefanía. Allí mismo rompí el sobre y la leí sentado en la lancha, mecido por el vaivén de la corriente. Nunca había visto la jungla más bella que aquella mañana. La luz, el verdor de las hojas y el espejo del río brillaban con un resplandor más intenso. El cielo estaba sin una sola mácula. Como pocas veces, en el horizonte de la jungla se divisaba la cumbre del Reventador, cubierta de nieve. Lo percibí como una promesa.

Llegué a casa entrada la noche. Mi padre me recibió como al hijo pródigo. Al día siguiente, caída la tarde, me reuniría con Tefy en un parque que solíamos frecuentar. Seguro de que sus padres habrían bajado la guardia, la esperé cerca de su casa para verla salir y seguirla en secreto hacia el punto de encuentro. Todavía no lo creía. Al fin la vi. Llevaba un abrigo gris y tenía el pelo recogido en un moño sobre su cabeza, como un turbante. Caminaba encorvada por el frío, la encontré más pequeña y frágil de lo que recordaba. Ya en el parque, me acerqué por detrás y toqué su hombro. Una descarga eléctrica atravesó mi cuerpo, di un salto hacia atrás. Cuando se volvió, me miró con una extrañeza que no pudo disimular. Algo se quebró en el fondo de mi ser. Era Estefanía, pero ya no era mi Tefy. Mientras hablábamos, percibimos la distancia insalvable que nos separaba.

En las semanas siguientes, el cuerpo maduro de Celina comenzó a deslizarse en mis sueños. Durante el día, su presencia me seguía como un perro silencioso. Todos coincidían en que volver a Dureno era una locura, que un abismo separaba nuestros mundos. Para mí no había dos mundos; éramos las dos mitades de un solo mundo y Celina era la única verdad que conocía.

Llegué a Dureno bajo una lluvia inclemente. El Aguarico se había desbordado y vastas zonas estaban bajo el agua.

—¿A qué has vuelto? —preguntó míster Duglas, sonriendo al verme bajar de la canoa—. Vienes por la india, ¿verdad? ¿¡Are you crazy, Jaguar!? —Me sirvió un vaso con licor y encendió un cigarro—. Allí hay una caja con cosas para ti —dijo, señalando con la mano mi antigua oficina—. Celina could wait for you all her life. Tuve que convencerla de que era una pérdida de tiempo. Life is movement, like a river. — Señaló el río con un gesto de sus cejas. —La verdad… ya te imaginaba en Katmandú.

—¿Sabe dónde está ahora? —pregunté.

Movió la cabeza en señal de negativa.

—Sé que Isaac la llevó río abajo por el Cuyabeno. His brother told me que, cruzando la frontera hacia Colombia, vive una tía que es partidora o partera, you know. Aquí las noticias don't have ni pies ni cabeza…

El humo del cigarro difuminaba el rostro de míster Duglas. Mientras sus labios seguían moviéndose, no podía sacarme de la mente la figura inmarcesible de Khuvu, suspendida a contraluz frente al cuarto de máquinas. En la caja de madera, sellada con cuerdas de pita, las cartas que nunca envié, las semillas y plumas que nunca se convirtieron en collares y el vestido de flores rojas que compré para Celina estaban a merced de los comejenes.


18 junio 2025

Héroes de viñeta


 P. Alhazred


Antes de que las pantallas dominaran el mundo, hubo una época en la que las palabras se leían con los dedos, y las aventuras se desplegaban al ritmo pausado del paso de página. Yo era apenas un niño entonces, habitante de una ciudad que aún creía en los héroes de papel y en los silencios de tinta. Como neolector de revistas, me fascinaban los anaqueles llenos de colores, las formas rectangulares de cada publicación, los tamaños variados que invitaban a imaginar. Y eso bastaba.

Cada lunes era un ritual: salía de la escuela con la urgencia de quien huye hacia lo verdaderamente importante. Atravesaba parte de la ciudad hasta aquel local angosto y cálido donde se alquilaban revistas como quien arrienda pasajes hacia otros mundos. Allí me esperaban Kalimán, el hombre increíble, Águila Solitaria, Arandú, el príncipe de la selva, Memín Pinguín, Orión el Atlante, Tom y Jerry, entre otros. Iniciaba con Kalimán, con su turbante blanco, su sabiduría serena y sus gestas imposibles. Él no solo vencía enemigos; vencía mis temores. Volar desde ese cuartito mal iluminado era mi manera de existir en grande.

Treinta y dos páginas de viñetas podían sostener mi esperanza durante toda la semana. Kalimán regresaba cada lunes como una promesa renovada. Y yo, niño lector y fiel discípulo, lo recibía con una mezcla de fervor y necesidad. A veces pedía unos minutos más: “Un momento más, abuela”, decía, sabiendo que aquel instante encerraba la eternidad.

No me eran indiferentes las revistas del anaquel prohibido: fotonovelas eróticas que solo los grandes podían leer, ocultos tras una pequeña puerta, en otra sala de lectura donde el misterio se volvía más denso.

Pero el tiempo, como los héroes, también sabe desaparecer. Un día, el local ya no estaba. Sus estantes vacíos eran más elocuentes que cualquier cartel. Las revistas comenzaron a venderse en quioscos: menos frecuentes, más frágiles, como si supieran que su mundo llegaba a su fin. Yo compraba lo que podía, cuidaba lo que tenía, hasta formar con los años una pequeña biblioteca de asombros.

El papel fue cediendo terreno. Las pantallas ganaron. Los héroes ya no eran dibujados, sino renderizados. Los niños dejaron de leer con las manos y comenzaron a deslizar el dedo en silencio. Hoy, dicen, todo está a un clic de distancia, pero a veces me pregunto si eso no es, en realidad, un poco más lejos.

Aún conservo aquellas revistas. Las saco de vez en cuando, como quien visita a viejos amigos. No solo por nostalgia, sino por gratitud. Kalimán me enseñó que no hay límites cuando se viaja con la imaginación, y que la palabra —impresa o digital— sigue siendo el vehículo más poderoso que tenemos para escapar del encierro y conquistar otros mundos.

Hoy aquellos locales de lectura se han extinguido. Los niños juegan, crean y se comunican en universos virtuales, donde el héroe es el avatar que más seguidores tiene. Pero yo, coleccionista de textos, aún creo en esos relatos que caben en un pliego doblado, en esa magia simple que ocurre cuando una historia, impresa o no, te cambia por dentro.

Porque leer, al final, sigue siendo el acto más silenciosamente revolucionario que podemos cometer.

14 junio 2025

Marina

 


Ulises Díaz


Hoy ha vuelto a llover a cántaros como aquella tarde del entierro. No es abril ni mayo, es un martes cualquiera de febrero, por estos días hace un año que Pedro nos dejó. No soy de los que recuerdan fechas o conmemoran efemérides, pero Marina ha colmado de flores los jarrones y ha encendido velas en su cuarto. La casa está inmensamente hueca, y según parece, poblada de fantasmas que se agitan por aquí y por allá. Que suben las escaleras a pasitos sigilosos o se ocultan tras los setos del jardín jugando escondidillas. A veces tengo la impresión de escuchar risitas o llantos apagados de niños cruzando el callejón de los geranios. Marina vive con ellos a diario; no sé si se los imagina, pero yo he terminado por creer que son reales.

Por estos días hace un año que dejó de hablarme, justo después del sepelio de nuestro hijo. Marina tiene el sueño liviano y padece de insomnio. Cuando despierto en la madrugada la escucho vagar por la casa hablando con las fotografías, desempolvando muebles o puliendo los ventanales hasta que llega el alba. Por las tardes, cuando regreso del despacho, veo con envidia los hogares iluminados con bombillas. Marina está convencida que esto de la electricidad es cosa del demonio y mantiene la casa bajo el mortecino régimen de los fanales. Sé que no deja de pensar ni un instante en él, pues cuando amanece siempre hay una pequeña flor frente a su fotografía.

Los primeros días después de la partida de mi hijo intenté dialogar con ella, contarle que también para mí fue terrible aquella pérdida, pero su dolor no aceptaba parangones y sus pupilas, siempre esquivas, no volvieron a encontrarse con las mías. Me he quedado prisionero en un silencio tan grande como la casa. Sé que para ella existo de alguna manera y siempre tengo ropa limpia y comida caliente, pero nuestro diálogo ha ido menguando de pequeñas frases a simples monosílabos. A veces, cuando coincidimos en algún lugar de la casa —aunque últimamente evito encontrarme con ella—, baja la vista y pasa de largo, yo me quedo angustiado con una procesión inveterada de palabras atascadas en la garganta.

Entre los dos ya no existe el tiempo, solo una línea inconexa de sucesos que se entrecruzan en un presente cada vez más irreal. Las tardes son una monotonía en gris perpetuo. Tengo la impresión de que ha paramado todo el año. Nos cobija una llovizna persistente que llena de musgos y puebla de ranas las paredes. No he dejado de soñar con peces y caracoles desde la muerte de mi hijo.

Ahora es cuando más extraño los días soleados en el huerto de los capulíes. Los niños trepados en las ramas y el sol brillando sobre sus cabecitas doradas. ¡Dios mío, no sé en qué momento les crecieron alas! Primero partió Victoria a continuar sus estudios en Barcelona. La última vez que la vi decía adiós en la estación del tren con su mano enguantada en piel de ante y luego… solo sus cartas, su alma desparramada en la blancura del papel, añorando la escritura inconfundible de la madre o del hermano.

Nunca imaginé lo que vendría después. Esperamos lo mejor del porvenir sin sospechar que el destino tiene sus propios planes y los ejecuta inexorablemente. Mi padre solía decir: «¿Quieres ver a Dios sonreír? Cuéntale tus proyectos.» Marina ha perdido esa alegría de vivir y me arrastra con ella hacia un desierto en el que solo resuenan los ecos del pasado. El recuerdo de nuestro hijo lo tiñe todo; a veces descubro sus manos nevadas arrastrándose sobre el vetusto teclado del piano o sus ojos vacíos contemplándome detrás de los cristales.

Lo más inaudito es que aún guardo la noticia de su muerte como incubando un puñal para herir a la buena de mi hija, que aún lo ignora todo. Cuando pregunta por la madre no tengo otra invención que la de sus ojos enfermos: «Mamá se está poniendo ciega». Y si pregunta por Pedro le digo que está bien: «Ya sabes cómo es él de descuidado. Un día de estos terminará por escribirte. Te manda abrazos».

Marina ha renunciado al mundo, hace meses que no abandona la casa, soy su único contacto con el exterior. Al mediodía después del trabajo acudo a la farmacia o a la tintorería. Cuando no voy al telégrafo paso por el correo a recoger las cartas que llegan de todos lados. Ella se ha olvidado que tiene madre, que tiene hermanos y hasta una hija… se marchitó del todo en un solo día. Los domingos en la misa del alba rezo por mis hijos, pero, sobre todo, lo hago por ella. La gente que la conoce y la quiere me pregunta por Marina. Mi respuesta es siempre la misma: «Está reconvaleciendo, pronto la verán por aquí». Ojalá y eso fuera cierto.

Una tarde, de esas diluviales, regresé a casa temprano a causa de un resfrío que me indispuso en la oficina, accedí por la puerta de servicio que se encontraba abierta. Colgué el abrigo y el sombrero mojado en el perchero y me deslicé sigilosamente hacia mi cuarto; al cruzar al lado de la ventana que da al patio interno, la vi hablando con las plantas. El ruido de la lluvia en la cubierta y el estruendo de los truenos que acompañaban esa batalla interminable de luz y sombra, me mantuvieron en secreto.

La contemplé largamente. Su rostro cobrizo y su cuello delgado estaban marchitos por la lluvia inclemente del reloj; pero su cuerpo lucía perfecto, inmarcesible bajo el camisón mojado que delineaba sus formas voluptuosas aún. Marina, de pronto, con los pies descalzos y llenos de barro, se puso a danzar al rítmico compás de las gotas de lluvia, abandonada en un ritual sonámbulo. Se veía libre y feliz como yo quizá nunca volvería a serlo. Desde entonces dejé de compadecerla y empecé a soñarla junto con los peces y los caracoles.

Esta mañana ha llegado una carta de Cataluña, la dejaron en el buzón. En el sobre estaba escrito mi nombre con una caligrafía impecable, al reverso decía: «Remite: Victoria Saavedra». Hace tiempo que no tenía noticias de Victoria ni de su esposo. Antes de la muerte de Pedro sus misivas llegaban mensualmente, pero iban dirigidas a Marina. «Asuntos de mujeres»; me decía Marina sonriente y me iba comentando las nuevas de forma puntual: «Victoria aprobó las materias sociales, Victoria comenzó su doctorado, Victoria en Paris, Victoria en Venecia…» Siempre tuvo una conexión profunda con sus hijos, a veces me anticipaba las nuevas antes de que le dijesen las cartas.

—He soñado —me decía— que Victoria ha conocido al chico de su vida.

En otra ocasión me dijo que nuestra hija estaba muy enferma.

—¿Y tú cómo lo sabes? —le pregunté.

—Porque lo siento como una punzada aquí en el vientre —me contestó tocándose la parte baja del abdomen.

Recuerdo una tarde de sábado que guisaba pavo para una cena con amigos, los niños jugaban en el huerto de los capulíes; Marina salió disparada de la cocina, atravesando la sala donde los amigos tertuliaban, con las manos untadas en aliños. Iba gritando: ¡Pedrito, cuidado, cuidado! Llegó a tiempo al patio trasero para atrapar a su hijo que se caía de una rama. Cuando le preguntamos cómo lo supo, nos respondió tirante por el susto: «Cosas de mujeres». Me comentó después, cuando quedamos a solas, que el pavo que yacía con el cuello tronchado había abierto los ojos y en la impresión que le causó, vio a Pedro cayéndose de la rama.

Abro la carta que tengo entre mis manos como una nave, como una carabela que ha cruzado el atlántico, tiene un aroma a sal y a recuerdos. Hay cosas tan mías dentro de esta carta y tanta soledad en mí que quisiera habitarla hasta las últimas líneas. Me quedo en ella sin prisas. Victoria me transporta sobre el rumor de las palabras. Por primera vez en tantos meses un rayo de luz atraviesa la ventana y veo florecer los azahares en el naranjo del patio. «Vas a ser abuelo, dile a mamá que me escriba, que conteste mis cartas, ahora la necesito más que nunca».

Sostengo entre mis manos esta carta poblada de mayúsculas preciosas y pienso en ella como un pasaporte capaz de franquear el silencio de Marina. Respiro hondo, me lleno de esperanza. Cruzando el pasillo, a seis escalones está su cuarto, tal gravedad se apodera de mi cuerpo que me parece una distancia insalvable. Con mucho sigilo llego a la puerta de su alcoba, oigo un ruido de voces, como si ella dialogara con alguien, luego risas y palabras vagas. Con dos golpes anuncio mi presencia:

—¡Marina, Marina!…

Un largo silencio se hace en la alcoba.

—¡Marina, es carta de Victoria, son buenas noticias!

Espero un tiempo prudente como para que ella meditara su decisión. Todo es silencio, deslizo entonces la carta abierta por el umbral de su puerta.

La luz a través de la ventana duró muy poco, esa misma tarde volvieron las lluvias y las tierras anegadas se desbordaron otra vez sobre los caminos; desde su quicio, contemplo el campo allende de las tapias. En las propiedades de enfrente, las vicuñas resignadas bajo sus abrigos empapados parecían efigies talladas en la brumosa melancolía del tiempo. Los días seguían cayendo con inclemencia, las ranas poblando los rincones, y yo soñando con peces y caracoles.

Marina se volvió aún más hermética, en la casa se escuchaban solo los ecos de mis pasos, parecía que incluso los fantasmas se habían esfumado. Comencé a preparar los alimentos y a cuidar de mis asuntos personales, antes de salir a la oficina le dejaba una bandeja con el desayuno en la puerta de su alcoba que se mantenía siempre cerrada. En la tarde cuando regresaba la bandeja me esperaba en el mismo lugar, consumida a veces, a veces a medias. Respondí la carta de Victoria, le conté —a modo de escusa—: Que la visión de mamá estaba empeorando, que ya no lee ni escribe mucho, pero está contenta con la noticia y le envía sus bendiciones. «¡Qué más daba si después de una mentira, seguía una procesión de buenas intenciones!».

Nuevas cartas continuaban llegando. Victoria me contaba los pormenores de su embarazo. El parto se esperaba para mediados de mayo. Empecé a redactar las cartas como si fuesen dictadas por Marina, llenándolas de consejos que solo una madre podría decir a su hija —conocía de hace mucho las opiniones de Marina al respecto de los niños—. Victoria se mostraba optimista, su caligrafía se volvía cada vez más preciosa y se iba poblando de pájaros y de flores: «Si nace niña se llamará como la abuela y si es varón lo llamaremos Pedro».

Mientras su felicidad se desbordaba por la blancura del papel, mi soledad, disfrazada de alegría, se iba expandiendo; atravesando los caminos desde las alturas de los Andes, a lo largo de mares inmensos, sobre las crestas espumosas de las olas, hasta llegar a manos de mi hija con la apariencia de albricias.

Mayo estaba por terminarse y las noticias no llegaban, el temporal hacía intransitable los caminos. Los carteros, perdidos bajo sus ponchos de hule, emergían de la niebla de cuando en cuando, pero ninguna carta de Victoria. Una mañana temprano, encontré a Marina armada con hoz y con tijeras limpiando los yerbajos que habían invadido el huerto. Buscaba algo entre el follaje abigarrado, la maleza lo había poblado todo. Desde hace mucho que no se diferenciaban los senderos que recorrían hasta la bodega donde se guardan las herramientas, ya ni siquiera recuerdo cómo eran los bancos del jardín, sólo sé que eran de piedra. Viéndola así, distraída, subí despacio con la esperanza de sorprender la intimidad de su cuarto y satisfacer esa curiosidad que me apresaba.

Como lo esperaba, lo encontré cerrado. Forcé el seguro con un cuchillo de mesa y entré. En medio de una penumbra sostenida por un tenue quinqué, apenas podía distinguir los contornos de los objetos que allí habitaban. Un olor a incienso se esparcía en el ambiente y un ruido como el crujir de un gozne oxidado le imprimía a la escena una dimensión extraña. Unos segundos después que mis pupilas se acomodaran logré distinguir sobre su cama una figura humana. Se me cortó la respiración y tuve que forzar a mi pecho a henchirse varias veces hasta recuperar la calma.

Miré estupefacto cada detalle de la habitación. Era un collage impresionante que desnudaba ante mis ojos la mente torturada de mi esposa. Sobre la antigua cama matrimonial, simulando un cuerpo extendido con un brazo sobre el pecho, yacía el traje de graduación de Pedro impecablemente planchado. A través de la abertura de la chaqueta fulguraba su camisa blanca con el cuello rematado por una corbata de pajarita. De entre las mangas de la chaqueta sobresalían unos guantes blancos y de las bastas de sus pantalones azules, las medias celestes de colegial se prolongaban hasta dentro de sus zapatos de charol que se mantenían inexplicablemente verticales. Como si alguien realmente descansara sobre ese lecho.

Me invadió una mezcla de terror y de ternura. Me acerqué a la figura con la intención de abrazarla, de levantarla y esperar a que camine… Por suerte, mi cordura se mantuvo unánime. Con la visión turbada por las lágrimas, contemplé el rostro de mi hijo que sonreía desde una fotografía enmarcada en un óvalo de cedro. En la cabecera de la cama, entre los restos de cera derretida, el remanente de una vela todavía flameaba imprimiéndole a su rostro la sensación de movimiento.

Los veladores se habían transformado en altares de dioses de todas las religiones. Todos los animales divinos estaban allí. Todas las efigies dignas de adoración y; sobre las paredes, trazadas en rasgos fugaces, las primeras formas de la geometría sagrada. Una colcha cubría la ventana a manera de cortina, cegando casi por completo, la poca claridad que procedía del huerto.

En el suelo, a un lado de la cama, sobre una estera de esparto, dos viejas mantas dobladas formaban un lecho rígido que, flanqueado por pilas de libros, le daban el aspecto de un sórdido nido en el que Marina se sumergía cada noche y del que surgía cada mañana como de un huevo primordial. El ruido de una puerta que se cerraba en el patio me devolvió a la realidad. Dejé la alcoba en puntillas. No sé si huía del peligro inminente de ser descubierto o de la perturbadora visión de aquella alcoba que un día también fue mía. No sé cuánto duró la «visita», porque tuve la sensación de que el tiempo no existía en el interior de esa pieza.

Me alisté para la oficina con la mente en blanco. Coloqué el impermeable sobre mis hombros como un autómata; luego calcé unas botas y un sombrero a ese homúnculo que me representaba en el espejo del recibidor y me lancé a la calle. Caminé sin rumbo entre la niebla. El pueblo se me antojó como una extensión de ese cuarto extraño: los contornos brumosos de los árboles, las etéreas siluetas de las edificaciones, la fantasmagoría de las cúpulas de la iglesia que parecían flotar libres hacia el cielo. El tañido de las campanas me sorprendió perdido por unas callejuelas que hace mucho no las frecuentaba y recordé que salí con rumbo al trabajo.

Mi oficina está en la segunda planta del edificio de la junta parroquial, allí malvivo desde hace más de veinte años manteniendo al día los libros de contabilidad. La oficina queda a unas cuantas cuadras de la casa, siguiendo un zigzagueante sendero al margen de un río de cristal —claro, en verano— que desde hace mucho que es un monstruo de color ferroso como el barro que muerde los zapatos. Regreso sobre mis pasos, ensimismado, cavilando en las extrañas imágenes de ese cuarto: «¿¡Qué hace, qué busca, qué pretende con esa parafernalia macabra de rituales!? Es como si quisiera exorcizarlo, divinizarlo, redimirlo». Así de inextricable se me hacía la mente de mi esposa.

Al medio día regreso a casa, de camino al pueblo contemplo a los vecinos que recogen en sacos de yute los peces que la creciente de la noche anterior ha dejado atrapados, aún vivos, en los baches anegados de la vía. Todavía rumiando las sorprendentes imágenes de esta mañana, paso por las oficinas del correo. Detrás de un mostrador de madera resquebrajada, Aurelio saluda con parsimonia, mientras sus pies lo llevan a rastras desde el mostrador hasta la estantería de las entregas.

—Hace rato que llegaron las cartas, hay una para vos, te la iba a enviar a la oficina, pero el guambra de los mandados —se coloca los lentes con manos temblorosas— no ha venido hoy. Parece que todos andan de pesca.

—Así parece.

Miro la carta que Aurelio toma del perchero y la reconozco por los timbres postales.

—Es de Vicky —me dice, mientras me la entrega—. ¿Tu nieto habrá nacido ya?

—Supongo que sí. Ya te lo haré saber.

Con una palmada en la espalda me despido de mi viejo amigo. Al volver a la calle, comienza a paramar, guardo la carta sin abrir en el bolsillo del impermeable y camino de regreso a casa, abrigando la esperanza de que finalmente Marina cambiará de actitud ante un acontecimiento de tal trascendencia.

A la entrada me detengo frente al portón desvencijado, ganado por un musgo que le lame los hierros oxidados y que al abrirlo rechina anunciando la llegada de propios o extraños; lo cruzo y sigo de largo hasta la casa. A punto de llegar veo a Marina plantada en el umbral de la puerta principal. Estoy pasmado ante semejante visión espectral y no atino a decir nada más que: ¡Marina!

—No quiero que traigan más desastres a esta casa —me dice en tono airado. Inconscientemente me llevo la mano al pecho donde guardo la carta de Victoria.

—¡Marina! ¡Querida! Se avecinan buenos tiempos, nuestra vida va a cambiar. ¡Tiene que cambiar!

Me acerco despacio buscando delicadamente su complicidad. Me mira con ojos penetrantes y toda su locura que ahora me es patente se expresa en su mirada, luego mueve su cabeza en señal de desaprobación.

—¿Es que no entiendes? ¡Nunca lo vas a entender! Los buenos tiempos para nosotros ya no serán ni en los recuerdos.

Saco la carta que llevo atesorándola en mi pecho y se la extiendo.

—No tienes que dármela, no necesito leerla, sé lo que trae… Después de un invierno como este solo nos queda un siglo de otoño.

—¿Qué es?, ¿Qué es lo que trae?

Estoy seguro que si ella me lo dice no necesito ni leerla. No me responde, solamente se da vuelta, cruza el callejón de los geranios con dirección al cuarto de Pedro sin volver la vista atrás, segura de que sigo sus pasos; me dice mientras asciende las escaleras:

—Tú no estuviste la mañana en que descubrí el cuerpo inerte de tu hijo en su cuarto colgando de una viga. Tú no viste su bello cuello de bronce estrangulado por el cáñamo ni te asomaste al infierno de sus ojos dilatados. Yo, yo sola tuve que bajarlo, usando una fuerza que de seguro me la brindó el demonio, porque Dios… no sé dónde estaba Dios la noche en que Pedro se quitó la vida. —Su voz se cargó de ira—. No has vuelto a su cuarto, ¿verdad? —Y abrió la puerta—. ¡Ven! —me dijo, volviendo su rostro y tocando mi mano después de siglos de ausencia.

No pude hacerlo, no pude entrar en ese espacio que para mí quedó vedado desde aquel suceso. Mucho menos ahora después de la insólita experiencia en el cuarto de Marina.

—Acá vengo cada noche cuando sueño —me dice, y un escalofrío me sube por la espalda—. ¿Quieres venir conmigo? ¿Quieres hacer vela con los ausentes?, porque tu nieto también está aquí desde hace algunos días. ¡Los Pedros están malditos!

Marina estaba delirando, yo no podía más con estas escenas de locura. Dejé la casa y corrí hacia la calle, llegué hasta la oficina, a puerta cerrada leí la carta. La preciosa caligrafía de Victoria se había tornado en rasgos quebradizos y vacilantes, luego de muchas lamentaciones me decía que el niño había muerto en el parto. Un caso que los médicos denominan: circular de cordón alrededor del cuello del bebé: esa fue la causa; es frecuente que se presente, pero es raro que provoque la muerte.

¿Qué más podía esperar? Me quedé pensando en Marina: sola en esa casa, en ese cuarto poblado de fantasmas. La amaba profundamente, pero no quería que ese fuese mi mundo. Así estuve largo tiempo mientras mis emociones se estancaban, solo entonces pude contemplar hasta el fondo el espíritu de mi esposa. No era el vacío que quedó en el espacio cuando Pedrito partió, lo que la atormentaba. Era…era, sobre todo, la angustia que pesa sobre el alma de los suicidas que no pueden descansar en tierra sagrada. Marina había pasado de este Dios cristiano al que yo no puedo más que obedecer sin dilaciones. Ella pugnaba por un Dios más antiguo, primordial, un Dios cósmico al cual confiar el alma de su hijo.

La gente comenzó a llegar para el turno de la tarde.

—No para de llover —me dice Gabriela, la secretaria.

—No, no para —respondí.

Afuera las hojas de los árboles seguían balanceándose por el leve martilleo de las gotas de lluvia y el viento aullaba perdido por los callejones.

11 junio 2025

Por el bien de todos



P. Alhazred

A veces me descubro al mando de mi nave, inmerso en una misión estelar contra piratas y monstruos galácticos, todos engendrados en los pliegues de mi imaginación. Reconozco a los tripulantes: rostros de mi niñez, colegas del pasado, sombras queridas de otros tiempos. Basta con decir “salir del juego” y despierto en mi habitación.

Me llamo Logan. Transitamos el año 48 del Siglo 1, desde que abandonamos las cronologías dictadas por credos, profecías o supersticiones, y adoptamos un calendario cósmico, más acorde a nuestro lugar real en el universo. Desde entonces, todo parece haberse ordenado, o al menos, eso creemos.

Hoy casi todos llevamos un microreceptor insertado en el cerebro. Graba todo. Cada instante, cada emoción, cada recuerdo. Luego, mediante un visor de realidad virtual, puedo revivir mi vida como quien hojea un álbum. Pero no es solo una herramienta nostálgica: si soy testigo de un crimen o accidente, mis recuerdos se vuelven evidencia, propiedad pública, parte de los archivos de la Policía Planetaria. No hay derecho a negarse. Aclaración necesaria: lo que sucede en los juegos va a carpetas especiales, de acceso limitado y formato eliminable.

Quién diría que nuestra conciencia —el núcleo más íntimo y abstracto del ser humano— acabaría siendo un archivo transferible. Muchos tienen a sus padres, hijos o parejas fallecidas guardados en objetos domésticos, como reliquias capaces de hablarles al oído.

La vida social se rige por una calificación holográfica visible en 3D: una puntuación sobre cinco estrellas que regula con quién puedes trabajar, hablar, incluso amar. Yo soy un 3,8. Con algo de esfuerzo, quizás llegue a 4,0. Solo los que superan el 4,5 pueden acceder al monitoreo total de sus hijos: a través de una app instalada en la conciencia visual, pueden ver todo lo que ellos ven, en tiempo real. Literalmente.

Ya no existen países. El mundo es administrado por una inteligencia central nano-distribuida, que registra nuestras reacciones a cada estímulo, y en base a ellas, define las tendencias de consumo, las relaciones personales y las rutas de evasión digital. No sabemos dónde está esa entidad. Ni siquiera si tiene forma humana.

Mi jornada consiste en pedalear ocho horas diarias en una bicicleta estática que alimenta la planta energética local. A cambio recibo “virtudes”, la moneda con la que accedo a bienes y recompensas. Este año espero juntar dos millones. Más virtudes, más libertad. O eso dice la propaganda.

Conocí a Katherin en una app de citas. El algoritmo nos asignó cinco semanas juntos. Al cumplirse el plazo, nos desconectaron. Decidí permanecer inactivo: es el único gesto de rebeldía que el sistema me permite sin penalización.

Hoy, el amor ha mutado. Aquellos con un ranking mayor a 4,6 pueden diseñar a su pareja ideal en simuladores afectivos. No más corazones rotos. No más desilusiones. Amor a la carta.

Yo prefiero pedalear un par de horas extra para mejorar mi nave, ganar más insignias, conquistar planetas con mi tripulación imaginaria. Allí nadie me califica. Allí nadie me abandona.

A veces escucho rumores de disidentes, individuos que decidieron vivir fuera del sistema: sin implantes, sin rastreo, sin estrellas. Dicen que viven como antiguos nómadas, al margen de toda red, como en la era previa a los primeros smartphones. Salvajes, les llaman. Rebeldes.

Y a veces, mientras pedaleo en silencio, una parte de mí —pequeña, casi silenciada— se pregunta si ellos nos observan desde la sombra, si alguna vez sabrán que aún hay alguien aquí adentro, bajo los sensores, bajo las estrellas, recordando cómo era sentir sin ser medido.

Quizá algún día, cuando nadie mire, deje de pedalear.

Solo por el bien de mí mismo.

Pedalear la estática

P. Alhazred Alfonso llegó a su primer día de gimnasio un martes de julio. Con la insistencia de su padre y la aprobación de su madre, no le ...