09 julio 2025

Pedalear la estática

P. Alhazred

Alfonso llegó a su primer día de gimnasio un martes de julio. Con la insistencia de su padre y la aprobación de su madre, no le quedó más remedio que echarle ganas.

Se acercaba el primer año de bachillerato y quería estar en forma para optar por alguna disciplina escolar, de aquellas que volvían tan populares a los chicos. Pero este gimnasio tenía algo especial.

Maribel era la mujer que atendía en el ingreso casi todo el tiempo. Su padre la saludaba con efusividad, delatando una antigua amistad. Le había contado que era la nueva dueña del gimnasio, antes instructora de baile, y que, gracias a las remesas enviadas por su hijo desde Estados Unidos, pudo comprar el negocio como una oportunidad.

La saludó sin mirarla. Tenía miedo de desarmarse ante aquellos ojos verdes.

—Alfonso, tu padre me pidió que un entrenador te guíe. Ven, busquemos a Nacho.

Alfonso asintió, y su mirada se clavó en su escote por una fracción de segundo.

—Claro, gracias —dijo.

—Nacho, Alfonso es nuevo. Dale unas rutinas para empezar.

—Un gusto, campeón —dijo, extendiendo la mano—. Empezaremos con bracitos.

La belleza del rostro de Maribel y sus formas curvilíneas encandilaron al joven, provocándole una admiración cercana a la idolatría, que se traducía en noches de soledad y en el descontrol de su mano. Recordaba con detalle su vestimenta, elegantemente combinada para cada día de la semana. Apenas se fijaba en las chicas jóvenes que, con gran esfuerzo, cumplían las rutinas que Nacho y otra entrenadora les imponían.

No faltaba a los entrenamientos, a pesar de no simpatizar mucho con Nacho, quien, además de coquetear con las chicas, seguía de cerca sus rutinas y lo corregía continuamente. Maribel, en cambio, siempre lo recibía y despedía con una sonrisa que lo elevaba hasta el cielo de las feromonas.

Por lo general, los viernes llegaba menos gente al gimnasio. Venciendo sus miedos, se acercó al mostrador de recepción para iniciar una plática, tal vez sobre el clima o alguna rutina que Nacho le hubiera impuesto.

—Me resulta difícil la máquina del fondo —le comentó—. Tal vez no me explicaron bien.

—Es mejor si lo intentas primero sin peso —respondió, inclinándose para alcanzar el control de la música ambiental.

—¿Qué música te gusta para entrenar? —preguntó de forma coqueta—. Sospecho que te gusta el rock, como a tu papá.

La mención a su progenitor lo descolocó.

—Sí, un poco —atinó a responder—. ¿Son amigos desde hace mucho?

—Lo conozco desde antes de casarme —dijo, acomodándose sus rizos castaños.

—Recuerdo que me comentó que eras instructora de baile en este mismo gym desde hace años —soltó, sin querer, esa última frase, pues refería su edad cercana a la de su padre—. Te vi en la bailoterapia el otro día. Bailas muy bonito —agregó, queriendo amortiguar la alusión a los años.

—Gracias. También entreno piernas en las mañanas; así mejoro la resistencia.

Algunas personas comenzaron a llegar y se despidieron.

—Salúdame a tus papás —dijo con despreocupación.

No podía sacarla de su cabeza. Aquel primer mes de entrenamiento lo cumplió sin ninguna falta, y a pesar de que su coach no le simpatizaba en lo más mínimo.

Cada día la veía más atractiva, y las sonrisas de ida y vuelta él las interpretaba como una fascinación mutua. Trataba de ubicarse en alguna de las máquinas que tenían línea de vista hacia la sala de baile, y desde ahí contemplaba la sesión completa sin pestañear.

Un sábado de octubre, el gimnasio estaba a punto de cerrar. Alfonso vio salir a los entrenadores, y la voz de Maribel anunció que iban a cerrar. Como imaginando un encuentro, se demoró en el vestidor, pensando cuál sería su siguiente paso. De pronto, se abrió la puerta.

—Alfonsito, ¿no me has oído? Vamos a cerrar.

—Perdón, me sentí un poco mal —dijo, tomándose la cabeza.

—¿Te has golpeado o hiciste mucho esfuerzo? —preguntó, sentándose junto a él, tocándole las sienes y pasando el brazo alrededor de su espalda.

—Me duele un poco —respondió, y enseguida hundió el rostro en su hombro, sintiendo cómo el perfume de ella se colaba por cada poro de su piel.

Maribel no supo cómo reaccionar. Instintivamente acarició su pelo como lo hubiera hecho con su hijo, pero en seguida notó la reacción viril del joven y no se pudo resistir a acariciarlo.

Alfonso buscó sus labios con timidez. Ella se dejó encontrar. Tomó su mano y la puso debajo de su blusa. Sintió la protuberancia del pantalón apuntando hacia ella. Sacó fuerzas desde el fondo de su ser para rechazarlo.

—Por favor, vete. Estamos cerrados —increpó, al tiempo que sus brazos lo alejaban de ella.

Una semana le tomó a Alfonso volver al gimnasio. Las cosas ya no eran las mismas. Apenas se saludaban sin cruzar palabras. Sin mucha inspiración, se ponía a pedalear en la estática. De pronto, Maribel llegó a la bicicleta a su lado. Apenas se saludaron.

—Alfonso, eres un chico guapo e inteligente. Muy pronto serás un hombre y encontrarás una chica que realmente te quiera.

No respondió. Sonrió ante tantos lugares comunes pronunciados por Maribel. Dejó la bicicleta y fue en busca de Nacho. La música ambiental golpeaba fuerte en su pecho.

Ese mismo mes, habiendo apenas iniciado sus clases de bachillerato, presenció una discusión acalorada entre sus padres que desencadenó el anuncio de su separación. Su madre hacía constante alusión a esa «otra mujer» en una típica escena de celos y drama. Pero el verdadero drama fue para Alfonso cuando, días después, encontró a su padre de la mano con Maribel cerca del gimnasio.

Un vendaval de lágrimas golpeó sus ojos. Se dio vuelta y corrió. En ese momento, supo que empezaba a odiar a aquel hombre que le arrebataba su primer amor.


Epílogo

Muchos años después, en otra ciudad y con otra vida, pasó frente a un gimnasio cualquiera. Olía a esfuerzo, a música de fondo, a espejos empañados. Se detuvo un instante frente al ventanal, y por un momento creyó ver a Maribel, entre reflejos y formas, volviendo a inclinarse para cambiar una canción.

Recordó entonces aquel verano de cuerpos tensos y miradas húmedas, donde confundió deseo con amor, y fantasía con promesa. Se avergonzaba un poco, pero también sonreía. Porque Maribel no fue solo su primera obsesión, sino también su primer abismo. Ella le enseñó, sin saberlo, que crecer no es solo estirar el cuerpo, sino aceptar lo que no puede ser.

Cerró los ojos. Y entonces supo que, aunque nunca la tuvo, ella sería una de esas mujeres imposibles que uno guarda sin querer en la memoria: intactas, brillantes, perdidas en el tiempo como una canción que ya no se encuentra, pero cuya melodía se sabe de memoria.

Y eso también era crecer.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Pedalear la estática

P. Alhazred Alfonso llegó a su primer día de gimnasio un martes de julio. Con la insistencia de su padre y la aprobación de su madre, no le ...