07 mayo 2025

A veinte metros de distancia



Que poco ha cambiado nuestra onda

Solo cambiaron un poco nuestros cuerpos

H. Cantero


P. Alhazred.



Nuestra relación, breve y efímera como un suspiro, fue casi enteramente virtual. Nos conectábamos a través de llamadas en líneas analógicas, luego por mensajes en el chat de Facebook o correos que volaban a través de Hotmail, ecos de una tecnología que hoy parece lejana. Pero hay algo tangible que guardo de esos primeros años: un par de fotografías tuyas. Las tomé a escondidas, con la mirada temblorosa de quien teme ser descubierto, durante una de tus visitas a la casona de tu abuela paterna, en el centro de nuestra ciudad colonial. Esa casa de ventanas amplias y balcones elegantes —como si cada detalle quisiera contar historias de tiempos mejores— era un símbolo del patrimonio de la ciudad.

Yo vivía justo enfrente, en un hogar abarrotado de amor y rutinas cotidianas, con mi madre, mi tía, mis abuelos y Bobby, mi primer inseparable compañero de cuatro patas. Eran los soñados noventa, una época en la que las cosas parecían más simples y, quizás, más mágicas. Poco a poco fui hilando detalles sobre ti: tu nombre, tu colegio, incluso tu dirección. Una tarde, desde veinte metros de distancia, apunté mi Konica de rollo ciento diez —aquel que solo permitía doce disparos— y capturé un par de imágenes tuyas sin que lo supieras. No las necesitaba para recordarte, pero me daban la ilusión de que, de algún modo, podía retenerte, aunque fuera en papel fotográfico.

Conseguir el número de tu casa no fue difícil. En una ciudad pequeña, la guía telefónica era el manual del joven detective enamorado. Sin embargo, las conversaciones que logramos tener nunca fueron largas ni memorables. Más bien, entre primas, primos y tu hermanita —que se convirtieron en involuntarios intermediarios— todo se enredó. Sentí que llegaste a odiarme o, al menos, que no te caía bien. Nunca logré cruzar palabra contigo frente a frente durante aquellos años. Varias veces fui hasta la puerta de tu colegio con la esperanza de reconocerte entre un mar de uniformes azules, pero siempre me quedé al margen, sin encontrarte. Una vez te grabé un casete con canciones de los Enanitos Verdes y se lo entregué a una vecina para que te lo diera un catorce de febrero. Solo quería saber qué sentiríamos al estar cara a cara. No ocurrió. Aun así, quise despedirme de ti con un gesto que mezclaba romanticismo y desesperación: una serenata. Fue en el año noventa y cinco, cuando, con un grupo de amigos y tras confirmar tu dirección, nos plantamos frente a tu casa para cantarte: «Oye mi bien la plegaria que nace de mí...». Era la canción que mejor nos salía y era también un grito al vacío. Como lanzar una botella al océano o una señal luminosa al espacio, sin certeza de que alguna vez habría respuesta.

Terminé el colegio y, tras la muerte de mi abuela, nos fuimos del barrio. Empecé la universidad, mientras tu recuerdo lentamente se condensaba en esas fotos guardadas con cuidado en mi cajón. Quince años pasaron hasta que un tímido mensaje en redes sociales reavivó esa llama juvenil, casi extinguida. Habías emigrado a Estados Unidos en el año noventa y nueve. Tenías dos hijos; no estabas casada. Me abriste tu corazón como lo hacen dos viejos amigos que se reencuentran tras años de ausencia. Me contaste de tu periplo para llegar a Norteamérica —en un avanzado estado de gestación— dejando atrás un país sacudido por las protestas y la incertidumbre previa a la dolarización.

—Perdón que te escriba. —Puse en un primer mensaje.
—Ningún perdón. ¿Cómo estás? —respondiste.

Debiste notar que mi amor juvenil reverdecía. Mi situación civil ya no importaba tanto como la alegría de reencontrarte, esta vez con la posibilidad de compartir largas charlas en el chat o intercambiar correos repletos de detalles. Desde entonces, cada siete de mayo, el día de tu cumpleaños, procuraba enviarte algo tangible, aprovechando los abundantes servicios de mensajería que conectan a las familias migrantes.

Nunca mencionaste alguna relación allá, aunque no podía imaginar que alguien como tú careciera de pretendientes. Tus hijos eran tu mundo, al igual que mi hija, el mío. Una vez me pediste ayuda, ¿recuerdas?, querías localizar al padre de tu segundo hijo y entablar un juicio de alimentos. Sin embargo, luego de algunos meses de tramitología, la justicia ecuatoriana requería que el menor estuviera en el país para proceder.

—Al menos lo intentamos —dijiste.

Yo me sentí en paz por haber hecho todo lo posible para apoyarte.



Los años siguieron entre cartas esporádicas y chats. La vida te hacía cada vez más hermosa ante mis ojos; la madurez te sentaba de maravilla. Conocí a tus hijos cuando visitaron la ciudad —gracias a la facilidad que permite un pasaporte de ciudadano americano—.

Antonio, fanático del fútbol y de CR7, me recordaba a ti por su inagotable energía. Durante aquella visita, fui a la casa de tu mamá, una mujer amable, aunque claramente incómoda con mi condición de esposo y padre.

«A veces una mentira no hace daño, pero en otras ocasiones es absolutamente necesaria», pensé después.

Cuando tu hijo mayor cumplió veinte años, finalmente obtuviste la residencia americana que habías anhelado por casi dos décadas. El documento llegó en pleno inicio de la pandemia global y con él la posibilidad de regresar a tu país cuando quisieras. Seguíamos hablando. Comentábamos durante horas una serie que estaba de moda: La Casa de Papel. Estábamos a tope con sus nudos y desenlaces, divagando sobre qué nombres usaríamos si fuésemos parte de la banda: Guayaquil, Ankara, Tel Aviv, Antofagasta. Te encantaba viajar. Ya conocías varios estados de la bandera estrellada.

—Yendo de turista no hay lugar feo —decías—. Ir a trabajar es otra cosa.
—Hay que visitar Estados Unidos antes que Estados Unidos te visite a ti —te replicaba con mi inmutable sentimiento antiamericano.

A finales de dos mil veintiuno, recibí un mensaje de voz en Instagram: «Adivina dónde estoy».

Estabas en la ciudad, a pocos kilómetros de distancia. Habías regresado por una breve visita, después de veintidós años.

—Ojalá podamos vernos —dijiste con tu inconfundible acento serrano.

La idea de ese encuentro, pospuesto desde los años noventa, me llenó de ansiedad y expectativa.

—Qué gusto, Sandi. Cuando puedas nos damos un paseo —te respondí.

Te envié mi número y empecé a imaginar ese momento: ¿qué haría?, ¿qué diría?, ¿a dónde te llevaría? La playa parecía imposible; no había tiempo para propuestas complicadas. Solo podía esperar tu llamado.

Nos citamos en un centro comercial. Llegué temprano, con gafas y sombrero, instalándome en una mesa desde donde podía ver a todos los que entraban. Entonces te vi. Eras tú, tan hermosa como siempre. A veinte metros de distancia saqué el celular e intenté hacer una foto, pero algo en mí se quebró. Sentí que ya no pertenecías a este lugar, que el tiempo y las circunstancias habían tejido una realidad distinta para ambos. Vacilante, me levanté y me fui. Te dejé plantada...perdóname por eso y por lo que haría después. Bloqueé tus redes de inmediato, sin despedidas, sin explicaciones, en un acto de cobardía que todavía intento justificar.

«Una pequeña canallada no te hará daño o, ¿quzá sí?». He traicionando todo lo que siempre he creído sobre la amabilidad y la caballerosidad.

Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, sé que hiciste un gran esfuerzo por llegar a esa cita. Ya no importa. Adiós Sandra. Te quise mucho y esperaba verte algún día. Si no se dio, ¡qué le vamos a hacer! Las fotos seguirán en ese cajón, llenándose de polvo, como dice la canción de nuestros Enanitos Verdes de aquel viejo casete de los años noventa.

Hernando.

1 comentario:

Ulises Díaz dijo...

Un relato sobre las idas y las vueltas del amor, sobre los desencuentros que nos han marcado a todos en un momento de la vida. Amar desde un solo lado de la historia. Como una moneda que lleva cara y no cruz. Peor aùn, como aquella que solo lleva la cruz. Aùn queda flotando en mi mente una pregunta: ¡Por què no encontrarse con ella, si la tenìas a apenas veinte metros?

Publicar un comentario

Entre ella y yo

P. Alhazred Angélica posee una estampa espectacular. Su figura y sus medidas la ubican en el prototipo de modelo casi perfecta. Piel morena,...