21 mayo 2025

El niño milagroso


Paul R. Alhazred

La sala comunal estaba repleta. Aquel día, los habitantes de San Paúl se habían reunido como pocas veces, con ropa limpia, los rostros serios y las manos inquietas. Estaban recibiendo a los enviados de la cooperativa de crédito. Entre murmullos y expectativas, un joven se puso de pie.

—Como verán, estimados —dijo Alejandro con una voz clara, templada como río de montaña—: somos una comunidad pequeña y humilde, pero rica en lo que no siempre se ve. Si nos ayudan con los créditos, cada familia podría emprender algo, y San Paúl se alzaría como nunca.

Su estampa destacaba: un joven alto, de tez blanca y ojos color musgo. No aparentaba más de veinte años. Su tono sereno, sin esfuerzo, acalló a la multitud. Había algo en él que inspiraba respeto. Los comuneros asintieron en silencio, como si esas palabras hubieran sido escritas en la tierra desde antes.

Los funcionarios sonrieron, complacidos. Se pactaron compromisos verbales y se anunció que más de treinta familias serían beneficiadas con microcréditos, una fórmula lejana traída desde Bangladesh, pero que en San Paúl parecía tener algo de augurio ancestral.

Después, en una charla informal entre funcionarios y líderes, uno de ellos lanzó una pregunta casi con sorna:

—¿Y ese joven… es hijo de algún extranjero?

Nadie respondió de inmediato. Alejandro ya no estaba en la sala; se lo veía a lo lejos, caminando entre las casas de barro y madera, envuelto por la bruma y el verdor de los cafetales.

—Su nacimiento fue como un milagro —dijo finalmente don Johnny, su tío, con un brillo en los ojos que mezclaba orgullo y nostalgia—. Sus padres eran indígenas, labradores del monte. Pero el niño nació blanco, con los ojos como esmeraldas. Y desde pequeño... sanaba con solo tocar.

La comunidad de San Paúl se esconde en una estribación de la cordillera occidental, donde la neblina acaricia los caminos rotos y el canto de los insectos se mezcla con los rezos. Para llegar, Ricardo y Valentina caminaron más de dos horas desde la última carretera, sudando entre helechos y piedras sueltas.

Valentina iba en silencio, pero por dentro, un eco del pasado la estremecía. Recordaba una peregrinación junto a su padre, cuando buscaban la ayuda de aquel Niño Milagroso, en un momento crítico de su segundo embarazo.

—¿Él es el mismo? —preguntó ahora, al ver de nuevo el rostro de Alejandro—. ¿El que curaba con solo poner las manos?

—Aquí todavía le decimos “El Niño” —respondió don Johnny, sonriendo—. Hasta que cumplió diez años, venían cientos de peregrinos. De la capital, de la costa, incluso del otro lado de la frontera. Le traían velas, billetes doblados en papel de colores, hasta joyas. Y él sanaba. Con un roce. Con una palabra. Pero los poderes, dicen, se desvanecen si no se cultivan. La escuela… el mundo… lo alejaron de eso.

Ricardo lo miró con escepticismo.

—¿Y ahora qué hace?

—Ahora motiva —dijo don Johnny—. Todavía tiene ese don: hace que la gente crea.

Antes de marcharse, Valentina y Ricardo visitaron una pequeña capilla en el borde del camino. Allí, Valentina dejó encendida una vela. Recordó la vez que no pudo llegar hasta El Niño, pero su hija, contra todo pronóstico, nació sana. Fue un viaje duro, de esos que uno cree olvidar y su recuerdo se quedan dormido, esperando una señal para volver.

Mientras, Alejandro anota nombres en la soledad de su cabaña. Una figura del Divino Niño vigila desde un altar improvisado. A veces, como un zumbido antiguo, le llegan imágenes confusas: él sobre los hombros de su padre, semidesnudo, con la piel que brillaba bajo el sol. Las manos extendidas, el murmullo de las plegarias, el calor de las velas, el peso del milagro.

Recuerda también la burla de sus compañeros de escuela, las sospechas sobre su origen. Algunos lo relacionaban con el cura español, que visitaba la parroquia con una sonrisa extraña. Otros decían que era hijo de la montaña misma, nacido del barro y la luz.

Hoy, a punto de cumplir veinte años, Alejandro sabe que algo de ese poder sigue en él. Tal vez no para curar huesos rotos ni pulmones enfermos, pero sí para dar esperanza, para sembrar fe donde solo hay sequía.

Mira la foto de su padre pegada al lado del altar.

—Vamos a por esos créditos, papá —susurra—. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

Fuera, la lluvia empieza a caer como una bendición antigua sobre los techos de zinc. Y por un instante, el aire huele a romero y a tierra húmeda, como si los milagros aún caminaran por San Paúl.

Durante días, la oficina de Valentina permaneció con un silencio apenas roto por el zumbido del ventilador y el crujido de papeles. En su escritorio, una caja de cartón contenía los documentos firmados por más de treinta comuneros. A un lado, reposaban las naranjas que le regalaron en San Paúl. Estaban comenzando a podrirse, pero ella no tenía el corazón para tirarlas.

El eco de las últimas noticias retumbaba dentro de ella. Uno tras otro, los rumores se habían confirmado: el dinero de los microcréditos, todos, había sido entregado en efectivo a Alejandro, bajo el pretexto de un supuesto proyecto turístico que reactivaría la economía local. Prometió un hostal ecológico, rutas de senderismo guiadas por los propios comuneros, talleres de medicina ancestral. Les había hablado de inversiones, de visitantes europeos, de “poner a San Paúl en el mapa”.

Y todos creyeron. Porque cuando Alejandro hablaba, uno no solo lo escuchaba: uno quería creerle.

Valentina bajó la cabeza, agotada. En la pantalla de su computador aún brillaban las palabras de Ricardo: "nuestra filosofía parte de creer en las personas...". Ella se quedó mirando esa frase por unos segundos, preguntándose: ¿qué pasa cuando alguien sabe usar esa confianza como un arma? ¿Qué ocurre cuando alguien convence tan bien que logra engañar a todos?

En San Paúl, el aire era denso. Las tardes parecían más pesadas desde que el milagroso desapareció. No quedaba rastro de Alejandro ni de su tío Johnny. La cabaña del joven estaba vacía, y en el altar improvisado del Divino Niño, alguien había dejado una hoja de papel arrugada. En ella, garabateadas con trazo nervioso, unas pocas palabras: “No nos falles tú también”.

Los comuneros, entre la pena y la rabia, se dividían. Algunos insistían en que todo era un malentendido, que Alejandro volvería con un contrato firmado, con turistas y camiones cargados de materiales. Otros callaban, avergonzados, evitaban el tema y los ojos de sus vecinos. Pero unos cuantos, los más viejos, hablaban en susurros de lo que siempre supieron: que ninguna gracia dura para siempre, que hasta los santos caen si se les mira demasiado de cerca.

—Nunca fue un santo —decía una anciana encorvada, mientras echaba agua hirviendo en una vasija de barro—. Fue un niño especial, sí. Pero los dones no son eternos si uno los tuerce.

En su informe final a la gerencia, Ricardo evitó usar la palabra “estafa”. Prefirió hablar de “crisis de confianza”, de “lecciones institucionales”. Sugirió reforzar las garantías comunitarias, mejorar la evaluación previa de proyectos, crear filtros más estrictos. Pero evitó mencionar que él mismo había defendido al milagroso, creyendo que esa fe ciega era virtud.

Valentina, por su parte, ya no dormía bien. Soñaba con el altar, con las velas consumidas, con un niño de ojos verdes que le decía al oído que no todo está perdido. A veces pensaba que si él volviera, si se parara otra vez frente a la asamblea comunal, su sola voz volvería a apaciguar los ánimos. Así de fuerte era el hechizo.

Y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabían que Alejandro no había sido el primero. La historia está llena de hombres capaces de mover montañas con palabras, de encender esperanzas, de tomarlo todo sin dejar rastro.

Quizá su único verdadero milagro fue ese: convencer a todo un pueblo de que podían ser algo más. Aunque fuera solo por un momento. Y aun cuando se apagó la última vela del altar, hubo quien se atrevió a encender una nueva. Por si acaso regresaba.

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