Paul R. Alhazred
La sala comunal estaba llena hasta el último rincón. Ese día, los habitantes de San Paúl se habían congregado como pocas veces: ropa limpia, rostros serios, manos inquietas. Recibían a los enviados de la cooperativa de crédito. Entre murmullos y expectativas, un joven se puso de pie.
—Sean bienvenidos, amigos —dijo Alejandro, con una voz clara, templada como río de montaña—, somos una comunidad pequeña y humilde, pero rica en lo que no siempre se ve. Si nos ayudan con los créditos, cada familia podría iniciar su emprendimiento y San Paúl se alzaría como nunca.
Su figura destacaba: alto, de tez clara, ojos color musgo. No parecía tener más de veinte años. Su tono sereno, sin esfuerzo, acalló a la multitud. Había en él algo que imponía respeto, como si sus palabras no fueran improvisadas, sino dictadas por una memoria más antigua que él mismo. Los comuneros asintieron en silencio, con una fe que parecía venirles desde siempre.
Ricardo y Valentina intercambiaron una sonrisa satisfecha. Se sellaron compromisos de palabra y se anunció que más de treinta familias accederían a microcréditos: una fórmula nacida lejos, en Bangladesh, pero que en San Paúl sonaba a profecía cumplida.
Después, en una charla
informal entre funcionarios y líderes, uno de ellos lanzó una pregunta casi con
sorna:
—¿Y ese joven… es hijo
de algún extranjero?
Nadie respondió de
inmediato. Alejandro ya no estaba en la sala; se lo veía a lo lejos, caminando
entre las casas de barro y madera, envuelto por la bruma y el verdor de los
cafetales.
—Su nacimiento fue
como un milagro —dijo finalmente don Johnny, su tío, con un brillo en los ojos
que mezclaba orgullo y nostalgia—. Sus padres eran indígenas, labradores del
monte. Pero el niño nació blanco, con los ojos como esmeraldas. Y desde pequeño...
sanaba con solo tocar.
La comunidad de San
Paúl se esconde en una estribación de la cordillera occidental, donde la
neblina acaricia los caminos rotos y el canto de los insectos se mezcla con los
rezos. Para llegar, Ricardo y Valentina caminaron más de dos horas desde la
última carretera, sudando entre helechos y piedras sueltas.
Valentina iba en
silencio, pero por dentro, un eco del pasado la estremecía. Recordaba una
peregrinación junto a su padre, cuando buscaban la ayuda de aquel Niño
Milagroso, en un momento crítico de su segundo embarazo.
—¿Él es el mismo?
—preguntó ahora, al ver de nuevo el rostro de Alejandro—. ¿El que curaba con
solo poner las manos?
—Aquí todavía le
decimos “El Niño” —respondió don Johnny, sonriendo—. Hasta que cumplió diez
años, venían cientos de peregrinos. De la capital, de la costa, incluso del
otro lado de la frontera. Le traían velas, billetes doblados en papel de
colores, hasta joyas. Y él sanaba. Con un roce. Con una palabra. Pero los
poderes, dicen, se desvanecen si no se cultivan. La escuela… el mundo… lo
alejaron de eso.
Ricardo lo miró con
escepticismo.
—¿Y ahora qué hace?
—Ahora motiva —dijo
don Johnny—. Todavía tiene ese don: hace que la gente crea.
Antes de marcharse,
Valentina y Ricardo visitaron una pequeña capilla en el borde del camino. Allí,
Valentina dejó encendida una vela. Recordó la vez que no pudo llegar hasta El
Niño, pero su hija, contra todo pronóstico, nació sin complicaciones. Fue un viaje duro, de
esos que uno cree olvidar y su recuerdo se queda dormido, esperando una señal
para volver.
Mientras, Alejandro
anota nombres en la soledad de su cabaña. Una figura del Divino Niño vigila
desde un altar improvisado. A veces, como un zumbido antiguo, le llegan
imágenes confusas: él sobre los hombros de su padre, semidesnudo, con la piel
que brillaba bajo el sol. Las manos extendidas, el murmullo de las plegarias,
el calor de las velas, el peso del milagro.
Recuerda también la
burla de sus compañeros de escuela, las sospechas sobre su origen. Algunos lo
relacionaban con el cura español, que visitaba la parroquia con una sonrisa
extraña. Otros decían que era hijo de la montaña misma, nacido del barro y la
luz.
Hoy, a punto de
cumplir veinte años, Alejandro sabe que algo de ese poder sigue en él. Tal vez
no para curar huesos rotos ni pulmones enfermos, pero sí para dar esperanza,
para sembrar fe donde solo hay sequía.
Mira la foto de su
padre pegada al lado del altar.
—Vamos a por esos
créditos, papá —susurra—. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
Afuera, la lluvia
empieza a caer como una bendición antigua sobre los techos de zinc. Y por un
instante, el aire huele a romero y a tierra húmeda, como si los milagros aún
caminaran por San Paúl.
Meses después, la oficina de Valentina permanecia con un silencio apenas roto por el zumbido del ventilador y el crujido de papeles. En su escritorio, una caja de cartón contenía los documentos firmados por más de treinta comuneros. El eco de las últimas noticias retumbaba dentro de ella: uno tras otro, los rumores se habían confirmado: el dinero de los microcréditos, todos, había sido entregado en efectivo a Alejandro, bajo el pretexto de un supuesto proyecto turístico que reactivaría la economía local. Prometió un hostal ecológico, rutas de senderismo guiadas por los propios comuneros, talleres de medicina ancestral. Les había hablado de inversiones, de visitantes europeos, de “poner a San Paúl en el mapa”.
Y todos creyeron.
Porque cuando Alejandro hablaba, uno no solo lo escuchaba: uno quería creerle.
Valentina bajó la
cabeza, agotada. En la pantalla de su computador aún brillaban las palabras de
Ricardo: "nuestra filosofía parte de creer en las personas...". Ella
se quedó mirando esa frase por unos segundos, preguntándose: ¿qué pasa cuando alguien
sabe usar esa confianza como un arma? ¿Qué ocurre cuando alguien convence tan
bien que logra engañar a todos?
En San Paúl, el aire
era denso. Las tardes parecían más pesadas desde que el milagroso desapareció.
No quedaba rastro de Alejandro ni de su tío Johnny. La cabaña del joven estaba
vacía, y en el altar improvisado del Divino Niño, alguien había dejado una hoja
de papel arrugada. En ella, garabateadas con trazo nervioso, unas pocas
palabras: “No nos falles tú también”.
Los comuneros, entre
la pena y la rabia, se dividían. Algunos insistían en que todo era un
malentendido, que Alejandro volvería con un contrato firmado, con turistas y
camiones cargados de materiales. Otros callaban, avergonzados, evitaban el tema
y los ojos de sus vecinos. Pero unos cuantos, los más viejos, hablaban en
susurros de lo que siempre supieron: que ninguna gracia dura para siempre, que
hasta los santos caen si se les mira demasiado de cerca.
—Nunca fue un santo
—decía una anciana encorvada, mientras echaba agua hirviendo en una vasija de
barro—. Fue un niño especial, sí. Pero los dones no son eternos si uno los
tuerce.
En su informe final a
la gerencia, Ricardo evitó usar la palabra “estafa”. Prefirió hablar de “crisis
de confianza”, de “lecciones institucionales”. Sugirió reforzar las garantías
comunitarias, mejorar la evaluación previa de proyectos, crear filtros más
estrictos. Pero evitó mencionar que él mismo había defendido al milagroso,
creyendo que esa fe ciega era virtud.
Valentina, por su
parte, ya no dormía bien. Soñaba con el altar, con las velas consumidas, con un
niño de ojos verdes que le decía al oído que no todo está perdido. A veces
pensaba que si él volviera, si se parara otra vez frente a la asamblea comunal,
su sola voz volvería a apaciguar los ánimos. Así de fuerte era el hechizo.
Y aunque nadie lo
decía en voz alta, todos sabían que Alejandro no había sido el primero. La
historia está llena de hombres capaces de mover montañas con palabras, de
encender esperanzas, de tomarlo todo sin dejar rastro.
Quizá su único verdadero milagro fue ese: convencer a todo un pueblo de que podían ser algo más. Aunque fuera solo por un momento. Y aun cuando se apagó la última vela del altar, hubo quien se atrevió a encender una nueva. Por si acaso regresaba.
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