31 mayo 2025

La Muerte como consejera




Ulises Díaz


No estoy pensando en volver a hacerlo... y aunque volviera a hacerlo, seguro que esta vez tampoco lo entenderías, como no lo entendiste en aquella ocasión. Tú me dirás: «¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurre repetir esa experiencia? ¿Cómo se te puede, tan solo, pasar por la cabeza después de todo lo que nos obligaste a vivir? No lo digo por mí, sino por tus hijas». Es como si escuchara una vez más tus reparos.  No sé si es tozudez o simplemente el hecho de no vivir escondido dentro de una madriguera como un ratón, sin saber que el gato que me espera allá afuera, es de verdad o un simple Maneki-Neko de porcelana. Recuerdas lo que decía tu padre: «Si te bota el caballo vuelve a montarlo so pena de no montar un caballo en tu vida».

En enero serán cinco años desde aquella terrible experiencia. ¿O no…? Tienes razón,  fue un veintidós de febrero, la fecha de tu cumpleaños. Y pensar que... casi logré que tomaras ese brebaje de San Pedro. Perdóname, recuerdo tus palabras cuando te empujaba a hacer algo que no querías: «¡No seas tan bestia!», siempre me lo repetías. Pero ya ves, tuve mi merecido, no siempre se aprende por las buenas. Mira, Nancy, aunque pienses que soy un inconsciente; aún ahora, después de todos los estragos, la sigo valorando como una experiencia trascendental. 

Hofmann —el padre del LSD— no se equivocó cuando afirmó que todos deberíamos experimentar con los enteógenos. Creía que el único requisito era un hígado sano y un ánimo sereno —quizá lo que yo carecía en aquella ocasión—. La psicosis en la que me sumergí, esa rara enfermedad de las emociones, ese diálogo constante con la muerte dejó en mí una enseñanza rotunda: Lo que no te mata te hace más fuerte. Ya sé que es una frase trillada, lo que no es trillado, es vivirla en carne propia, hasta llegar a aceptarla.

Sí, sí, lo sé. Sé que estás enterada que he vuelto a frecuentar a mi compadre Xavier. Pero eso no significa que —como tú de seguro pensarás— vaya a tomar de nuevo aquel brebaje. Aún me revuelve el estómago de solo imaginarlo... incluso, hay noches en que sueño que he vuelto ha hacerlo y despierto agitado ante la sola idea. Acaso se deba a que aún no estoy listo. Tal vez nunca esté listo, entonces: ¿por qué no hacerlo y ya, pase lo que pase? No quiero seguir contemplando el borde del abismo. Si junté el coraje para buscarte después de tanto tiempo, creo que puedo encontrar el coraje para otra toma. No, no pongas esa cara, es solamente una forma de levantarme el ánimo. No tienes que estar de acuerdo, pero para mí es importante. No, no es una cuestión de orgullo…, por supuesto que ya no creo en brujos —en eso ahora coincidimos—. Es algo más grande, algo que me impele a liberarme de antiguas ataduras. No sé cómo explicarte.

¿Qué si recuerdo lo mucho que nos afectó?, seguro que sí. ¡Fue tan real! Sé que en el fondo aún piensas que fui el culpable de la muerte del pobre Samuel. Sé cuánto lo querías, también yo lo amaba, pero estaba muy asustado por mí, por mis hijas, por ti. Era preferible que haya sido él, ¿no crees? Por «suerte» fué él... No te vayas, termina tu café. Te lo repito: sé cuánto lo querías.

Recuerda que todo iba bien hasta una semana después de la «bendita toma», nuestra vida seguía normal: la casa, el trabajo, el supermercado, la rutina con el colegio de las niñas, hasta parecía que en la cama nos iba mejor… ¿no lo crees?; bueno, pensé que estábamos mejor en ese sentido. Aquella noche, la del sueño que marcó el inicio de mi «enfermedad», veías las noticias en la televisión y me dijiste: «Hay una epidemia de rabia en la ciudad, tienes que vacunar al Samuel. El perro está en contacto con las niñas». Samuel estaba vacunado, no había por qué preocuparse. Recuerdo aquellas imágenes en la Sony Trinitron, aquellas que despertaron tus temores: mostraban a una niña convulsionando en una cama de hospital, había máquinas y sueros a su alrededor. Yo por mi parte no le dí importancia, para mí era lo mismo una niña o un perro con rabia, que más daba para alguien que lleva años al frente de una veterinaria. ¡Nada del otro mundo!, pero ya ves  uno nunca debería dar las cosas por sentado—, las imágenes debierón grabarse en mi subconciente. ¿De qué otra manera explicar los sucesos que se desataron en los días siguientes? ¿Y aquel sueño… qué significó?:

Tú y yo dormidos en la segunda planta de la antigua casa de Sayausí. Había un pequeño balconcito en nuestro dormitorio. ¿Recuerdas?, ¿no…? El que daba al patio posterior donde solíamos hacer las ceremonias. Cuando desperté, en el sueño, escuchaba voces de gente que llegaba a la casa. Parecía una multitud por todo el ruido que se armaba en el patio. En medio del barullo reconocí la voz de Renato. Pensé: «Es mi compadre que viene a la ceremonia del achuma».

Los escuché subir las escaleras, intenté levantarme de la cama para salir a su encuentro. De pronto la multitud estaba dentro del cuarto rodeando nuestro lecho. No era Renato, era mi archi enemigo —no diré su nombre por obvias razones—, venía acompañado de una banda de músicos. Cuando quise interpelarlo me faltó la voz. En vano hacía esfuerzos guturales para pedir que se marcharan. No podía despegar la cabeza de la almohada. Quería decirles que no estaban invitados, que nunca haría una ceremonia de San Pedro con ellos. ¡Qué se marchen de nuestra casa! Abrí la boca de forma descomunal para pronunciar un anatema; no tenía aire. Mi enemigo X dijo: uno, dos, tres con un tenedor en la mano a modo de batuta. Una música estridente nos envolvió.  Las notas, que flotaban visuales en colores neón, comenzaron a aletear como una miríada de polillas —de esas nocturnas, aquellas que temes más que a las arañas— y se lanzaron sobre nosotros. Sentí como se colaban por mi boca y se apretujaban en mi garganta. Desperté con el corazón hecho un puño. Tú te desperezaste a mi lado, estuviste a punto de despertar. Algo dijiste, algo sobre las flores de los cactus y continuaste durmiendo.

¿Por qué te lo cuento ahora después de tantos años? ¿Por qué no te lo conté al día siguiente? Sabía que me lo reprocharías, que me saldrías con el típico: «Yo te dije. Te dije que dejaras de andar con esas “dichosas” ceremonias, que nada bueno van a traerte». Lo que pasó esa misma noche, más bien esa madrugada después de ese sueño tan raro terminaría por darte la razón definitivamente.  Tardé más de una hora en volver a dormir y cuando al fin lo logré: atravesó por mi brazo una descarga eléctrica que me despertó con violencia.

¿Recuerdas esa mordedura que tenía en la palma de mi mano izquierda…? No la recuerdas, de seguro. ¿Por qué habrías de recordar esa específicamente? Me la hizo un samoyedo cuando le administraba unas pastillas, venía deprimido como la mayoría de los perros que llegaban a la consulta. Era una de tantas heridas que he recibido dada mi profesión, por ello, no me preocupé hasta esa madrugada de la descarga eléctrica. Cuando desperté estaba seguro de que el extraño fenómeno se originó en aquella lesión. Entre la frontera del sueño y la vigilia la sentí cruzar como una ráfaga, como un par de rayos que me recorrieron el radio y el cúbito, antes de juntarse para ascender por mi húmero. Desde esa noche la sensación regresaba en los momentos más inoportunos para instalarse sobre mi hombro izquierdo como una fatídica presencia. La herida en la mano, la descarga eléctrica y las imágenes de la niña las noticias se fundieron en mi mente. Un temor empezó a echar raíces, y de él, a brotar el árbol de la certeza: ¡Era la rabia! ¡Súmale a todo aquello ese extraño sueño! No soy aprensivo, tú lo sabes. Pero, te juro que desde esa noche la muerte fue construyendo su nido sobre mi hombro.  

Me incorporé en el lecho hasta quedar sentado de espaldas a la cabecera. La atmósfera del cuarto, sumergida en un verdor, el verdor del cactus, me traía de regreso las alucinaciones de la última toma. Era el verdor del achuma que impregnaba como una lama las paredes. Destellos dorados en forma de escamas se deslizaban por las cortinas. La sensación de que algún reptil descomunal había pernoctado con nosotros esa noche se me revolvió como una larva dentro del pecho. El olor del brebaje de San Pedro lo impregnaba todo. Me quedé en silencio, respirando profundo para evitar la náusea que me provocaba. ¡Cómo se agigantan los temores en la soledad de la madrugada! Todo parece trascendente. Tuve, como nunca antes, la certeza de que mi muerte era inminente.

Tú respirabas tranquila, tu cuerpo semejaba una nave amarrada a la seguridad de un muelle. Cuando levanté las mantas para abandonar el lecho, contemplé por un instante tu espalda desnuda. Refulgía coruscante, con esa fosforescencia con que la naturaleza viste a ciertas criaturas marinas. Nunca sentí más pena como aquella noche viéndote así perfecta, con ese infinito poder que ejerces sobre mí. Pero, al igual que yo: indefensa ante la muerte. Lloré despacio para que no despertaras y seguí así un rato hasta que el nudo de mi garganta se disolvió.

Salí al balconcito y encendí un cigarrillo. Sí, un cigarrillo. Para ti había dejado de fumar hace algún tiempo. ¿Por qué tenía que andar ocultándote cosas?, me pregunto ahora. El cielo temblaba como una oscura gelatina y las estrellas vibraban con el tremor. La línea del horizonte no se pintaba aún con ese rosa violáceo con el que solíamos amanecer en aquella casa. Las luces de la ciudad iluminaban el firmamento allá a lo lejos. A mi derecha, la negra mole del Cabogana daba la impresión de evaporarse con el humo del cigarrillo. Contemplé el patio, Samuel estaba allí mirándome fijamente, agitando su cola. Era el único ser que velaba conmigo. En el cuarto adyacente nuestras hijas navegaban en un sueño sin oleajes.

Miré la herida de la mano. Estaba cicatrizada, pero me latía. La niña de las noticias volvía a mi mente mientras hacía memoria de mis últimas inmunizaciones. Ese año no me había vacunado, aún no llegaba la fecha del refuerzo. ¡Qué más da!, afirmé sintiéndome a salvo. Los años anteriores lo venia haciendo con regularidad. Terminé el cigarrillo y me apoyé en la baranda del balcón. Samuel me contemplaba parado en medio del patio. Un rectángulo de luz se proyectaba sobre el césped enmarcando el cuerpo de mi perro, parecía flotar mientras movía la cola. Nos quedamos mirando por un rato hasta que me percaté que su volumen no proyectaba sombra a pesar de estar todo él iluminado. Miré hacia arriba para identificar la fuente de luz y no logré localizarla. Pensé que seguía alucinando. Bajé a la primera planta, me lavé manos y boca para no dejar rastros de cigarrillo.

Cuando salí al patio Samuel me esperaba en la puerta. Me dirigí al rectángulo de luz ignorando sus atenciones. La fuente luminosa no se divisaba por ningún lado. «¡Qué “alucine”!», me dije y sonreí relajado. Nunca me había pasado, y no sabía de nadie a quién el «vuelo» del San Pedro le regresara a la semana de haberlo tomado. Me llené de confianza y reí danzando como un chalado para exorcizar los  miedos que me produjeron los eventos de esa noche. Samuel se contagió de mi energía y comenzó a retozar invitándome al juego. Siempre tuvo la energía de un cachorro, ¿lo recuerdas? Le agarré por su melena de león y rodamos sobre el pasto humedecido en la brisa de la madrugada. Luego nos sentamos en la banquita de troncos a esperar al lucero del amanecer. Él apoyó en mis muslos su morro gordo de peluche y sus ojos de cocuyos fluorescentes se fueron apagando hasta volverse opacos como el vidrio esmerilado, su mirada verdecida se iba tornando hueca... Definitivamente estaba alucinando.   

Los eventos  de esa noche los habría olvidado. Pero unos días después, los dueños del samoyedo regresaron a la consulta con el perro en malas condiciones. Presentaba fiebre alta, salivaba profusamente y convulsionaba sin control. ¡Eran demasiadas coincidencias! Cuando lo vi en la puerta del consultorio, volví a sentir ese tirón eléctrico en el brazo izquierdo, pero esta vez estaba completamente despierto. Era como si la palabra HIDROFÓBIA se me dibujara en la frente. Ese mismo día lo eutanaciamos. En cuestión de horas, su cabeza cercenada, reposaba en un laboratorio de salud pública a la espera de una confirmación por rabia. Dio positivo.... así comenzó mi viacrucis.

Al regresar a casa me recibiste con esta noticia: «¡Algo le pasa al Samuel!, esta mañana no ha probado bocado y está escondido en un rincón».  Ese tirón en el brazo regresó y el miedo se apoderó de mí. Respiré propundo. Tantas malas noticias juntas y en tan poco tiempo. Me relajé, no quería asustarte ni perder la objetividad. Fuí a buscarlo en su canil. Estaba triste, me saludó apenas, movía levemente la cola. Lo examiné meticulosamente, no había signos de alarma por el momento. Lo mantuve hidratado, lo manejé como un simple empacho. Es frecuente que los perros coman basura o animales muertos, nada que un poco de ayuno no pueda solucionarlo. Al día siguiente Samuel había empeorado, sin perder más tiempo lo interné. Muestaras de sangre, radiografías y ecos no arrojarón mucha información, parecía estar dentro de lo normal. Tú insistías, me presionabas por un diagnóstico, sobre todo por un pronóstico. Apoyado en mi perspectiva científica te aseguraba que todo iba a estar bien. Los días fueron pasando y la salud de nuestro perro se iba deteriorando inexorablemente al igual que mi estado mental.

Poco a poco se fueron apoderando de mí las supersticiones. Esas descargas eléctricas en mi mano izquierda se volvieron frecuentes. Dormido o despierto, leyendo o manejando, en la cama o en la mesa llegaban de súbito y se quedaban por más tiempo. Comencé a sentirlas como una presencia constante sobre mi hombro izquierdo. Era la personificación de la angustia, la psicosis de la muerte o la muerte misma que comenzaba a hablarme al oído. Cambié los libros de medicina por los de esoterismo. Mi escritorio se fue poblando otra vez con los textos de Castaneda: Las Enseñanzas de don Juan. Relatos de Poder, Una Realidad Aparte, Viaje a Ixtlán...

Un viernes por la noche, cuando llegué al cambio de turno, te encontré allí recostada al lado de tu querido chow chow. No avisaste que lo visitarías, ¡me miraste de una manera!, pocas veces vi en tus ojos tanto reproche: «¡Se muere —me dijiste—, el Samuel se muere!». ¿Qué podía decirte?  Estaba en espera de unos nuevos análisis porque permanecíamos a ciegas y había perdido las esperanzas. Yo mismo tenía a la muerte instalada sobre el hombro susurrándome. Me sentí derrotado, ya no encontraba argumentos que pudiera esgrimir para calmarte. Tampoco yo hallaba explicación a todo lo que estaba viviendo en esa última semana. Estuve a punto de contártelo todo, habría podido refugiarme en ti…, pero le temía más a la forma en que podías reaccionar y estaban las niñas, dependíamos de tu cordura.

¿Cómo podía decirte: la rabia está evolucionando dentro de mi cuerpo? Me recosté a tu lado en medio de los sueros y los tubos de oxígeno, lloramos abrazados a nuestro viejo amigo. Tú llorabas por Samuel y yo: lo hacía por ti, por las niñas, por mí mismo. Esa noche, cuando todos se marcharon, salí en busca de rudas y de guantos para limpiarlo de las «malas vibras» como lo aprendí de los shamanes. Tal era mi locura. Murió en la madrugada acurrucado en mis brazos, no supimos que lo mató, nunca mostró síntomas de rabia, solo se fue secando como una planta. 

El lunes a primera hora visité el consultorio de René. Le confesé sobre las frecuentes tomas del brebaje, mis extraños sueños, los síntomas en el brazo y el temor de estar incubando el virus de la rabia en mi sistema nervioso. Quedó asombrado de que un profesional como yo haya incurrido en dichas prácticas con tal vehemencia. Le expliqué que mis estudios complementarios iban dirigidos hacia la antropología. Cuando le relaté lo sucedido con el perro, lo hice entre lágrimas y responsabilizándome por su muerte: «Descargué toda mi mala energía sobre el perro cuando lo miré fijamente a los ojos. ¡Ahora estoy aterrado de ver los ojos de mis hijas!», le dije. El viejo médico me miró sonriendo y me tranquilizó, luego de auscultarme concienzudamente me recomendó unos jarabes y unas tabletas. Me indicó que todo se debía a alteraciones en mis neuro trasmisores: «Los alucinógenos pueden provocar esos desfases. Está viviendo un proceso de psicosis». Le pregunté cómo podía explicarse lo sucedido con el perro. «Posiblemente es una nefasta coincidencia. Si usted no lo sabe como veterinario. ¿Qué podría decirle yo?», sonrió. Luego añadió: «Tómese unas vacaciones, vaya a la playa o a la montaña, haga lo que más le guste, ¡pero, por Dios, deje de leer esos libros y aléjese de esas prácticas!».

Salí de la consulta, me sentía más vivo que nunca. Esa crisis reprogramó mi cabeza, entendí que era vulnerable, que no era eterno y supe en carne propia cuán frágiles son los seres que amaba. Estaba decidido a liberarme de esa angustia que me inmovilizaba, que crecía dentro de mí como una nube cargada de tormentas. Hice una llamada y me cité con Xavier en el bar El Dorado. Un poco antes del mediodía nos despedimos, no sin antes ponerle al tanto de los pormenores de la consulta con el médico. Evité a conciencia entrar en divagaciones sobre plantas sagradas o filosofías de la New Edge. De vuelta en la clínica guardé mis notas de antropología bajo llave y me integré a las labores de la medicina. El personal me reiteraba las condolencias por la muerte de mi perro. No me presté a comentarios, quería abandonar cuanto antes esos tópicos escabrosos. Esa tarde salí temprano, antes que las niñas regresen del instituto. Cavé una tumba para Samuel en el mismo sitio donde vi reflejado aquel rectángulo de luz y dejé atrás todo lo sucedido.

Esa noche, reunidos en casa, estaba exultante... había recuperado mi vida. Me enfrasqué en los teoremas matemáticos que Dianita había traído de tarea, luego jugué con Sofía a la rayuela   —a la misma a la que me había resistido durante los días de mi psicosis—, la dibuje con una tiza en el patio trasero y saltamos sobre ella hasta quedar empapados en sudor. Caída la noche me metí en tu cama, seguro que ya no lo recuerdas. No sé si dormías o fingías dormir. Evité rozarte con las manos o con las palabras. Estaba feliz de escuchar tu respiración, de flotar contigo sobre ese sereno océano que era nuestro lecho. Esas semanas transcurrieron sin sobresaltos: los medicamentos a sus horas, los turnos de la clínica, los viajes diarios a las academias de las niñas, inclusive el cine del viernes por la noche volvió a ser nuestro pasatiempo favorito.

La vida retomó su rumbo hasta ese domingo que  fuimos a la montaña, ¿recuerdas? El Cabogana lucía despejado desde el amanecer, la claridad se escurría por el mínimo resquicio de puertas y ventanas como invitándonos a la aventura. Las niñas estaban listas desde las seis. Xavier, con sus hijos Juan Pablo y Ricardo llegaron temprano. Renato con Mónica y sus hijos, nos esperaban en la base de la montaña junto a Herán, quien traía los instrumentos de orientación. La meta era alcanzar la laguna Estrella que nos había sido esquiva en los ascensos anteriores.

El viejo Trooper traqueteaba por las laderas entre cantos de niños, adivinanzas y bromas. Tú ibas a mi lado, un tanto reservada, demasiado ensimismada para una ocasión como esa. Miré el retrovisor: la cajuela estaba huérfana, faltaba Samuel. Quizá extrañabas a tu viejo compañero de caminatas sin siquiera darte cuenta. Xavier comentaba sobre Las Huaringas: «¡Tenemos que ir! ¡Allí están los brujos más poderosos del mundo!». Lo tenía todo planeado, incluso había sacado cuentas y aseguraba que la aventura nos saldría barata, por aquello del cambio en dólares. Mientras conducía por esos caminos serpenteantes y polvorientos iba meditando en lo valiosos que eran los seres que poblaban mi vida, y, en  cómo esta crisis me hizo reparar en ello. Sobre todo valorar el milagro de tenerte a mi lado.

¿Recuerdas que al mediodía nos detuvimos a almorzar y luego hicimos dos grupos de avanzada? Haz memoria... ¿Recuerda que Hernán y Renato tomaron una dirección hacia el oeste y yo con Xavier  avanzamos con dirección el este? Claro que sí, los niños se quedaron jugando en el río a tu cuidado y al de Mónica. El plan era seguir en diferentes direcciones con la esperanza de encontrar la laguna. Al cabo de una hora debíamos retornar donde ustedes aguardaban. Ya sabes que todo fue en vano. Cumplida la infructuosa hora de avanzada, regresábamos siguiendo la cañada del río y algo asombroso me sucedió. Llevaba el torso desnudo y una rama de mora se me prendió en el pecho, cuando me la quité, unas espinas se me incrustaron bajo la piel. Las arranqué de prisa entre dolor y sangre y las arrojé al aire, las espinas se alejaron volando como unas extrañas moscas verdes. Miré a mi compadre para comprobar si él también notó el raro fenómeno, pero no dijo nada, estaba más cansado que yo. 

Nos metimos al río, me enjuagué la sangre y el sudor, Xavier se dio una zambullida en esas pozas de agua cristalina. Mientras recuperaba el aliento, me concentré en divisar unos pececillos que se confundían con las piedras del fondo. Sin darme cuenta, me descubrí mirando el rostro que se reflejaba en el espejo del agua. No era yo.... ¿Cómo puedo explicártelo? Claro que era yo, lo que quiero decir es que alguien más miraba a través de mis ojos. Por extraño que te parezca  no sentí miedo, quizá era angustia, o más bien, una abulia que se extendía como una mancha en el transparente optimismo que tanto me había costado recuperar. Mientras bajabamos a su encuento yo atribuía esa absurda apatía al cansancio, pero en el fondo sabía que algo estaba mal dentro de mí.

Al divisarnos, los niños gritaban nuestros nombres agitando los brazos. Renato y Hernan  habían vuelto sin encontrar la laguna y nos esperaban junto a ustedes. La noticia de nuestro fracaso terminó de disilucionarlos. Una vez más la laguna se nos «escondió». El mito de los nativos se volvía a confirmar: «La laguna se muestra solo cuando ella quiere». Comenzamos el retorno antes que caiga la noche, unas masas de niebla invadían el pajonal y el frío calaba profundo. Mientras descendíamos los niños juntaron a mi alrededor.

Déjanos ver, déjanos ver gritaban en coro y me halaban de la mochila.

¿A qué se refieren? les pregunté. No sospechaba que querían. 

—No te hagas —me dijo Sofía, —ese animalito que traías en el hombro, ese pajarito, como un búho.

—No, no, era una culebra  —dijo Juan Pablo. Los niños comenzarón a nombrar diferentes animales.

Les entregué la mochila y los chicos la abrieron con cuidado, las chicas estaban espectantes.  De pronto Xavier gritó: «¡Buuu!». Los niños huyeron despavoridos. En la mochila no había nada del otro mundo, solo mis objetos personales. «¡Dejen de asustar a los niños!», nos recriminaste. Nunca supe que vierón los niños sobre mi hombro. Quizá no era el único que alucinaba en esa montaña misteriosa. Esa noche de vuelta en casa las visiones regresaron. Nada pudieron contra ellas las tabletas, ni mi actitud serena y positiva, esa avalancha de  horripilantes sensaciones llegaron para quedarse. Volví a caer en la ansiedad de la muerte. Ya no era el temor a la rabia, era algo más profundo, una presencia ominosa, un parásito metafísico que me poseía.

¿Nunca te conté lo del psicólogo? Sí, fui a dar en el diván de un psicólogo, aunque siempre hablé pestes del psicoanálisis. Luego fui a mayores y pasé por las manos de los psiquiatras. Nada que haya inventado la ciencia hasta ese momento surtiría efecto. Fue la época en que abandoné la casa y me negué rotundamente a visitar a las niñas, temía que si las miraba a los ojos sufrirían el mismo destino de Samuel. Me encerraba en el cuarto de pensión y me negaba a recibir a los amigos. Dejé de ir al cine, mi pasión de toda la vida, y encargué la dirección de la clínica. Regresé a los libros de esoterismo andino en los momentos en los que la ansiedad me daba tregua, que casi siempre sucedía en las mañanas.

Fueron muchas noches de insomnio contemplando la danza de serpientes fractales que se escurrían por las paredes, entre caimanes, lagartos y toda una fauna de reptiles. Me bullían en la mente, aun cuando cerraba los ojos no dejaba de verlos. Llegaban a cualquier hora, aunque en las noches era su horario habitual. Llegaban es un decir, podría entenderse mejor si digo que se despertaban, que se agitaban dentro de mi ser en cualquier momento y que se esparcían como una tinta verde y lamosa en la transparencia de mi mente. Pasaron meses así. Un buen día, Xavier me comentó que estabas preparando los papeles del divorcio, que si me importaba mi familia tenía que sacudirme. Aún recuerdo sus palabras: «Tienes que pararte fuerte —me dijo—, si sigues así, de aquí sales en “estuche de peluche”». ¿A qué se refería?... obvio: a un ataúd.

Me armé de valor y al día siguiente fui a esperar en tu consulta, debía contártelo todo. Tenías a un paciente recostado en el sillón con la boca abierta. El ruido de las turbinas me ponía los pelos de punta. Esperé estoicamente a que lo atendieras, sé que me viste sentado en la sala de espera, porque me clavaste una mirada que por poco triza el cristal de la ventana. Me imaginé lo que te preguntabas: «¿Con qué cara viene a aparecerse aquí después de tanto tiempo!, ¡qué “conchudo”!», era como oír tus palabras zumbando en mi cabeza, sin embargo, esperé. Al finalizar tu jornada, te quitaste el mandil y apagaste el equipo. El pecho se me desbordaba ideando la mejor manera de esgrimir mis razones. Un rato después, al ver que no salías, pregunté. Tu asistente me dijo que te fuiste por la puerta de servicio.

Nunca encontré el valor para volver a buscarte, estaba al garete, el compadre Xavier se hizo cargo de mis huesos. Leímos todo lo que había, consultamos con los tomadores de San Pedro, probamos con diferentes brebajes, la terapia del Amaroli, el ayuno… Una noche, habría transcurrido algo más de medio año desde mi declive, me encontraba leyendo un viejo manual de un tal Tuno que mi compadre compró en un puesto de libros usados. El ejemplar estaba en su mayor parte intonso, nos tocó desbarbarlo. Se mostraba plagado de dibujos a plumilla y sobre ellos habían, caligrafiadas, recetas de brebajes, fórmulas geométricas, pociones mágicas que más bien sonaban a poemas o a mantras. Nada en ello parecía coherente, no obstante, la labor de desentrañarlo me distrajo de los problemas. Me entretuve en los dibujos de flores y columnas de cactus que ilustraban la mayoría de sus páginas. No sé el momento que caí rendido de cansancio, llevaba muchas horas sin dormir. Tuve un sueño salvífico.

Clavado en la cama de una pensión, inmóvil, entre despierto y dormido como un cataléptico, soportaba visiones reptilianas que llegaban en procesión caleidoscópica. Las antiguas sensaciones de ansiedad y ese sufrir por todo y por nada volvían a poseerme, mi piel transpiraba el olor nauseabundo del achuma. Las alucinaciones se precipitaban a modo de cascada, formando un charco de imágenes que inundaba la habitación. Mi pequeño catre era la nave de Caronte viajando a través de las sombras de la muerte. La habitación crecía y se agigantaba, la cama flotaba en la inmensidad como una cáscara de nuez. Luego de un tiempo..., una niebla tibía y luminosa comenzó su ascenso sobre el horizonte, reverberante de pájaros y formas vegetales que craquelaban con sus móviles figuras el espacio. Me concentré en ellas, me metí en ellas,  me fracturé con ellas en millones de tecelas hasta sentir el éxtasis, el bienestar total, cada poro de mi piel emanaba un aroma floral.   

Los delirios que siguieron después fueron el culmen de mi curación: Me soñaba de pie, profundas raices nacían de los troncos de mis piernas. Durante el día veía brillar las ramas de mis brazos y sentía el moscardonear de los colibris barbotando contra mis orejas. En la noche miraba pasar sobre mi cabeza  un mar de estrellas, las contemplaba estallar y caer en una lluvia de vilanos que descendían suavemente horadando la tierra. Cuando amanecía, miles de yoes vegetales brotaban una y otra vez. Esa secuencia se repitió como una película acelerada y cada vez me sentía mejor. 

Desperté aliviado, una idea se me clavó en la mente, comprendí que el secreto de mi salud estaba en la tierra. Fue una revelación, no para mi conciencia, sino para mi cuerpo.  Recordé las historias de brujos y guerreros que se enterraban después de haber destruído a sus enemigos o haber sufrido, ellos mismos, graves heridas. ¿Es difícil de creer, verdad? ¡No te imaginas las cosas que ese cactus le puede hacer a tu mente y a tu cuerpo! 

Un sábado temprano ascendimos al Cabogana armados de pico y pala. Seguimos la cañada del río Amarillo hasta la poza grande donde solíamos bañarnos. ¿Recuerdas el arenal contiguo? Allí me enterré de pie con solo la cabeza afuera. Xavier me cubrió con hojas grandes para protegerme del sol y vigiló mi ritual mientras duró el proceso. Sí, como lo oyes: me enterré…, pero esa es otra historia. Solo te diré que fue el inicio de una larga recuperación. Cuando nos volvamos a ver podría contártela con lujo de detalles. Ahora todo depende de tí, puedes creer mi historia y permitirme regresar a tu vida, o puedes seguir pensando que soy un loco irresponsable. 

Por mi parte, pretendo colaborar con mi compadre Xavier en esta nueva ceremonia, me ha pedido hacerme cargo del fuego. Sabrás que es un gran honor para un sobreviviente como yo. ¿Ahora te estás preguntando si tomaré el brebaje una vez más? Yo mismo me estoy haciendo esa pregunta. No sé si tenga el valor, ya te dije que no quiero vivir con miedos. Quizá lo tome... lo decidiré esta noche frente a la fogata, cuando la telaraña de visiones comienze a fractalizar el horizónte y los tomadores inicien el viaje guiados por sus ícaros de luz.



21 mayo 2025

El niño milagroso


Paul R. Alhazred

La sala comunal estaba llena hasta el último rincón. Ese día, los habitantes de San Paúl se habían congregado como pocas veces: ropa limpia, rostros serios, manos inquietas. Recibían a los enviados de la cooperativa de crédito. Entre murmullos y expectativas, un joven se puso de pie.

—Sean bienvenidos, amigos —dijo Alejandro, con una voz clara, templada como río de montaña—, somos una comunidad pequeña y humilde, pero rica en lo que no siempre se ve. Si nos ayudan con los créditos, cada familia podría iniciar su emprendimiento y San Paúl se alzaría como nunca.

Su figura destacaba: alto, de tez clara, ojos color musgo. No parecía tener más de veinte años. Su tono sereno, sin esfuerzo, acalló a la multitud. Había en él algo que imponía respeto, como si sus palabras no fueran improvisadas, sino dictadas por una memoria más antigua que él mismo. Los comuneros asintieron en silencio, con una fe que parecía venirles desde siempre.

Ricardo y Valentina intercambiaron una sonrisa satisfecha. Se sellaron compromisos de palabra y se anunció que más de treinta familias accederían a microcréditos: una fórmula nacida lejos, en Bangladesh, pero que en San Paúl sonaba a profecía cumplida. 

Después, en una charla informal entre funcionarios y líderes, uno de ellos lanzó una pregunta casi con sorna:

—¿Y ese joven… es hijo de algún extranjero?

Nadie respondió de inmediato. Alejandro ya no estaba en la sala; se lo veía a lo lejos, caminando entre las casas de barro y madera, envuelto por la bruma y el verdor de los cafetales.

—Su nacimiento fue como un milagro —dijo finalmente don Johnny, su tío, con un brillo en los ojos que mezclaba orgullo y nostalgia—. Sus padres eran indígenas, labradores del monte. Pero el niño nació blanco, con los ojos como esmeraldas. Y desde pequeño... sanaba con solo tocar.

La comunidad de San Paúl se esconde en una estribación de la cordillera occidental, donde la neblina acaricia los caminos rotos y el canto de los insectos se mezcla con los rezos. Para llegar, Ricardo y Valentina caminaron más de dos horas desde la última carretera, sudando entre helechos y piedras sueltas.

Valentina iba en silencio, pero por dentro, un eco del pasado la estremecía. Recordaba una peregrinación junto a su padre, cuando buscaban la ayuda de aquel Niño Milagroso, en un momento crítico de su segundo embarazo.

—¿Él es el mismo? —preguntó ahora, al ver de nuevo el rostro de Alejandro—. ¿El que curaba con solo poner las manos?

—Aquí todavía le decimos “El Niño” —respondió don Johnny, sonriendo—. Hasta que cumplió diez años, venían cientos de peregrinos. De la capital, de la costa, incluso del otro lado de la frontera. Le traían velas, billetes doblados en papel de colores, hasta joyas. Y él sanaba. Con un roce. Con una palabra. Pero los poderes, dicen, se desvanecen si no se cultivan. La escuela… el mundo… lo alejaron de eso.

Ricardo lo miró con escepticismo.

—¿Y ahora qué hace?

—Ahora motiva —dijo don Johnny—. Todavía tiene ese don: hace que la gente crea.

Antes de marcharse, Valentina y Ricardo visitaron una pequeña capilla en el borde del camino. Allí, Valentina dejó encendida una vela. Recordó la vez que no pudo llegar hasta El Niño, pero su hija, contra todo pronóstico, nació sin complicaciones. Fue un viaje duro, de esos que uno cree olvidar y su recuerdo se queda dormido, esperando una señal para volver.

Mientras, Alejandro anota nombres en la soledad de su cabaña. Una figura del Divino Niño vigila desde un altar improvisado. A veces, como un zumbido antiguo, le llegan imágenes confusas: él sobre los hombros de su padre, semidesnudo, con la piel que brillaba bajo el sol. Las manos extendidas, el murmullo de las plegarias, el calor de las velas, el peso del milagro.

Recuerda también la burla de sus compañeros de escuela, las sospechas sobre su origen. Algunos lo relacionaban con el cura español, que visitaba la parroquia con una sonrisa extraña. Otros decían que era hijo de la montaña misma, nacido del barro y la luz.

Hoy, a punto de cumplir veinte años, Alejandro sabe que algo de ese poder sigue en él. Tal vez no para curar huesos rotos ni pulmones enfermos, pero sí para dar esperanza, para sembrar fe donde solo hay sequía.

Mira la foto de su padre pegada al lado del altar.

—Vamos a por esos créditos, papá —susurra—. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

Afuera, la lluvia empieza a caer como una bendición antigua sobre los techos de zinc. Y por un instante, el aire huele a romero y a tierra húmeda, como si los milagros aún caminaran por San Paúl.

Meses después, la oficina de Valentina permanecia con un silencio apenas roto por el zumbido del ventilador y el crujido de papeles. En su escritorio, una caja de cartón contenía los documentos firmados por más de treinta comuneros. El eco de las últimas noticias retumbaba dentro de ella: uno tras otro, los rumores se habían confirmado: el dinero de los microcréditos, todos, había sido entregado en efectivo a Alejandro, bajo el pretexto de un supuesto proyecto turístico que reactivaría la economía local. Prometió un hostal ecológico, rutas de senderismo guiadas por los propios comuneros, talleres de medicina ancestral. Les había hablado de inversiones, de visitantes europeos, de “poner a San Paúl en el mapa”.

Y todos creyeron. Porque cuando Alejandro hablaba, uno no solo lo escuchaba: uno quería creerle.

Valentina bajó la cabeza, agotada. En la pantalla de su computador aún brillaban las palabras de Ricardo: "nuestra filosofía parte de creer en las personas...". Ella se quedó mirando esa frase por unos segundos, preguntándose: ¿qué pasa cuando alguien sabe usar esa confianza como un arma? ¿Qué ocurre cuando alguien convence tan bien que logra engañar a todos?

En San Paúl, el aire era denso. Las tardes parecían más pesadas desde que el milagroso desapareció. No quedaba rastro de Alejandro ni de su tío Johnny. La cabaña del joven estaba vacía, y en el altar improvisado del Divino Niño, alguien había dejado una hoja de papel arrugada. En ella, garabateadas con trazo nervioso, unas pocas palabras: “No nos falles tú también”.

Los comuneros, entre la pena y la rabia, se dividían. Algunos insistían en que todo era un malentendido, que Alejandro volvería con un contrato firmado, con turistas y camiones cargados de materiales. Otros callaban, avergonzados, evitaban el tema y los ojos de sus vecinos. Pero unos cuantos, los más viejos, hablaban en susurros de lo que siempre supieron: que ninguna gracia dura para siempre, que hasta los santos caen si se les mira demasiado de cerca.

—Nunca fue un santo —decía una anciana encorvada, mientras echaba agua hirviendo en una vasija de barro—. Fue un niño especial, sí. Pero los dones no son eternos si uno los tuerce.

En su informe final a la gerencia, Ricardo evitó usar la palabra “estafa”. Prefirió hablar de “crisis de confianza”, de “lecciones institucionales”. Sugirió reforzar las garantías comunitarias, mejorar la evaluación previa de proyectos, crear filtros más estrictos. Pero evitó mencionar que él mismo había defendido al milagroso, creyendo que esa fe ciega era virtud.

Valentina, por su parte, ya no dormía bien. Soñaba con el altar, con las velas consumidas, con un niño de ojos verdes que le decía al oído que no todo está perdido. A veces pensaba que si él volviera, si se parara otra vez frente a la asamblea comunal, su sola voz volvería a apaciguar los ánimos. Así de fuerte era el hechizo.

Y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabían que Alejandro no había sido el primero. La historia está llena de hombres capaces de mover montañas con palabras, de encender esperanzas, de tomarlo todo sin dejar rastro.

Quizá su único verdadero milagro fue ese: convencer a todo un pueblo de que podían ser algo más. Aunque fuera solo por un momento. Y aun cuando se apagó la última vela del altar, hubo quien se atrevió a encender una nueva. Por si acaso regresaba.

17 mayo 2025

Las últimas navidades con Luzbel





Ulises Díaz



Llegó a tiempo. Escuchó lo que parecía el ruido de un auto abandonando la escena. Su sexto sentido la guio directo al montículo de tierra recién removida. Escarbó con desesperación hasta que se le destrozaron las manos. Lo habían sepultado bajo una vieja magnolia a la orilla del camino que da hacia el bosque de cipreses. La nieve descendía sobre la cabaña y las eras que rodeaban la casa, se iban vistiendo de un blanco grisáceo. Un astro fantasmagórico de fines de otoño se reflejaba sonámbulo sobre unas tejas de barro vidriado. La cabaña estaba a dos horas de la gran ciudad, en una aldea anclada en las estribaciones de la cordillera occidental. Su fachada, de madera y piedra, se divisaba al llegar a la primera curva para ingresar al pueblo, el mismo que se extendía a lo largo de la panamericana. Era una aldea de horticultores, gente de campo, huraña y desconfiada, emparentada en su mayoría. Era la tierra natal de su esposo.

«¡Está vivo! —insistía la mujer—, ¡aún está vivo!». Cuando sus manos se toparon con la caja de madera, estaba a punto de darse por vencida. Era una caja de rejillas, de esas para transportar frutas. Introdujo sus dedos entre las hendijas y la tiró con fuerza. Sin éxito. La caja permanecía adherida a la tierra mojada. Tiró de las rejillas en medio de su angustia, pero el armazón resultó inexplicablemente resistente. Lo golpeó con sus pies, lo haló con sus manos hasta que al fin cedió. Cuando sintió el bulto, lo palpó rígido y frío; lo tomó por los sobacos y lo levantó a pulso.

Era un perro mediano, una rara mezcla de siberiano con caniche por su pelambre ensortijado y sus ojos blancos. Estaba cubierto de lodo y hojarasca. Sintió que el alma le volvía al cuerpo cuando lo vio parpadear. «¡Luzbel, Luzbel!», lo sacudió con fuerza. El animal abrió sus ojos y la contempló con su mirada nevada, daba la impresión de regresar de un viaje trasmundano. Lo estrechó contra su pecho para contagiarle calor. Estaban ateridos.

Ya en casa, desenredaba la lana de su perro con ayuda de una tijera mientras el nivel de la tina subía lentamente y los espejos del baño se iban empañando por el vapor. Se percató que tenía varios cortes en sus manos y en sus muñecas, algunos profundos, aunque ya no sangraban ni le causaban dolor —sin duda un vidrio o un clavo punzante los provocó en su rescate desesperado—. Los limpió y los vendó. Colocó unas ramas de lavanda en una funda de tela y la sumergió en el agua caliente, luego se metió a la tina. Allí se quedó largo rato con Luzbel en su regazo.

No recordaba, tenía la mente bloqueada a causa de los calmantes. Ni idea de cómo llegó a la cabaña. Si llegó sola o fue su esposo quien la trajo... no lo sabía. Nidia, sumergida en la tibieza de la tina se dejaba estar en ese presente de paz. Esa sensación de seguridad que hace tiempo no sentía estaba de vuelta, y la mujer se regocijó en ella. El aroma de lavanda, la fragancia que usaba su padre, la transportaba a su niñez. Evocó la ternura que él le brindaba, el cosquilleo punzante de su bozo cuando besaba sus mejillas, la fuerza de sus brazos cuando sujetaba su cintura. ¡Cuánto lo añoró, allí sumergída!

Disipados los recuerdos, de regreso a ese presente confuso, levantó al perro y lo sacó de la tina frotándolo con una toalla. Lo llevó a su cama besándolo en la frente y en las orejas, lo metió bajo las mantas. Repetía mentalmente las palabras de su psiquiatra: «Eche a andar sus ideas en pos de imágenes gratas, las sensaciones positivas seguirán detrás». Bajo las sábanas, se acarició el vientre figurando las manos del esposo: fuertes y seguras. Las visualizó nítidas, con esa firmeza, con esa pericia con la que operaban sobre los animales dolientes. Las mismas manos de las que se enamoró cuando empezó a asistirlo en el quirófano. Y fue más lejos aún, las deslizó despacio hacia su bragadura hasta sentir como le dolía el amor por ese hombre y por instantes las sintió profundas, las sintió reales.

«De seguro regresó donde Ariana. La navidad la pasará con sus hijos», pensaba. Esa bipolaridad en sus emociones, ese vagar entre la luz y las sombras la agotaba. Sin embargo, esta vez se percató de que ya no sentía ese rencor en el pecho al escuchar o pronunciar el nombre de la «ex» de su esposo. Se sacudió los recuerdos y buscó refugio en los ojos de su perro, pero Luzbel tenía una mirada ausente, vacía. Tras la blancura cautivante de sus irises, Nidia no encontró esa tierna compasión que la llenaba de paz. En ellos, ahora vislumbraba la oquedad de su pequeña alma, entonces le invadió una profunda pena por su perro y tuvo la certeza de que sus soledades ya no eran compartidas. Lo apretó fuerte contra su pecho para consolarlo, luego lo dejó en la cama cubierto con una manta y se levantó decidida a entrar en acción antes de que la fatalidad terminara de consumirla.

Afuera, la nevada se hacía más intensa. Buscó leña en el depósito y encontró las reservas agotadas, tendría que ir al bosque detrás de la cabaña por ramas secas. Cuando abrió la puerta, una ráfaga de viento helado penetró dentro de la casa alborotando papeles olvidados sobre las mesas y las flores secas de los jarrones. Silvando se arremolinó en el centro de la sala y danzó por un instante sobre la alfombra llena de polvo, para luego filtrarse por las hendijas de las ventanas. Después, se coló bajo los travesaños de las puertas y avanzó deslizándose por las paredes hasta impregnarse en las losas de la cocina y en los cristales frisados de las fotografías.

En el umbral, Nidia se quedó paralizada mirando la tiniebla. No era el frío lo que la detuvo, extrañamente la mujer no sentía frío, era la noche inmensa y abierta como las fauces de algún animal siniestro. Regresó al cuarto, no se había percatado en qué momento cayó la noche. Levantó las mantas para acurrucarse junto a su perro. ¡La cama estaba vacía…! Las sábanas blancas le parecieron un paraje nevado y yerto. «¡Luzbel, Luzbel!, ¡perro del demonio!, ¿dónde te has metido?». Luzbel había desaparecido. Lo buscó bajo la cama, bajo las mesas, removió los muebles, escudriñó la casa: se había esfumado.

Alumbrada con la luz de un quinqué se aventuró en el corazón de la noche. Lo llamó con ternura: «perrito, perrito», luego gritó su nombre a los cuatro vientos…, nada; era como si lo hubiesen devorado las tinieblas. Un tremor helado reptaba por su espalda. «Luzbel no me abandones ahora —intenó rezar—: “Padre nuestro que estas en el ..."». Quería recordar la oración del sermón de la motaña, pero su memoria estaba anegada por el miedo. Avanzó hasta el pueblo buscando las palabras, luego gritando el nombre de su perro. Golpeó las puertas de los vecinos más cercanos, nadie atendia a su llamado. La aldea estaba sumida en las tinieblas, ni una luz en las ventanas. De regreso, cuando pasó bajo la vieja magnolia, descubrió dos faros diminutos que resplandecían sobre un túmulo de tierra removida. Eran los ojos de Luzbel que reflejaban la luz mortecina del quinqué. Ahora sintió un latigazo de electricidad en su columna: «¡Perro malo! ¿Qué haces aquí? ¡Me vas a matar de un susto!». El animal, que la miraba compungido, comenzó a temblar cuando vio que la mujer se acercaba.

Lo llevó a casa y lo bañó otra vez. Esa fue una noche muy extraña, Nidia no pegó los ojos, temía dormirse y se mantenía en sobresaltos. Tenía la impresión de que Luzbel no respiraba en esos instantes en que, vencida por el sueño, se quedaba dormida. Cubierto bajo las mantas, acurrucado en el regazo de su «madre», el animal no terminaba de abrigarse. Esa noche se sucedieron, en una procesión indiscernible, una extraña mezcla de sensaciones, sueños y recuerdos. Su cuerpo ingrávido viajó a la deriva en un limbo vacío mientras duró el duermevela. Ni grillos, ni búhos, ni el aullido lejano de los lobos rompieron ese silencio abisal.

La mañana que siguió a esa noche tan extraña fue particularmente fría. Una luz grisácea, un tanto sucia, se filtraba por las cortinas. La mujer permaneció largo rato en la cama buscándole una salida a su situación. Barajó un sinnúmero de explicaciones para los sucesos de la noche anterior: «¿Quién pudo dañar a Luzbel? ¡Es tan manso como un cordero!» ¿Quizá querían dañarla a ella a través de su perro…?, eso le pareció más plausible. ¿Pero quién pudo hacerlo? Dudó de algunos residentes que no la miraban con buenos ojos. Al fin y al cabo, ella era la intrusa en esa sociedad tan cerrada, y la intrusa en el primer matrimonio de su esposo. Quizá fueron sus hijastros, siempre le parecieron unos adolescentes rebeldes; pero, ¿crueles, a ese punto? Sabía que no la aceptaban en el mundo de su padre, empero, ¿a Luzbel?, estaba segura que los chicos lo querían. Además, hace tiempo que no se les ha visto por la aldea.

Nidia se puso paranoica y sospechó del esposo. Ultimamente lo sentía distante y en sus crisis depresivas hasta llegó a pensar que la quería fuera de su vida. Mientras tanto, Luzbel dormía tan profundamente que la mujer tuvo que moverlo para cerciorarse de que estaba vivo. El perro levantó la cabeza y la quedó mirando con extrañeza. «Tu “padre” nos quiere, ¿verdad?», le dijo con ese tono con el que se les habla a los niños. «Es estricto con nosotros, pero nos quiere», le repitió. Miró el reloj: eran cerca de las doce. Le pareció raro que su esposo no hubiera llamado. A lo mejor estaban enojados, ya no lo recordaba, el diazepam la sedaba al punto de no saber en qué día de la semana se encontraba.

Desde la cama hizo llamadas sin éxito, quizá la fuerte nevada de la noche provocó algún accidente que interrumpió las líneas de comunicación. Se cubrió con un abrigo y avanzó hacia el pueblo en busca de un teléfono. Una densa blancura lo aplastaba todo. Tuvo la sensación de que la aldea se hundía bajo el peso de la nieve. Los comercios estaban abiertos, pero nadie los atendía. Las casas lucían las galas navideñas, sin embargo, no había luces encendidas ni sonaban villancicos. El bar estaba cerrado como todos los lunes. «Tiene que ser lunes», pensó. Después de dar una vuelta por el parque central regresó a casa siguiendo la balaustrada que da hacia el río. A través de una ventana vio un comedor con los platos servidos. Llamó… silencio. Tuvo la sensación de que todos los habitantes del pueblo se esfumaron de repente.

A su regreso se hizo con algo de madera para la chimenea. Con la casa abrigada permitió que Luzbel anduviera tras sus pasos de habitación en habitación. Le encantaba el olor que emanaba su manto sedoso, aunque esta vez que lo apretó contra su rostro, Luzbel tenía ese olorcito rancio y picante, con esa dulzura un tanto repugnante que le caracteriza a la materia orgánica descompuesta. «Te he bañado a conciencia, pero… ¿cómo?, ¿dónde te revolcaste?». No quería volver a bañarlo por tercera vez, así que, subió a la alcoba matrimonial por un frasco de perfume y la encontró cerrada. Con el perro detrás a modo de «rabo», buscó en los estantes, revolvió los veladores, revisó la cartera y el abrigo que había usado en esos días; las llaves estaban perdidas. Había que forzar la chapa, pero lo dejó para más adelante cuando terminara de hacer lo urgente —de todas formas, solo usaba esa habitación las veces que estaba con su esposo—, quizá las encontraría en el lugar menos esperado.

Nidia y Luzbel eran el uno para el otro. A él lo encontraron una mañana lluviosa en la puerta de la fundación. Debía tener una semana y pocos días, pues sus párpados permanecían sellados. Lo habían dejado en una caja de zapatos a merced de la buena voluntad de los rescatistas. Cuando ella visitó la fundación, tras una corta convalecencia a causa de su primer aborto, lo encontró debatiéndose entre la vida y la muerte; lo llevó a la cabaña para atenderlo en su consulta. Se dedicó a alimentarlo hasta seis veces al día con una sonda y masajeó su pancita usando un algodón humedecido con la misma frecuencia, para que elimine sus excrementos. Lo hizo dormir en su regazo. Cuando abrió los párpados por vez primera, las pupilas zarcas del pequeño cahorro florecieron como una margarita. La joven doctora se enamoró de su mirada hipnótica y tomó la decisión unilateral de integrarlo a su hogar, rompiendo la regla que acordaron con su esposo: ¡No animales en la casa! Ya suficiente tenían con atender un centenar de ellos en la fundación protectora.

La vida nunca estuvo a la altura de sus deseos. En los años que cursó la facultad de veterinaria se enamoró de su maestro y vivió un romance tormentoso con este hombre que ya tenía una familia. Cuando al fin su profesor se divorció y pudieron casarse, creyó haber conseguido la felicidad. Pero sus momentos de ventura no superaron el primer trimestre de un embarazo ectópico. La pareja siguió intentándolo, sin embargo, luego de dos abortos más, toda su voluntad se vino abajo y en su mundo se instaló el espectro de la depresión. No soportaba la ciudad, quería huir de los problemas, Por eso, cuando él se divorció de Ariana para casarse con su alumna y partió su patrimonio. La joven doctora influyó en la decisión de preferir la cabaña a la casa de la ciudad. Por último, llevó a Luzbel a vivir con ellos. Sin hijos y sola, le dijo a su esposo: «Una casa grande necesita de un animalito, aunque sea para que haga bulla».

La vida en el pueblo le ilusionó al principio, y aunque él no renunció a su magisterio en la universidad, ni a la dirección de la clínica de la fundación, ella no tuvo problema en ponerse al frente de la pequeña consulta que montaron en la cabaña. Pronto se daría cuenta de que su proyecto no tenía futuro. Los aldeanos no la aceptaron del todo, su fama de destruye hogares la volvía ingrata a los ojos de la gente y la consulta se abría y cerraba de forma intermitente, según cómo los avatares golpeaban la salud de la joven doctora.

En la tarde la mujer y su perro se entretuvieron con los arreglos de la casa, en la noche se dedicaron a adornarla con motivos navideños. Luces intermitentes parpadeaban en todas las ventanas y un árbol, del tamaño de una persona promedio, brillaba a un lado de la chimenea. Luzbel se había instalado a su sombra, entre las cajas vacías forradas con papel de colores que simulaban los regalos de este año. Para Nidia la navidad era la fiesta más importante, aunque estos últimos años la había olvidado a causa de sus abortos y depresiones. En esta ocasión se propuso retomar los rituales de su infancia. Fue la única hija de una madre frágil que pasaba la mitad del año enferma y la otra mitad presa de enfermedades imaginarias. Antes de la separación de sus progenitores, la casa se llenaba con la parentela de su padre que era numerosa y de espíritu festivo. Luego de la separación, sus navidades se volvieron solitarias y, aun así, de niña las esperaba ilusionada.

Esa noche se entretuvo tejiendo unas prendas navideñas para Luzbel. Al día siguiente, martes, según ella, el día que correspondía con la Nochebuena —lo decía un viejo calendario que pendía de la pared—, Nidia se sentía optimista. Había sobrevivido a la tentación de hacerse daño por falta de sus antidepresivos. Además, Luzbel estaba muy «mono» con su nuevo look. Intentó salir al pueblo, pero la nevada de la noche anterior lo hacía imposible. El paisaje era de una blancura impoluta, la nieve había borrado todos los contrastes. Tuvo la sensación de que la cabaña flotaba sobre un estrato de nubes que se extendía hasta el horizonte. Levantó la mirada al cielo y lo encontró en el mismo lugar: el mismo sol fantasmagórico estaba allí, mirándola lánguido, como el ojo de algún dios pagano que le escrutaba el corazón.

Sintió pavor al absurdo de existir en ese mundo vacío, y tuvo la certeza de que toda la parafernalia navideña era solamente una forma de colmar su soledad. Entonces gritó el nombre de su esposo: «…». El silencio era rotundo y se llenó de miedo. Corrió al teléfono y lo volvió a llamar ya no importaba la distancia ni los problemas que los mantenían separados. El timbre entrecortado de la operadora resonaba lejano. Cuando se activó la contestadora le dejó un mensaje: «Amor, no soporto esta distancia ni esta soledad. Ahora entiendo que no son indispensables los hijos. Aún puede brillar la navidad en nuestras vidas. Dejemos lo malo atrás».

Esperanzada en que su mensaje surtiera el efecto deseado, decidió poner a punto todo para la cena de la noche. En la cocina, tomó una funda de pienso que estaba sobre el refrigerador y llenó el comedero del perro. Le echó agua fresca al bebedero, pero Luzbel, ignorando su desayuno, se dedicó a perseguirla por los pasillos. Estaba segura de que su esposo vendría, nunca se resistió a una invitación suya, menos en una ocasión como esta. Mientras se ocupaba en sus quehaceres, su mente recreaba las escenas de una posible reconciliación. Luzbel se acomodó en su cesto de mimbre para observar cómo Nidia lavaba y secaba la cristalería.

Ahora pulía una charola de metal. La puso frente a su rostro para humedecer con su aliento una mancha persistente. La frotó una vez más y la acercó a sus ojos para comprobar su efecto. De pronto, el rostro de la mujer fue tomando forma en la superficie reflectante del metal. Estaba desencajado, con unas ojeras profundas; la porcelana de su tez, antes reluciente, tenía el color de los olivos y la textura acartonada de la piel envejecida. Por un momento la impresión que le causó la imágen avejentada, detuvo su diálogo interno. Le bastó un instante a su razón para convencerle de que solo era el efecto del espejo improvisado.

Más tarde, sonreía frente al tocador contemplando las proporciones perfectas de su rostro y el rosa pálido que emanaba de su tez. Arregló sus rizos castaños con los dedos y se pellizcó las mejillas. Sus ojos color miel se encendieron con una chispa de picardía y se mordió el labio inferior con sus dientes de pedrería. «¿Cómo luzco ahora?», preguntó a su perro. Luzbel la contemplaba con una mirada fría y le respondía con gruñidos. «Ya sé, estás con hambre». Fueron de vuelta a la cocina. Se fijó en el comedero, el perro no lo había tocado. «Ya sé, ya sé, estás cansado de esas “pepas” secas». Abrió una lata de comida húmeda y lo puso en un plato de loza. Volvió a mirar el reloj, iban a ser las doce. Su frente se frunció con una mueca de extrañeza. ¡No podía ser una coincidencia que haya mirado el reloj dos veces a la misma hora! «Bueno —se dijo—, es mediodía. Si recibió mi mensaje debe estar por llegar». Bajo el chorro tibio de la ducha, sintió crecer esa sensación en el vientre, ese vacío angustioso de la espera, esa ansiedad que ponía su piel trémula. Permaneció así hasta que la serenidad retornó a su cuerpo.

Otra vez frente al espejo, pasó por el ritual del maquillaje mientras inconscientemente añoraba el ruido de un auto o el timbre del teléfono. La tarde caía y su angustia aumentaba minuto a minuto. No quería pensar en la fatalidad que le había perseguido desde la infancia, y se refugió en los recuerdos luminosos de los álbumes familiares reviviendo rostros alegres y juveniles. Releyó una por una las cartas de su noviazgo para llenarse de esperanzas. Pero al final… se sintió como un buzo sumergiéndose en los abismos de su vida desgraciada y percibió la asfixia de su existencia. Solo los ojos compasivos de Luzbel brillaron por un instante como un faro en la superficie. Conforme caía la tarde y no había señales del esposo, Nidia comenzó a tocar fondo. Lentamente se hacía de noche y fuera de la cabaña el tiempo se dilataba al infinito. Las luces navideñas le parecieron luciérnagas que pugnaban por huir de sus celdas de cristal.

No lo pudo esperar más. No lo quiso esperar, ahora buscaba liberarse de esa presión en la garganta, de esa angustia que le apretaba el pecho. «Esta será mi última depresión», pensó. Aún a sabiendas de que todo lo que tuvo fue una fantasía construida por su voluntad, sintió pena por aquello que pudo haber sido. Siempre estuvo a un paso de la felicidad, a veces incluso la saboreo un poco —le supo al agua de mar, que mientras más la bebes tu sed aumenta—. Intentó diciplinar sus pensamientos y no encontraba razones que le infundieran la fuerza necesaria. A estas alturas nada tenía sentido... para nadie. ¿Por qué habría de tener sentido para ella?, ¿qué la hacía diferente entre todos los demás seres absurdos? Pensó en su madre; llena de certezas, aún en sus últimos momentos convencida del regreso de su padre. Pensó en su padre; rodando el mundo en busca de la pareja ideal, dilapidando su fortuna y su salud. Pensó en su esposo; dividido entre el amor a sus hijos y el amor hacia ella, al final lo apostó todo por ella y terminó con las manos vacías.

Conforme se sumergía en la oquedad de la noche sus preocupaciones mudaron, comenzó a pensar en una navaja, en una cuerda, en una viga. Más de una vez creyó que su mejor salida sería una sobredosis de pastillas: ¡Justo ahora no las tenía! Luego de meditarlo por un momento una idea brilló en su mente. «¡Claro! —se dijo—, siempre estuvo a mi alcance y no lo había pensado antes». Se dirigió a su consultorio y contempló por largo rato los frascos de medicamentos. Ya no la apretaba esa angustia en el pecho, se sentía liviana desde que aceptó la decisión final. Estaba flotando. Levantó los brazos y los agitó cual unas alas. Supo entonces que era el momento de volar. Tomó la ketamina de la sección de anestésicos y una ampolla con cloruro de potasio.

Un gemido en el último momento la recordó que no estaba sola. Su perro la miraba angustiado y apoyaba las patitas delanteras sobre la cintura de Nidia. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. ¿Por qué no solo abrir esa «puerta» y simplemente huir? «¡Luzbel!, ¡Luzbel!», no podía dejarlo expuesto a los caprichos del mundo. Era una circunstancia con la que no había contado por estar obsesionada con su última decisión. Son estos los momentos cuando la cordura parece locura y la locura se convierte en cordura. Lo abrazó fuerte contra su pecho y conversó con él por un momento. Luego, convencida de que el perro la había entendido, lo puso sobre la mesa y cargó una jeringa con el anestésico. Después rompió la ampolla del potasio y succionó su contenido con una jeringa de mayor volumen. Un líquido transparente se arremolinaba en el interior del instrumento, Nidia lloraba desconsolada durante el proceso.

Todo estaba dispuesto. La doctora ligó el antebrazo de su perro con un guante de goma hasta que la safena quedó protuberante, luego la pinchó con la primera jeringuilla. Soltó la ligadura de su antebrazo y empujó el émbolo despacio, Luzbel lamía las mejillas húmedas de su «madre» mientras gemía ajeno a su destino. Unos instantes después cayó vencido. Cuando el sueño del perro se volvió profundo, Nidia introdujo el contenido de la segunda jeringuilla en su torrente sanguíneo. El animal se estiró lentamente, intentó respirar un par de veces, mientras sus ojos zarcos se volvían negros conforme se le dilataban las pupilas.

Era una práctica de rutina, lo había hecho una docena de veces a lo largo de su profesión. En cuestión de minutos el bueno de Luzbel quedó fulminado. Mientras realizaba el procedimiento con su perro, entendió que ese método no servía para su propósito de quitarse la vida. Necesitaba de alguien más para que bombeara el potasio letal cuando ella cayera noqueada por el anestésico. La mujer buscó un cartón o algún recipiente para el cuerpo de su amigo. Solamente encontró una caja de madera en la que venían las frutas para la cocina y la usó como un féretro. Después, lo sepultó bajo la vieja magnolia a la orilla del camino que da hacia el bosque de cipreses.

Con Luzbel enterrado, subió a la alcoba principal armada con un mazo de cocina para romper el pomo de la puerta —no quería perder tiempo buscando las llaves extraviadas—, tenía la esperanza de encontrar en ella un frasco de pastillas. Cruzaba el pasillo y estaba a punto de llegar cuando creyó escuchar una voz dentro de la habitación. Se detuvo... vio una luz tenue que se filtraba por debajo de la puerta. Se acercó en puntillas y pegó su oído contra la madera. Un quejido provino del interior, luego todo quedó en silencio. Giró despacio la perilla. Para su sorpresa, la puerta cedió sin resistencia. El cuarto estaba en penumbra iluminado oblicuamente por una luz que procedía del baño. En la cama tendida había un sobre con una carta dentro. Pasó sin hacer ruido, tomó la carta y la leyó.

Era una carta de despedida redactada de su puño y letra con rasgos góticos en las consonantes. Conforme la iba desentrañando, los recuerdos de sus últimos momentos flotaban como los restos de un naufragio en la superficie de su mente. Cuando la terminó: el puzle estaba completo. Supo en un instante que su existencia no era más que un bucle de conciencia atrapado en un limbo sin tiempo. Se dirigió al cuarto de baño, ya no buscó las pastillas, tenía la certeza que no las encontraría. Minutos después de que la mujer entrara al baño, el reloj marcaba las doce campanadas. Era como si el aparato hubiese resucitado.

Un día después, la noche de un veinticinco de diciembre, un auto gris que arribaba por la panamericana, tomó la curva para ingresar al pueblo. Lo primero que divisó el doctor Fernández fue la cabaña de madera y piedra con su cubierta de tejas vidriadas, sepultada por la nieve. Sus amplios ventanales parpadeaban al ritmo de la navidad. Más allá, el pueblo brillaba en su totalidad. Las luces navideñas se extendían por la blanca explanada a lo largo del río y al fondo, el parpadeo luminoso comenzaba a ascender por las colinas hasta las casas más lejanas. ¡La natividad estaba en su esplendor! El doctor estacionó el auto y entró en la casa cargado de regalos. «¡Nidia, Nidia!», la llamó por su nombre. Nadie contestó, solo esa musiquita cansina de la navidad saturaba el ambiente.

La buscó en el cuarto de huéspedes donde ella solía posar, luego subió a la alcoba principal. La puerta estaba cerrada desde dentro. Sacó la llave de uno de sus bolsillos y la abrió. En la cama, impecablemente tendida, reposaba la carta dentro del sobre lacrado. «Nidia, ¿estas allí?», preguntó en voz baja y se dirigió al baño que mantenía la luz encendida. Cuando abrió la puerta se estremeció:

El líquido de la tina estaba a tope. En su interior, la mujer, con su cabeza inclinada hacia atrás y su rostro sereno, parecía haber alcanzado al fin la paz. El espejo de agua, teñido de sangre, recortaba el contorno de sus senos a nivel de los pezones. El hombre, tras recobrar la cordura, se acercó al cadáver y tocó sus hombros, estaban helados. Respiró profundo, la tomó por las axilas y la sacó de la tina. Desnuda y desvalida, Nidia se tendió como un molusco fuera de su valva. Sus brazos, expuestos a la luz, dejaban ver los tajos profundos de sus muñecas.

Unos días antes de la navidad siguiente y de todas las navidades subsecuentes, la mujer se despertaba de un sueño profundo y salía en busca de su perro. Sabía que Luzbel reposaba bajo la vieja magnolia, lo sabía porque lo veía en sus sueños.

14 mayo 2025

El patio










Paul R. Alhazred


Un patio de comidas en una plaza céntrica de una ciudad andina recibe la afluencia constante de personas que descansan en los asientos junto a las mesas. Es mediodía y el sol cae a plomo. Hay locales con opciones para almorzar y varios de comida rápida.
Gustavo y José

(Dos amigos se acercan a la barra de la pizzería. Con un gesto discreto de Gustavo, el despachador les alcanza una cerveza y dos vasos.)

GUSTAVO —Ven, compadre, tomémonos «una» para refrescar este mediodía.

JOSÉ —Dale, pero solo una, que ya tengo que ir donde la Sara... Ya mismo sale.

(Gustavo sirve con cuidado dos vasos casi llenos de cerveza. Le extiende uno a José.)

GUSTAVO —¿Y cómo vas con ese lío con ella? ¿Ya solucionaron?

(Bebe de un solo trago el contenido de su vaso.)

JOSÉ —Está difícil. Siento que en cualquier momento me despacha. Se le nota.

GUSTAVO —Bueno, sabías que eso podía pasar. El marido parece que ya pensaba volver de Estados Unidos...

JOSÉ —El migrante vuelve... y yo quisiera irme.

(Bebe todo el contenido de su vaso.)

GUSTAVO —Si tienes algún chance, deberías intentarlo. Sin la Sara, no tienes ni un perrito que te ladre.

JOSÉ —Ella misma me contó que el tipo tiene otra pareja allá... pero a Sara no le importa. Ya sabes, ahora en los matrimonios lo que manda es la economía.

(José sirve más cerveza en ambos vasos. La botella casi se agota.)

GUSTAVO —No creo que no le importe. Se resigna... mientras te tenga a ti y no haya hijos de por medio.

JOSÉ —Eso mismo. Aunque pronto puede haberlos. Él está con una de mi pueblo... lo confirmé por otros lados.

GUSTAVO —(Ríe mientras termina su cerveza.) ¡El mundo es un pañuelo, compadre! Por suerte no es una ex tuya...

JOSÉ —(Mira su celular al recibir una alerta.) Me tengo que ir, ya me escribió.

GUSTAVO —(Sacando unas monedas y pagando.) ¡Vamos!

JOSÉ —(En tono jovial, al levantarse.) No te lo quería decir, pero es mi prima... ¡Todo queda en familia!

GUSTAVO —(Sonriendo.) Bueno, asómate luego para que cuentes cómo va todo.

(Se despiden con un apretón de manos y se alejan por lados distintos.)
Gerardo

(Sentado solo en una mesa de cuatro puestos, Gerardo lleva un maletín de computador sobre las piernas. Usa auriculares inalámbricos y escribe con agilidad en su celular. La mesa está completamente limpia.)

GERARDO —(Escribiendo a María.) Hola, María. No has inscrito a nadie hasta hoy. Habíamos quedado en que necesitábamos mínimo dos de tu parte.

(María deja el mensaje en doble check gris.)

GERARDO —(Escribiendo a Cecilia.) Buenas tardes, Cecilia. Te escribo por el tema de las inversiones. Recuerda que solo hasta hoy podíamos anotar a las personas...

(Cecilia deja el mensaje en check de recibido.)

GERARDO —(A un número no registrado.) Si puedes, pasa por mí. Estoy en la plaza de la Juventud, en el centro.

(...escribiendo)

GERARDO —(Insiste.) Confirmé que hay autobuses que salen cada media hora a Guayaquil.

(Recibe respuesta.)

INDETERMINADO —Ya voy llegando...

(María envía un mensaje de voz. Gerardo lo escucha pegando el celular al oído.)

MARÍA —Como le va, Gerardo. Sabe que la gente anda desconfiada. Han visto algo en las noticias... Necesito un par de días más.

CECILIA —(Escribe.) Tengo dos personas que van a invertir: dos mil dólares una y mil seiscientos la otra. Hoy deben hacer la transferencia, pero quieren ver comprobantes con el sello de gerencia.

GERARDO —(Escribiendo a Cecilia.) Genial. Con los comprobantes yo comunico a Guayaquil para que te envíen los recibos del mismo Big Money. Envíamelos cuanto antes.

(Escribe a María con tono más firme.)

GERARDO —No es justo. Te esperé demasiado. Esto no es un juego. Somos gente seria.

(María responde con otro audio. Gerardo escucha.)

MARÍA —Me pidieron dos días más...

GERARDO —(Escribiendo.) No te podemos esperar. Tendremos que sacarte del grupo de inversores.

(María abandona la conversación.)

CECILIA —(Mensaje breve.) Ok.

INDETERMINADO —Olvidé los últimos comprobantes en la chaqueta. Son 12 depósitos en 10 cuentas distintas. ¿Regreso a buscarlos?

GERARDO —No hay tiempo. Tienes que salir urgente a Guayaquil.

(Al cabo de unos minutos, un auto gris polarizado pasa cerca. Gerardo lo observa con atención, borra las conversaciones del celular, se levanta y sale de escena.)
Ámbar y Emilio


(Una mesa de cuatro puestos en el mismo patio de comidas. ÁMBAR, joven madre de veintitrés años, está sentada revisando el celular. EMILIO, su hijo de cinco, juega sobre la mesa con un carrito rojo de plástico: Rayo McQueen. El sonido del bullicio de la ciudad se mezcla con la música ambiental: suena “La incondicional” de Luis Miguel desde un altavoz del local. Afuera, se escucha el paso rítmico de un tranvía.)

ÁMBAR. (tararea el estribillo con distraída ternura, sin dejar de mirar el celular) —Emilio, ¿quieres comer?

EMILIO (hijo) —¡Helado!

ÁMBAR —¡Sopa! Después, helado.

EMILIO (hijo) —¡No!

ÁMBAR —Le diré a tu papá que no quieres comer y te va a regañar...

(EMILIO ignora la amenaza. Mueve el carrito por la superficie rayada de la mesa, haciendo ruidos de motor con la boca. El juguete choca suavemente con una taza de café vacía. ÁMBAR respira hondo. Su celular vibra y la pantalla ilumina su rostro: entra una llamada de “EMILIO – papá”. Ella mira la pantalla como buscando fuerzas, y contesta con una sonrisa puesta.)

ÁMBAR —Hola, amor. ¿Cómo estás?

EMILIO (padre) —Bien, mi vida. ¿Cómo están ustedes? ¿En casa?

ÁMBAR —No, estamos por el centro. Se nos hizo tarde y si viajamos capaz que no agarramos señal en el camino...

EMILIO (hijo) —(Acercándose al auricular.) ¡Hola, papi!

EMILIO (padre) —Hola, hijo de mi vida. Qué gusto escucharte. ¿Te estás portando bien con mamá?

EMILIO (hijo) —¡Sí! ¿Cómo estás tú, papi?

EMILIO (padre) —Bien, hijo. Acá ya va a ser de noche. Recién llego del trabajo...

(Mientras hablan, el rostro de ÁMBAR se distiende apenas, pero vuelve a tensarse al entrar una nueva llamada: “COPIAS U”. La rechaza con un gesto seco, pero sus dedos tamborilean con nerviosismo sobre la mesa. Mira a su hijo, que sigue jugando como si nada pasara. La música de fondo se diluye en un ruido blanco.)

ÁMBAR —Creo que están llamando por la cuota del banco. Suelen llamar a esta hora.

EMILIO (padre) —Sí, espero poder juntar para fin de mes... y enviarte también algo para la universidad.

(Otra llamada entra del mismo contacto. ÁMBAR vuelve a rechazarla. El carrito de Emilio choca de nuevo contra la taza vacía. Ella se sobresalta, pero rápidamente recupera la compostura. Toma aire.)

ÁMBAR —Te agradezco, Emilio todavía no ha comido. Vamos ya de regreso a casa. Te quiero. Beso.

EMILIO (padre) —Los quiero. Beso.

(Se despiden. ÁMBAR guarda el celular, intenta guardar las cosas de EMILIO, quien protesta pero ella lo tranquiliza con una caricia en la cabeza. Toma el teléfono otra vez y escribe un mensaje al contacto “COPIAS U”.)

ÁMBAR —(escribiendo) Estoy con el nene ahorita. Ya me bajó. Te llamo en un par de horas. Para fin de mes tenemos seguro el dinero. Beso.

(Envía el mensaje. Su rostro es mezcla de determinación y agotamiento. Se levanta y toma la mano de EMILIO. Él intenta llevarse unos dulces que están sobre la mesa. Comienzan a caminar hacia la salida. Se oye, a lo lejos, el campanilleo del tranvía que vuelve a pasar. La música de fondo cambia a una salsa nostálgica.)

(Al llegar a la salida del patio, EMILIO se detiene bruscamente y se suelta de su madre.)

EMILIO (hijo) —¡Mamá! ¡Mi Rayo McQueen!

(Corre de regreso a la mesa. ÁMBAR suspira y lo espera en el umbral. Él toma su carrito y lo alza en alto como si fuera un trofeo. Luego, con una sonrisa plena, regresa corriendo hacia ella.)

10 mayo 2025

Ají Seco





Ulises Díaz

Cuando volvió en sí tenía el rostro hundido en el lodo. Despertó saboreando la tierra mezclada con esa sensación ferrosa de la sangre. Mientras respiraba con la boca abierta sus dientes crujían con la arena que le llegaba hasta la garganta. Intentó levantar la cabeza, pero una bota la mantenía fija contra el suelo. Llovía persistentemente, estaba calado de pies a cabeza, no sentía las manos ni las piernas.

—¡Las deudas de juego son sagradas! ¿Lo sabes? —repite una voz—. Pagarás de cualquier forma.

Minacho, un «milico» orondo, vestido de camuflaje, apretaba con su bota el cuello de Galton; a su lado, dos conscriptos bajo sus órdenes contemplaban la escena impávidos. El más alto, el que lo golpeó, aún tenía en las manos el fusil con la culata hacia arriba.

Galton permaneció por un instante mirando los hierbajos que crecían a ras de suelo. A través del pasto ralo podía reconocer los corvejones castaños de su caballo. Tras la niebla apenas vislumbraba la empalizada de la cerca.

—¡Sí le voy a pagar, se lo juro! —dijo Galton entre gruñidos—. Le ruego por Dios que me suelte.

—¿Cuándo?, ¿cuándo? —preguntaba implacable—. ¿Vas a seguir jugando a las escondidas?

—¡No, no, se lo juro! Yo mismo le llevo el dinero a su casa la próxima semana.

Minacho mantuvo el pie sobre el cuello un tiempo más, hasta convencerse de que el hombre tendido en el suelo lo había comprendido.

—Me tendrás ese dinero la próxima semana. ¡Ni una semana más! ¿Entendiste?

—Entendí, entendí —repitió Galton incorporándose sobre sus rodillas.

El sargento se quitó la gorra y golpeó con ella el rostro de Galton a modo de bofetada.

—El juego comienza y termina en la mesa de naipes, después todo va en serio —lo dijo ya con voz reposada—. Lo sabes, ¿verdad? —Galton asentía cabizbajo a toda la perorata que Minacho le lanzaba.

Cuando sus agresores se marcharon se puso de pie, se limpió la cara con un borde de la camisa, fregó sus manos sobre la hierba para quitarse la sangre y el lodo; con sus palmas ya limpias, sacudió y estiró sus vestidos hasta dejarlos tirantes. Su finca estaba cerca, a unas dos cuadras más allá del lote de los naranjos. Tomó la rienda de su caballo y caminó en silencio el trecho que faltaba hasta su casa.

«Si mi viejo me viera —venía pensando—, volvería a morirse de la pura vergüenza». «¡Aléjate del juego, del licor y las mujeres!». La voz de su padre le llovía en la conciencia.

—¡Papá, papá! —gritaban los niños que salieron a su encuentro.

Galton levantó en sus brazos a la más pequeña. Galtiton saltaba a su lado tomándolo por la camisa.

—No lo olvidaste, ¿verdad?, ¿no lo olvidaste? —repetía ansioso el niño.

El hombre sacó del bolsillo de su chamarra un pequeño gallito de latón que estaba todo apachurrado, lo enderezó como pudo y se lo dio a su hijo.

La cabaña era grande, aunque modesta, la había heredado de su padre con diez acres de tierra; en ella medraba una familia de cinco miembros.

—¿Qué te traes? —preguntó la esposa de pie en el portal de la cabaña—, vienes tan magullado.

El rostro del hombre comenzaba a hincharse y a ponerse violáceo a causa de los golpes.

—No es nada Maruja —dijo—. Este caballo que cada día está más mañoso. ¡Pon a hervir el matico para amortiguar los golpes! —ordenó.

No quiso entrar a la casa para evitar que su anciana madre lo viera en ese estado. Hizo un rodeo hacia la parte posterior. Desensilló al caballo profiriendo unas palabrotas y lo dejó en el establo. Llegó hasta el estanque y se zambulló con la ropa puesta. En su corral se alborotaban los gallos con las postreras campanadas que marcaban el fin de la tarde.

Al día siguiente se levantó temprano, antes de que amaneciera. Tuvo una noche terrible a causa de los golpes y las preocupaciones. Su mujer se despertó en varias ocasiones y le preguntaba: «¿Qué pasa marido?», entre dormida y despierta.

Después de echarse agua fría en el rosto, más que para despertarse, para aliviarse la inflamación; cruzó el patio y se metió al corral abriéndose paso entre las gallinas, hasta la percha donde permanecían los gallos enjaulados. Todavía se podía vislumbrar el lucero del alba refulgiendo en el firmamento. El hombre lo tomó como un signo de buen augurio.

«Ajicito, ya estás mejor, ¿verdad?». En el interior de la jaula el ave estaba erguida con el cuello levantado. Su cráneo redondo y fuerte parecía de piedra, su rostro sanguíneo amputado de cresta y barbillas, mostraba unos ojos fijos y vacíos. «Ya estas mejor, ¿verdad? », volvió a preguntar.

Intentó acariciarlo introduciendo sus dedos a través de las mallas. El ave cobró vida y comenzó a moverse como una máquina, como un artefacto de fina relojería. Cacareó dos o tres veces sin romper el silencio de la madrugada.

«Ahora te toca a ti», le habló como a un amigo, como a un confidente. «Hubiera querido que descanses algo más, te lo mereces después de tu última pelea. Reyes está picado contigo, debemos aprovechar esta oportunidad, no nos queda tiempo. Ya sabes: lo del banco, la deuda de Minacho. Se nos acabó el crédito. Pero tú, tú nunca me has fallado, ¿verdad?, ¿verdad? », repetía en voz baja, con la certeza de que Ají Seco le comprendía.

Los hombres que trabajan para Miguel Reyes lo llaman el Señor. La fama de Miguel comenzó desde muy joven. Guiaba mulas con su padre y cruzaba la frontera hacia el Perú trayendo y llevando de todo. Dicen en el pueblo, aunque en voz baja, que su fortuna se acrecentó cuando se dedicó a cruzar paquetes de «polvo». Ahora es el dueño de la comarca.

—¿Puedo hablar con el Señor? —preguntó Galton.

Dos hombres curtidos por el sol hacían guardia en la puerta de la mansión. El pequeño de barba se acercó a las rejas del portón, bajo la camiseta que cubría al cinturón se podía adivinar el bulto de un revolver.

—¿Quién pregunta por él? —contesta inclinando la cabeza hacia atrás y levantando el mentón de forma desafiante.

—De parte de su compadre, dígale. De su compadre Galton.

Aunque el día estaba gris, Galton se presentó frente a la reja portando gafas obscuras de grandes marcos y un sombrero de ala ancha que proyectaba sombra, ocultando su rostro maltrecho. Los guardias lo juzgaron con cautela y no terminaban de decidirse a dejarlo pasar.

—Díganle a Miguel que vengo por el asunto de Ají Seco —habló con aplomo.

El Guardia que estaba en la garita corrió la ventanilla e hizo un gesto con la cabeza en señal de anuencia.

—Oí que Minacho lo andaba buscando compadre —dijo Miguel, mientras le daba unas palmadas en la espalda—. Pero por lo que veo, ya dio con usted, ese «milico» es de armas tomar —continuó mientras le servía una copa de aguardiente.

El hombre se puso cómodo frente al escritorio del Señor. En cada ocasión que era recibido en el despacho de su amigo se deleitaba contemplando la vitrina colmada de galardones que, junto a una pared ornada de diplomas y placas de reconocimiento —Al Mejor Holstein Friesian de la feria, al Mejor Expositor de Caballos de Paso, al Gallero del Año…—, era lo más preciado que tenía don Miguel. De entre todos los premios que adornaban la pared, lo que Galton más codiciaba era una copa de plata alpaca coronada por un gallo de oro, con incrustaciones de diminutos diamantes en el plumaje, que hacían resplandecer al icono cuando la luz le pegaba de frente. En su pedestal traía grabada la frase: A Cobra Negra Campeón Internacional.

Siempre sintió una envidia encubierta por los logros de su compadre Miguel, desde aquellos años de la adolecencia, cuando guiaban recuas por esos cerros polvorientos. Cada vez que bebía, que era a menudo, le daba por compararse con su compadre y en silencio se consolaba aduciendo su pobreza a su proceder honesto, veía la riqueza de su compadre como una afrenta.

—Bueno compadre —dijo Galton, levantando la copa a modo de brindis—. A usted y a mí se nos va la vida en el juego. Así que, iré al grano: quiero darle la revancha con mi gallo.

Miguel le quedó mirando directo a los ojos por un momento, intentando de descifrar las verdaderas intenciones que traía su amigo.

—Le propongo mi gallo frente a su Goliat —continuó Galton, poniéndose de pie y tratando de darle a su voz la solemnidad que exige un reto—. Es la pelea que su merced siempre ha buscad. ¿No es así?

—No tan rápido, compadre —respondió Miguel—. «Cójale suave». Que este asunto con el «milico» no le haga perder la cabeza. —Le dio unas palmadas en la espalda—. ¿No cree que es muy pronto para regresarlo al palenque? No hace mucho que su gallo estuvo en la arena; claro que ganó, pero no salió tan bien parado.

—No lo pelearía si así fuera, el Ají está óptimo. ¡Palabra de gallero!

—Mire —dijo el Señor—, usted sabe cuánto le estimo y no quisiera ser yo el que termine de arruinarlo. —Puso la mano sobre el hombro de su amigo—. Le propongo algo: cédame el gallo y yo me hago cargo de su deuda con el Minacho. —Sirvió otra copa a la espera de que su compadre entrara en razón—. Ese gallo es bueno, no tanto como usted cree, pero… ¿cómo le diré?, digamos que es diferente. Yo preferiría aprovechar su genética antes que quitarle a usted más de su dinero.

—Vea mi compadre. —Al hombre no le quedó más que sincerarse con su amigo—: Mi problema va más allá de la deuda con el «milico». Mi problema mayor es el préstamo del banco. Estoy con el agua al cuello. El mes que viene se remata la finca.

—Vaya, vaya, mi querido Galton Rodríguez, usted sí que se las trae. —Movía la cabeza al tiempo que sonreía irónicamente—. Esa finca siempre me ha gustado y usted lo sabe, desde que perteneció a don Carlos, su finado padre, que en paz descanse. —Se santiguó.

—Son veinte grandes los que debo al banco, pero la finca con la casa vale diez veces ese precio.

—No, si sale al remate —discrepó el Señor.

—Lo sé, por eso acudo al amigo —dijo en tono de súplica—. Le estoy proponiendo algo que usted mismo me propuso hace unos meses atrás.

—El tiempo pasa y el mundo da vueltas —respondió Miguel, mientras hacía girar su dedo índice—. Además, tenemos claro que en los negocios no hay amigos —y dejando a un lado los discursos, le preguntó—: ¿Cómo lo jugaríamos?

—Veinticinco —contestó Galton, como quien dice una puchuela.

—¡Ajá! —dijo—. Son cinco grandes los que le debe a Minacho. Por mí no habría problema. —Lo sopesó por un momento y luego decidió—. Podría ser. —Volvió a pensarlo—. ¡Está bien! Si así lo quiere, no le demos más vueltas. Pero usted sabe de antemano que lo jugaríamos por el rancho, porque dinero… es lo que anda buscando. ¿Verdad?

—Para que le digo que no, si su merced lo sabe de antemano —dijo Galton—. No se hable más. Entonces: ¿para este fin de semana que son las fiestas de San Carlos?

—No hay otro momento más propicio que esta feria —afirmó Miguel y estrechó la mano de su amigo—. Ahora solo falta ver de qué lado se inclina la balanza.

—Hecho —confirmó el hombre y salió decidido a poner a punto a su gallo.

La pollada en la que nació Ají Seco reventó un catorce de enero por la mañana. Era un grupo de quince polluelos con el color de las naranjas que caían de maduras. Cuando el grupo se desperdigaba en busca de bichos y gusanos, su madre —una gallina bulliciosa— terminaba confundida buscando a sus polluelos entre tanta naranja que se descomponía en el piso de tierra. Ají Seco era el único polluelo rojinegro.

Tendrían algo más de una semana cuando las tormentas del Niño azotaron la comarca. Una madrugada que Galtiton se preparaba para la escuela, después de una noche de lluvia torrencial, descubrió a los polluelos flotando con las patas para arriba en el patio inundado. El niño rescató a los tres únicos que aún seguían con vida, entre ellos el polluelo rojinegro. Los secó, los abrigó, y por un tiempo compartió el cuidado con la bulliciosa.

Maruja, a cargo de la casa, pasaba ocupándose de su tierna hija, de la granja y atendiendo la cocina. Una mañana el cacareo de la bulliciosa rompió de súbito la tranquilidad del patio a la hora en que la mujer sazonaba un guiso. A eso se sumó el llanto angustioso de la pequeña que reclamaba desde su cuna. La mujer corrió en auxilio de la niña mientras en el patio, el alboroto de las gallinas hacía vibrar las calaminas. De pronto se hizo un silencio rotundo… Cuando Maruja salió al huerto aún quedaban algunas plumas suspendidas en el aire enrarecido por el polvo. En el cielo, Maruja miró impotente el cuerpo de la bulliciosa que pendía inerte de las garras de un gavilán.

Ya estaban comiendo maíz chancado cuando su madre los dejó, pero la mujer, sabia en asuntos de criar polluelos, les subministraba ají fresco, picado y mezclado con el agua de bebida; dizque para darles la energía que supliera el abrigo de las alas maternas en esas noches tan lluviosas. Todas las tardes al regresar de la escuela el niño les cambiaba el agua picante a los polluelos huérfanos. Pero al rojinegro, no contento con el agua, lo encontraban picoteando las bayas del ají que pendían ya resecas en las matas. Mas por molestarlo, galtiton comenzó a llamarlo Ají Seco.

De esa ingenua asociación que se le ocurrió al niño, surgió el nombre de uno de los gallos más renombrados en la comarca. Los polluelos amarillos compañeros de nidada, devinieron en dos hermosas gallinas que compartieron la huerta con su hermano mientras crecían. Cuando llegó la hora de separar a los gallos para evitar las peleas, Galton lo confinó en una de las jaulas sobre la percha de los probados, no sin antes, bautizarle con un nombre respetable. Su nuevo ritual consistiría en entrenamiento constante, una mezcla equilibrada de cereales y leguminosas, además de carne picada.

Las tardes después de la escuela, los afectos del niño quebrantaban todas las reglas y Ají Seco quedaba libre para corretear tras su tutor, al que le tenía un gran afecto. Maruja, preocupada por el futuro gladiador, reprendía constantemente a su hijo:

—Deja de abrazarlo. ¡Estás criando una gallina!

El niño, que todo lo llevaba a broma, lanzaba a su amigo al aire y luego lo correteaba gritándole: «¡Ají Seco gallina! ¡Ají Seco gallina!»

Una de esas tantas tardes que el gallo andaba libre, Maruja molía maíz en la cocina y Galtiton mecía la cuna de su hermana. De repente, se armó un alboroto que puso de cabeza a los habitantes de la huerta. Madre e hijo acudieron al unísono. Maruja gritaba: «¡Te dije que encierres al gallo, te dije…!». La sorpresa los dejó sin palabras. Ají Seco arremetía contra el gavilán y lo tenía mal parado. La rapaz, caída sobre su costado, no soltaba la presa que se debatía entre sus garras, pero el gallo no se arredraba. Una, dos, tres envestidas. Ora sobre el cuello, ora sobre la cabeza, ora sobre el bulto curtido del predador, hasta que, al fin, el gavilán soltó su presa y levantó el vuelo para no volver.

El resto es historia conocida, aunque la vez primera que pisó el palenque y el voceador anunció su nombre: «¡En esta esquiiiina Ají Seco!», fue el hazme reír de la concurrencia. A nuestro personaje le bastaron treinta segundos para dejar en mutis al coliseo y a su rival tendido, entre estertores, sobre el cuadro central del ruedo. Galton, a su pesar, había adoptado para su ave insigne el nombre con el que le bautizara su hijo.

Un día sábado por la noche, en vísperas de las efemérides del santo, Galton se quedó hasta tarde poniendo a punto toda la parafernalia para el combate del domingo. Nadie sospechó nada hasta la mañana siguiente cuando Maruja, que madrugaba de costumbre, se sorprendió al ver a Ají Seco dentro de la jaula de transporte.

—¿A dónde lo llevas? —preguntó a su esposo que en ese momento ensillaba el caballo— ¡No me digas que vas a la gallera!

—Shhhh. No levantes la voz que despertarás al niño —dijo el hombre, poniendo su índice sobre los labios de su mujer.

—Lo prometiste, lo prometiste —dijo Maruja indignada—. Le prometiste a tu hijo que no pelearía más. Por favor no lo lleves, romperás el corazón de tu niño.

—¡Cállate! —respondió—. Métete en tus asuntos. —El hombre no tenía tiempo para argumentos.

Ya afuera, acosado por la culpa, se detuvo frente a la entrada de la finca. Contempló por un instante el cielo azul, el verde naranjal cuajado de frutos amarillos. El cafetal brillando al sol de una mañana esplendorosa, y al fondo, su cabaña confundida con el verdor del follaje, bajo la larga sombra de un viejo mango. Se imaginó a su hijo jugando con la rueda, persiguiendo a las gallinas. Sintió un nudo en la garganta. Apretó los dientes y contuvo una lágrima. En su mente la imagen de Maruja, con su niña en el pecho, brillaba nítida como una postal.

Levantó la frágil jaula a la altura de su rostro. El ave, de plumaje rojo y verde tornasol, lo miraba con ojos centellantes como entendiendo lo trascendente del momento y le platicaba entre cacareos como si conversase con el hombre.

—Bueno —dijo con voz decidida—. ¡Ahora te toca a ti carajo! —el gallo cantó alto.

—Juro que esta vez sí es tu última pelea Ajicito —le dijo, mientras colocaba el pie en el estribo y de un salto montaba su caballo.

Cuesta abajo por el sendero no se oía más que el golpeteo sincrónico de los herrajes sobre las piedras. Desde lo alto de su caballo el hombre conversaba amenamente con el ave: «Esta pelea la ganas por que la ganas. Reyes está picado contigo ¡Fíjate que hasta quiso comprarte! Pero los dos sabemos que le ganamos al Goliat, ¿verdad? Salvamos la finca». Ají Seco movía su cabeza impaciente. «Pero cuidado, si pierdes perdemos todo. Ya sé, ya sé, tú te juegas la vida, pero si ganas…». Se puso optimista: «Te prometo que se acabaron los coliseos. De vuelta al patio con todas tus gallinitas. Te espera la buena vida, como la de un jeque».

El coliseo de gallos La Herradura queda en la parte baja del pueblo, cerca del río. Los domingos desde temprano, los hombres se reúnen a libar alegremente y a perder sus escasos ingresos ganados en las arduas tareas del campo. A veces, cuando la suerte les sonríe, recuperan alguna suma de dinero en juegos de azar o peleas de gallos; dinero que lo despilfarran en alcohol, tabaco o mujeres de «mala vida». El tiempo en Tarapal transcurre en calma a orillas del Jubones; un río manso, diáfano, de aguas color turquesa que atraviesa el caserío. En las cuencas que forman sus meandros, la agricultura prospera en abundancia. Sus chacras —huertos caseros—, cultivadas por mujeres y niños, le dan verdor al desierto y crean un oasis en medio de un universo gris y polvoriento.

—Buen día compadre —dijo Galton todavía sobre su caballo—. Hace un hermoso día, ¿no cree?

—Demasiado hermoso como para dar malas noticias. A lo mejor… son buenas para su gallo —respondió Miguel.

El hombre sintió como la adrenalina le tensó el cuerpo.

—No me diga que el Señor se arrepintió —contestó Galton apeándose del caballo—. Palabra de gallero es palabra de varón. —Levantó la jaula en señal de compromiso.

—El Goliat no está en condiciones de pelear. Amaneció «tuzo» por la fiebre, su pastor cree que puede ser viruela. Hay una epidemia... dicen.

—No lo creo —dijo el hombre—, no se ha oído nada.

—¿Me está llamando mentiroso? —respondió Miguel un tanto indignado—. Si usted cree que hay gloria en que su gallo pelee con un enfermo, llevemos un juez a mi gallinero. —Se quedó midiendo la reacción de su compadre, luego acotó—: Tiene usted todo el derecho de dudar. No crea que me estoy aprovechando de las circunstancias.

Galton estaba demudado, no sabía qué responder, meditaba buscando las palabras, temía ofender a su compadre. Sabía que una frase fuera de lugar podría desatar la ira de su amigo y ya no peligraría solo la finca, sino su propia vida.

—Vea compadre —continuó Miguel—, no se haga mala sangre. Ahí está el Cobra Negra. Y para que no diga que juego con ventaja, aumento diez grandes a la bolsa.

Cuando oyó el nombre del gallo el hombre sintió que el mundo se le venía encima, pero no tenía hacia donde correr. Llenó sus pulmones de aire como si el que fuera a combatir fuese él mismo y se quedó mirando a su gallo. De pronto escuchó:

—Y, ¿entonces?, ¿no que su gallo canta en cualquier gallinero?

—¿Quién dijo miedo? —respondió—. ¡Muerto por uno, muerto por mil! Le hacemos porque le hacemos. —Estrechó la mano de su compadre.

El combate se programó para el final de la tarde debido a los cambios de última hora. Galton no quería ni pensar en regresar a casa. Acicateado por el miedo, la incertidumbre y la culpa, deambuló por el pueblo con Ají Seco a cuestas. Vagó por mesas de juego, entre músicos y trileros. Almorzó en una fonda de mala muerte. No tenía cabeza para el licor, todo el tiempo pendiente de su ave. Temprano en la tarde, acudió a la casa de Rocío —una de sus queridas— con la intención de brindar agua y alimento, además de sombra al gallo. Con el ave a buen recaudo, intentó dormir algo en la cama de su amante. Llevaba muchas malas noches encima.

Cuando Rocío le sacudió, despertó sobresaltado. Soñaba con su padre muerto, devorado por los gusanos. El hombre lo tomó como un mal presagio.

—Vamos —dijo—, te están esperando en el coliseo.

La noticia de la pelea estaba por todas partes. El hombre tuvo que abrirse paso entre la multitud para llegar hasta la arena. Plantado dentro del círculo con su gallo bajo el brazo, sintió como el ruido de la gente se iba disipando de su cabeza, hasta escuchar tan solo el palpitar de Ají Seco al mismo ritmo que el de su corazón.

El voceador repetía a voz pelada: «Hagan sus apuestas señores, hagan sus apuestas…». El olor del aguardiente mezclado con la sangre flotaba en el ambiente. El sudor de la gente era adrenalina pura. Una sola imagen permaneció en su memoria: la frágil ligereza con que Galtiton correteaba tras la rueda. Susurró unas últimas y secretas palabras a su ave y esperó en la arena mientras el presentador anunciaba: «A la izquierda Ají Seco. A la derecha La Cobra Negra».

Miguel Reyes cargaba un gallo negro sin cresta y con un pico de acero. De ojos vivaces y crueles, de alas un tanto cortas, pero fuerte de hueso y macizo de carnes. De piernas robustas, cargadas hacia delante. De patas negras. Su cabeza, erguida sobre un largo cuello tornasolado, semejaba la viva imagen de Abraxas, el dios con cabeza de gallo de la mitología griega y egipcia que dispersa la noche y adverte a los infieles el comienzo del fin.

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P. Alhazred Alfonso llegó a su primer día de gimnasio un martes de julio. Con la insistencia de su padre y la aprobación de su madre, no le ...