09 julio 2025

Pedalear la estática

P. Alhazred

Alfonso llegó a su primer día de gimnasio un martes de julio. Con la insistencia de su padre y la aprobación de su madre, no le quedó más remedio que echarle ganas.

Se acercaba el primer año de bachillerato y quería estar en forma para optar por alguna disciplina escolar, de aquellas que volvían tan populares a los chicos. Pero este gimnasio tenía algo especial.

Maribel era la mujer que atendía en el ingreso casi todo el tiempo. Su padre la saludaba con efusividad, delatando una antigua amistad. Le había contado que era la nueva dueña del gimnasio, antes instructora de baile, y que, gracias a las remesas enviadas por su hijo desde Estados Unidos, pudo comprar el negocio como una oportunidad.

La saludó sin mirarla. Tenía miedo de desarmarse ante aquellos ojos verdes.

—Alfonso, tu padre me pidió que un entrenador te guíe. Ven, busquemos a Nacho.

Alfonso asintió, y su mirada se clavó en su escote por una fracción de segundo.

—Claro, gracias —dijo.

—Nacho, Alfonso es nuevo. Dale unas rutinas para empezar.

—Un gusto, campeón —dijo, extendiendo la mano—. Empezaremos con bracitos.

La belleza del rostro de Maribel y sus formas curvilíneas encandilaron al joven, provocándole una admiración cercana a la idolatría, que se traducía en noches de soledad y en el descontrol de su mano. Recordaba con detalle su vestimenta, elegantemente combinada para cada día de la semana. Apenas se fijaba en las chicas jóvenes que, con gran esfuerzo, cumplían las rutinas que Nacho y otra entrenadora les imponían.

No faltaba a los entrenamientos, a pesar de no simpatizar mucho con Nacho, quien, además de coquetear con las chicas, seguía de cerca sus rutinas y lo corregía continuamente. Maribel, en cambio, siempre lo recibía y despedía con una sonrisa que lo elevaba hasta el cielo de las feromonas.

Por lo general, los viernes llegaba menos gente al gimnasio. Venciendo sus miedos, se acercó al mostrador de recepción para iniciar una plática, tal vez sobre el clima o alguna rutina que Nacho le hubiera impuesto.

—Me resulta difícil la máquina del fondo —le comentó—. Tal vez no me explicaron bien.

—Es mejor si lo intentas primero sin peso —respondió, inclinándose para alcanzar el control de la música ambiental.

—¿Qué música te gusta para entrenar? —preguntó de forma coqueta—. Sospecho que te gusta el rock, como a tu papá.

La mención a su progenitor lo descolocó.

—Sí, un poco —atinó a responder—. ¿Son amigos desde hace mucho?

—Lo conozco desde antes de casarme —dijo, acomodándose sus rizos castaños.

—Recuerdo que me comentó que eras instructora de baile en este mismo gym desde hace años —soltó, sin querer, esa última frase, pues refería su edad cercana a la de su padre—. Te vi en la bailoterapia el otro día. Bailas muy bonito —agregó, queriendo amortiguar la alusión a los años.

—Gracias. También entreno piernas en las mañanas; así mejoro la resistencia.

Algunas personas comenzaron a llegar y se despidieron.

—Salúdame a tus papás —dijo con despreocupación.

No podía sacarla de su cabeza. Aquel primer mes de entrenamiento lo cumplió sin ninguna falta, y a pesar de que su coach no le simpatizaba en lo más mínimo.

Cada día la veía más atractiva, y las sonrisas de ida y vuelta él las interpretaba como una fascinación mutua. Trataba de ubicarse en alguna de las máquinas que tenían línea de vista hacia la sala de baile, y desde ahí contemplaba la sesión completa sin pestañear.

Un sábado de octubre, el gimnasio estaba a punto de cerrar. Alfonso vio salir a los entrenadores, y la voz de Maribel anunció que iban a cerrar. Como imaginando un encuentro, se demoró en el vestidor, pensando cuál sería su siguiente paso. De pronto, se abrió la puerta.

—Alfonsito, ¿no me has oído? Vamos a cerrar.

—Perdón, me sentí un poco mal —dijo, tomándose la cabeza.

—¿Te has golpeado o hiciste mucho esfuerzo? —preguntó, sentándose junto a él, tocándole las sienes y pasando el brazo alrededor de su espalda.

—Me duele un poco —respondió, y enseguida hundió el rostro en su hombro, sintiendo cómo el perfume de ella se colaba por cada poro de su piel.

Maribel no supo cómo reaccionar. Instintivamente acarició su pelo como lo hubiera hecho con su hijo, pero en seguida notó la reacción viril del joven y no se pudo resistir a acariciarlo.

Alfonso buscó sus labios con timidez. Ella se dejó encontrar. Tomó su mano y la puso debajo de su blusa. Sintió la protuberancia del pantalón apuntando hacia ella. Sacó fuerzas desde el fondo de su ser para rechazarlo.

—Por favor, vete. Estamos cerrados —increpó, al tiempo que sus brazos lo alejaban de ella.

Una semana le tomó a Alfonso volver al gimnasio. Las cosas ya no eran las mismas. Apenas se saludaban sin cruzar palabras. Sin mucha inspiración, se ponía a pedalear en la estática. De pronto, Maribel llegó a la bicicleta a su lado. Apenas se saludaron.

—Alfonso, eres un chico guapo e inteligente. Muy pronto serás un hombre y encontrarás una chica que realmente te quiera.

No respondió. Sonrió ante tantos lugares comunes pronunciados por Maribel. Dejó la bicicleta y fue en busca de Nacho. La música ambiental golpeaba fuerte en su pecho.

Ese mismo mes, habiendo apenas iniciado sus clases de bachillerato, presenció una discusión acalorada entre sus padres que desencadenó el anuncio de su separación. Su madre hacía constante alusión a esa «otra mujer» en una típica escena de celos y drama. Pero el verdadero drama fue para Alfonso cuando, días después, encontró a su padre de la mano con Maribel cerca del gimnasio.

Un vendaval de lágrimas golpeó sus ojos. Se dio vuelta y corrió. En ese momento, supo que empezaba a odiar a aquel hombre que le arrebataba su primer amor.


Epílogo

Muchos años después, en otra ciudad y con otra vida, pasó frente a un gimnasio cualquiera. Olía a esfuerzo, a música de fondo, a espejos empañados. Se detuvo un instante frente al ventanal, y por un momento creyó ver a Maribel, entre reflejos y formas, volviendo a inclinarse para cambiar una canción.

Recordó entonces aquel verano de cuerpos tensos y miradas húmedas, donde confundió deseo con amor, y fantasía con promesa. Se avergonzaba un poco, pero también sonreía. Porque Maribel no fue solo su primera obsesión, sino también su primer abismo. Ella le enseñó, sin saberlo, que crecer no es solo estirar el cuerpo, sino aceptar lo que no puede ser.

Cerró los ojos. Y entonces supo que, aunque nunca la tuvo, ella sería una de esas mujeres imposibles que uno guarda sin querer en la memoria: intactas, brillantes, perdidas en el tiempo como una canción que ya no se encuentra, pero cuya melodía se sabe de memoria.

Y eso también era crecer.

05 julio 2025

Una de policías (primera parte)



Ulises Díaz

Cumplía ocho años cuando la televisión llegó al barrio. Acostumbrados a la radio, nos parecía un verdadero milagro contemplar estos deslumbrantes aparatos tras las vidrieras de los almacenes. Mis hermanos menores y yo no entendíamos cómo podían introducir personas pequeñitas dentro de una caja de diecisiete pulgadas, y no contentos con aquello, la llenaban de caballos, carros, incluso ciudades enteras. Regresando una tarde de la escuela encontré a un grupo de niños que habían dejado de lado aros, trompos y pelotas. Permanecían como hipnotizados frente a la ventana de una casa vecina. Los más pequeños se sostenían en puntillas para llegar con sus barbillas hasta el alféizar de la ventana. En su interior, las imágenes de un televisor en blanco y negro los mantenía cautivados.

Todos Los Santos era un barrio humilde poblado por panaderos, obreros y ancianos sostenidos por la beneficencia. Por ello, la llegada de este aparato a la casa de doña Elena fue todo un acontecimiento. La buena señora no se imaginaba el revuelo que iba a causar en nuestra cuadra este invento infernal. Fastidiada por las aglomeraciones afuera de su casa, no le quedó más remedio que colocar cortinas dobles para evitar la tentación. Y así lo hizo por una semana, sin lograr ahuyentar la «manada» de niños ociosos que comenzábamos a merodear su ventana a partir de las cinco de la tarde. Hora en que terminaba la escuela e iniciaba la transmisión del único canal que había en la ciudad: Teletortuga, canal tres.

Con los días, a doña Elena se le ablandó el corazón al ver en nuestras caras esa mezcla de angustia e ilusión y dispuso unas bancas largas de madera cruda, sin apoyos ni espaldar, para acomodarnos en su sala de cinco a seis de la tarde frente a la pequeña pantalla. Con dos condiciones: cumplir con las tareas de la escuela y cancelar cinco centavos de Sucre —según acordase con nuestros padres—. Veíamos un solo programa aparte de las caricaturas iniciales que multiplicaban las sonrisas en los rostros de la improvisada platea. Las series policiales eran mis preferidas: Misión imposible, Hawaii Five-0, Los Intocables, El Santo…

No exagero al afirmar que esa caja marca Sharp, sostenida sobre un cuartero de finas patas y rematada por una antena de conejo, erosionó nuestra niñez. Quedaron de lado los juegos grupales, las carreras, las escondidas. Los trompos y canicas perdieron toda su magia. Cuando mamá nos formaba en fila y de rodillas rezábamos antes de ir a la cama: «Santo ángel de mi guarda, mi dulce compañía…», a mi mente acudía la imagen de Simón Templar (El Santo —Roger Moore—) con su peinado impecable, su talante sereno y una mirada que penetraba en la mente de los perversos como perforar una mantequilla. Si la historia sagrada nos pintó un ángel alado, esta serie lo puso en acción y, por supuesto, lo vestía en Savile Row.

Afuera de la caja mágica, el barrio parecía suspendido en un letargo silencioso. Las mismas casas de adobe con el repello descascarillado y los tejados carcomidos por los líquenes, donde los gatos hacían su siesta en las mañanas calurosas. Sus calles de lastre, convertidas en polvo por el viento del verano, y en un muladar por las lluvias de diciembre a mayo, nos veían deambular entre la escuela y los mandados. Los sábados al Tomebamba a soltar nuestros botes de papel o simplemente a vagar por sus riveras. Los domingos temprano a misa de seis. Y todos los primeros viernes de cada mes a confesarse y comulgar para no morir en pecado mortal. La televisión era el peor de los pecados según el cura Soriano.

La nieta de doña Elena, Ligia, tenía diez años y estaba en mi clase. Una rara alergia había retrasado su inicio escolar. Vivaz, colaboradora, excelente con los números —quizá porque las chicas maduran más temprano—. Con frecuencia resolvía las columnas de sumas apenas llegaba a la pizarra, mientras el resto de nosotros recién comenzábamos a llevar las cuentas en los dedos de la mano. Las primeras semanas de clase me avergonzaba en su presencia porque la sentía superior, inalcanzable, inclusive me pasaba en altura con un palmo; pero, sobre todo, porque ejercía sobre mí una fascinación indescriptible que me cortaba las palabras.

Dedicada al estudio, no frecuentaba nuestro grupo, pero los sábados bajaba al río con otras chicas a lavar. Jugaban a las rondas en espera de que la ropa se orease sobre las piedras de la orilla. Los domingos en misa solía mirarla de reojo. Ella, de rodillas, en actitud contrita, con las manos juntas frente a sus labios era la encarnación de la castidad. En el aula o en el patio, a donde fuera la seguía con la mirada y en mis fantasías tocaba su pelo negro rizado, tomaba su mano, la misma mano que volaba en la pizarra dibujando con la tiza grafemas como alas de mariposa. Con el tiempo los programas de televisión se convirtieron en algo más: una oportunidad para encontrarla en su casa.

Cuando se juntaba con nosotros, muy rara vez, para ver los dibujos animados, solía marcharse a prisa. Me daba la impresión de que se marchaba como un personaje más de las caricaturas, dejando en la sala un gran vacío y ese olor a manzanilla recién cortada. Algo raro pasaba con esa chica de mejillas sonrosadas. Tenía una extraña forma de ser niña, siempre alerta, aun cuando jugaba. Al salir de casa miraba hacia ambos lados antes de hacerse a la calle y se asomaba con cautela a las esquinas. Yo atribuía esos detalles al cumplimiento de las reglas de precaución que nos inculcaban en la casa y en la escuela. Aunque yo nunca las apliqué, admiraba la impecabilidad con la que Ligia las observaba.

La gallada a la que pertenecíamos era suficiente para completar un equipo de fútbol. De entre todos ellos, cuatro fuimos inseparables: Manuel, el mayor, el sabelotodo, estaba por terminar la escuela, sus padres hacían el pan más sabroso del barrio; temprano en la mañana, antes de salir para la escuela, lo repartía en las tiendas montado en su bicicleta. Carlitos, fantasioso por naturaleza, contaba historias de aparecidos como si él mismo las hubiese vivido. Su madre, viuda de un telegrafista, disponía de una pensión razonable y de todo el tiempo libre para dedicarse a su único hijo que, a diferencia de nosotros, se mantenía siempre limpio; usaba pantalones cortos, planchados con raya al medio y camisas abotonadas hasta el cuello.

Alfonso, el más hermético, su padre era propietario de una sombrerería, un hombre torvo que le obligaba a trabajar después de la escuela, con frecuencia llegaba atrasado y con las tareas inconclusas. En una ocasión lo castigó a cintarazos delante del maestro. Nosotros lo contemplamos paralizados en nuestros pupitres. Fue una época difícil, padres y maestros tenían una sola consigna: «La letra con sangre entra».

Nunca olvidaremos aquel agosto aciago en el que Ligia desapareció. Ese día, el cielo era de un azul intenso y la mañana tan límpida que se podía contar a simple vista los eucaliptos en las crestas de los cerros lejanos. Terminadas las clases, los chicos de familias acomodadas disfrutaban el verano en sus fincas a las afueras de la ciudad. Transcurrían las vacaciones del sesenta y ocho y en el barrio se organizaba el concurso de cometas. Con Manuel a la cabeza, construíamos la nuestra con cañas secas de sigsal —que son tan livianas como una pluma— y papel de seda rojo. Ligia le había prometido a Carlitos algunos retazos de tela para la cola de nuestra cometa. Los dos eran buenos amigos, pues la madre de Ligia cosía la ropa que usaba él y su mamá. Esperamos hasta el mediodía y ella no llegó.

Estábamos a la mesa cuando doña Elena tocó la puerta para preguntar por Ligia. Antes de eso, había golpeado varias puertas averiguando por su nieta sin que nadie diera razón. Mi madre supo decirle que no la había visto durante la mañana. Sin sospechar la gravedad del asunto, aprovechamos la distracción de mamá para tirar a la basura las espinacas de la sopa. Nos deshacíamos de vegetales cuando era posible, a pesar de que a la hora del almuerzo aparecía mágicamente una correa en la esquina de la mesa —Manuel solía burlarse de mis hermanos y de mí, asegurando que nuestro plato favorito era «la sopa con correa»—. Cuando mi madre regresó a la cocina ni siquiera se percató de que terminamos de comer en tiempo récord.

—¿Han visto a Ligia esta mañana? —preguntó preocupada.

La expresión de su rostro nos puso a todos en alerta y negamos con la cabeza

—Si terminaste de comer, ve con tus amigos y averigua por la chica —me dijo—. Su abuela asegura que fue temprano en la mañana a comprar víveres en el mercado y carbón para la Bilbaína, desde entonces no aparece —lo dijo levantando las cejas y abriendo los párpados en señal de asombro—. El fogón estaba frío y tenía que llevar el almuerzo a su madre al taller de costura. ¿En verdad no la han visto? —volvió a preguntar como dándonos una última oportunidad.

Nos miramos los unos a los otros tratando de descubrir algún secreto en nuestros rostros asustados, pero era inútil.

—No, no… no —respondimos respectivamente.

—Entonces… ¿Qué esperas? Ve y averigua entre tus amigos.

Salí disparado y en un dos por tres alboroté a toda la gallada. En una ciudad pequeña, era muy raro que alguien se pierda, mucho menos alguien tan inteligente y desenvuelto como Ligia. Actuando en equipo golpeamos las puertas de sus amigas. No estaba con ninguna de ellas. Margarita dijo que la vio en el mercado. La Morena, su mejor amiga, aseguró haberla visto en la calle De las Herrerías caminando de la mano de un hombre adulto. Florinda afirmaba haberla visto en el puesto de la vieja Maruja Gualpa, hablaba discretamente con la yerbatera como compartiendo algún secreto, paradójicamente a la misma hora en que Jacinta había saludado con la extraviada en la plaza de las flores.

Las versiones se multiplicaban y la información se volvía falaz, daba la impresión de que Ligia se había desdoblado y se encontraba en varios lugares a la vez. Para las tres de la tarde el barrio entero se puso en alerta. Elenita, su madre, abandonó el taller de modas en el que laboraba como dependiente, para comandar la búsqueda. Lo primero que hizo fue acudir donde el padre de la niña, un tal José Segarra, un militar que vivía en una ciudad ubicada a una hora en carro, era un señor casado y tenía dos hijos mayores a Ligia. Frente a la realidad de los hechos, la angustia dibujada en el rostro de los adultos comenzó a hacer mella en nosotros los pequeños, que al principio pensábamos que se trataba de un juego. Cuando empezó a oscurecer la preocupación dio paso a una desesperación creciente.

A su abuela doña Elena se le bajó la presión cuando vio regresar a Elenita desconchinflada y sin ninguna información de la hija. Tuvo que venir su médico de cabecera para inyectarle unos calmantes, luego le recetó una infusión de valeriana con ajo. Yo lo supe porque mi madre le comentaba todo lo sucedido en el barrio a papá. Agustín Orejuela, mi padre, era cabo de policía del tercer distrito. Basándose en su experiencia, pidió calma a los vecinos: «La mayoría de los niños suelen aparecer al día siguiente. Andan por allí mataperreando con amigos y se les va el tiempo sin preocuparse por sus padres. Hay que esperar hasta mañana para hacer la denuncia. Incluso —dijo— se debe esperar hasta cuarenta y ocho horas antes de que se inmiscuya a la policía en la búsqueda». Los que la conocíamos estábamos seguros de que ese no era el caso de Ligia, pero ¿cómo discutir con papá?, él era la autoridad.

Nos imaginábamos los peores escenarios: Carlitos estaba seguro de que se la llevaron los terroríficos «gagones». Escuchó a su madre decir: «Elenita se metió con un hombre casado, por eso, Ligia está sentenciada a que un día, esa pareja de diablos con cuerpo de perro y cabeza humana, vendrán a llevársela».

—¡No hables de esas cosas! —increpó Manuel—. Mamá nos prohíbe nombrarlos, porque pueden estar muy cerca sin que nosotros lo sepamos, aunque mi padre opina que son inventos de los viejos para evitar los amores prohibidos. Yo creo que el «shunsho» carbonero le hizo algo. Porque cada vez que la veía, la tiraba de las trenzas. Pienso que estaba enamorado de ella —lo dijo con toda la certeza.

—¿Por qué dices eso? —le pregunté.

—Porque esa es la manera de querer de los tontos…, al menos es lo que dice papá. —Sonrió.

Avico, el carbonero, un colorado de pelo ensortijado al que le chorreaba la baba. Rubio y de ojos verdes, con los dientes en recreo; lucía su piel de leche una vez al año, en los carnavales, cuando el juego con el agua era mandatorio, el resto del año pasaba cubierto de hollín. Tenía la mentalidad de un niño, aunque rondaba los diecisiete. Sus padres vendían leña y carbón en la plaza del Otorongo. Nunca se supo cómo ni por qué, pero un día desaparecieron de la ciudad dejando a su hijo abandonado. Una de las hermanas Gualpa, Gertrudis, la carbonera, lo crio como se cría a un animal doméstico. En el día halaba una carreta con rumas de leña y sacos de carbón para entregarlas en las panaderías, y por las noches dormía en el quiosco sobre saquillos de paja; entre la leña y el carbón hacía las veces de celador. Esa noche nos reuniríamos en la cuadra para comentar el caso y planificar el rescate, pero papá nos encerró bajo llave. El miedo se apoderó también de los adultos.

Cumplidas las cuarenta y ocho horas la policía tomó cartas en el asunto. Comenzaron por investigar a los allegados de Ligia. El coronel Sanches descargó su responsabilidad en el cabo Orejuela, quien se apersonó —como dice doña Elena— del caso, porque conocía a la familia de primera mano. A simple vista, uno no puede imaginarse la cantidad de recovecos que contiene la vida privada de las personas, incluso de la más simple de ellas. Doña Elena, por ejemplo, una señora madura que velaba por su familia, no era viuda como se hacía llamar, era madre soltera. El padre de su única hija, un ferrocarrilero venido del Sur, no existía. En su lugar, un cura de apellido Aguirre que fungía de tío de Elena, era su verdadero padre. En largas noches, durante el tiempo que duró la investigación, me fui enterando por boca de papá —sin que él lo sospechara, por supuesto— de muchas cosas que a un niño le están ocultas.

Vivíamos en una casa de tres habitaciones, sala, cocina-comedor y una pieza grande en la que cabían dos camas. Estaba dividida por un viejo guardarropa de cedro rojo que olía a naftalina. Luego de las oraciones, a eso de las ocho, nos íbamos a dormir. Mis padres solían quedarse en la sala hasta que terminaran las radionovelas. Mamá aprovechaba esos momentos para tejer y charlar con papá. En época de crisis, las conversaciones continuaban en la cama y se extendían hasta la medianoche. Las ansias por saber el destino de Ligia me mantenían en vilo, pendiente del diálogo de mis padres:

—Hace rato que la curia está enterada de las infracciones al voto de celibato del cura Aguirre —relataba papá con tono indignado.

—¡Es algo inaudito! —dijo mi madre entre susurros para no despertarnos. —¿Y no han hecho nada para castigarlo?

—Absolutamente nada —respondió. —¿Sabías que Elena no era la única hija de Aguirre?

—Ave María Purísima —respondió mamá (y de seguro que se persignó tres veces, porque siempre lo hacía cuando lanzaba esa frase). — y pensar que yo me confesaba con ese cura desde que era una niña.

—Fíjate —dijo, —Elena tiene un hermano mayor de apellido Camacho que resulta ser tío de Ligia. Estamos tratando de localizarlo. Es chofer de bus en la cooperativa que hace recorridos a la costa. No se lo ha visto desde el día en el que desapareció la niña.

La revelación nos asombró. Se hizo un largo silencio hasta escuchar la respiración profunda de mis padres. Una luz tenue bañaba de plata el aguamanil sobre la palangana que descansaba en la mesita de noche. Las siluetas de los objetos en el dormitorio refulgían conforme el astro ascendía detrás de la ventana. En mi imaginación yo encarnaba al Santo enfrentando al tal Camacho y rescatando a Ligia de sus malévolas manos. Afuera los perros se alborotaron. Un ruido extraño, mezcla de aullido y llanto de bebe, se agigantaba y menguaba. Me cubrí la cabeza con la manta para no escucharlo y me apretujé contra mis hermanos. Cuando todo quedó en silencio, corrí la manta y miré en la pared del cuarto en penumbra, la sombra de dos grandes perros que cruzaban por detrás de la ventana. Dentro de mí, el niño Simón Templar se congeló de miedo y lo apabulló la pena de pensar en la pobre de Ligia, tal vez prisionera de esos seres del averno.

Cuando comenzaron las pesquisas, las verduleras del mercado afirmaron haberla visto a eso de las ocho de mañana comprando en sus puestos de expendio. Dos de ellas coincidieron en que la niña en cuestión usaba un vestido violeta con randas blancas en el cuello y llevaba las trenzas tejidas con cintas del mismo color del vestido, pero las otras no recordaban los detalles. Maruja Gualpa fue interrogada de forma acuciosa a cerca de la supuesta conversación que tuvo con Ligia aquella mañana de la desaparición. La yerbatera miró impávida al agente con el único ojo que le servía —el otro lo tenía cubierto por una carnaza blanca en forma de nube— y negó haber hablado con ella. Su rostro, surcado de arrugas como la corteza de los sauces viejos, no mostraba emoción alguna. Las vendedoras de los puestos cercanos no la contradijeron, quizá por temor o quizá Maruja no mentía.

En la plaza de carbón, otro destino probable de la niña, tampoco se obtuvieron resultados. Algunas vendedoras manifestaron haberla visto conversando en señas con el Avico, aunque no estaban muy seguras del día. Gertrudis lo negó, posiblemente porque no quería ver a su apoderado involucrado en problemas. Las averiguaciones continuaron y se confrontaron las versiones de las amigas que decían haberla visto. Se llegó a la conclusión que no eran fidedignas. Se intentó obtener información del carbonero, pero cuando Avico vio a la policía que lo buscaba, trato de huir. Lo detuvieron al instante. Estaba tan asustado que no entendía nada de lo que le preguntaban. De tanto en tanto repetía: «Ligia amiga, amiga».

Por su parte Segarra, padre de Ligia, fue interrogado en la comisaría. La mañana de la desaparición participaba en maniobras militares del Primer Batallón de Infantería, nada tenía que ver con el asunto. La desgracia de su hija no le preocupaba tanto como el hecho de ver su antigua infidelidad expuesta ante su familia. Después de tantos esfuerzos para ocultárselos, sus hijos se enteraron por la tragedia de que tenían en Ligia una hermana de padre. Impactada por la noticia su esposa lo abandonó, dejándole los hijos a su cargo. Camacho, su tío, fue ubicado en un pueblo de la costa bebiendo en un cabaret mientras reparaban su transporte; llevaba varios días desarmado en la mecánica, en espera de un repuesto. Dijo que conocía bien a su sobrina pero que nunca se acercó a ella, porque ni ella ni su media hermana estaban enteradas de su parentesco a través del cura Aguirre. Él sí lo sabía, por supuesto.

Las sesiones televisivas en la sala de doña Elena cesaron de golpe. El aparato, que resultó ser un regalo secreto de Aguirre, terminaría en una tienda de artefactos usados para pagar los gastos clínicos de la doña, a quien le sobrevino un infarto por el sufrimiento. Escuché decir a papá que las sesiones televisivas infantiles no eran las únicas. Caída la noche, gente del barrio se reunía a mirar las novelas de moda, los shows y las demás programaciones, por el módico costo de veinticinco centavos. El abanico de sospechosos crecía día a día y no había pistas del paradero de la niña. Al quinto día de su desaparición la policía y el ejército ­—gracias a las gestiones de Segarra—, procedieron a la búsqueda por los bosques aledaños y los márgenes de los cuatro ríos que riegan la ciudad.

Elenita estaba segura de que el padre de Ligia la había raptado. En varias ocasiones la amenazó con hacerlo, cada vez que Elenita le reclamaba los gastos de la hija. Era mejor pensar así, al menos esa teoría le dejaba la esperanza de volver a verla. Insistía a la policía que se enfocaran en Segarra. Papá comentaba con mi madre que ello era imposible, porque el sargento tenía una coartada impecable, aparte de ser el más perjudicado con la desaparición de su hija.

La gallada se diezmó. Las vacaciones, que prometían estar llenas de aventuras, quedaron truncas. Los asustados padres mantenían a sus hijos en un «arresto domiciliario». Las noticias de lo que acontecía con los chicos llegaban junto con el pan en la bici de Manuel. Como nos prohibieron salir a la calle, ideamos un nuevo sitio de encuentro. Casi todas las casas del barrio tenían un patio interior con huertos frutales. Carlitos y Alfonso vivían en casas contiguas a la mía y usábamos los árboles para encaramarnos al tejado como gatos vagabundos que sesionaban en lo alto. Mamá se sentía tranquila con la puerta principal trancada y con nosotros «jugando» en el patio.

Carlitos, el más cercano a Ligia, nos contó sobre el destino que corrió la televisión y las conjeturas que se hacían en el entorno de Elenita. Alfonso se nos juntaba unas pocas horas. Con suerte, su padre lo ponía a vigilar los sombreros de paja recién blanqueados. Una tarde, estaba por cumplirse una semana de la desaparición, llegó más hermético que de costumbre. Dibujaba círculos y líneas sobre el musgo seco del tejado con una rama de durazno. Nosotros ensayábamos imaginariamente las infinitas formas en las que podíamos rescatar a Ligia.

—No es nada de lo que piensan, están fríos, fríos —dijo y tiró la rama a un estanque que había detrás de la casa.

—¡Qué sabes? —murmuró Carlitos.

—¿Qué sabes? —dije—. ¡Ya suéltalo de una vez!

—Oí a mi padre decir algo, pero… ¡no puede enterarse nadie! ¡lo juran?

—Lo juramos por la gallada —dijimos y cruzamos nuestros puños en señal de compromiso, al tiempo que sonaban las aldabas en la puerta de la sombrerería. Alfonso se escabulló deslizándose por el duraznero antes de que su padre llegue al patio trasero. Se fue con el secreto en la punta de los labios.

A los pocos días de aquello, el caso dio un giro inadvertido: Un vestido violeta apareció sobre el reclinatorio que daba frente al púlpito de la iglesia. Cuando el padre Soriano lo desdobló, Un mechón de pelo castaño se deslizó hasta el piso, aún estaba trenzado con la cinta violeta que describieron las verduleras del mercado. La seda del vestido violeta tenía, a nivel del pecho, una extraña marca de color ferroso como de sangre seca. No era la mancha de una herida, más bien parecía un dibujo hecho con un pincel un tanto gordo, pero que mantenía claros los trazos de una media luna sobre un pentagrama de cinco puntas.

El pánico se apoderó del barrio, incluso de la ciudad. El padre Soriano llamó al cardenal, quien ofició una misa a puerta cerrada, solamente para los presbíteros. Era la primera vez que escuché términos como: liberales, masones, ocultistas. La noche de ese día los hermanos partimos con mamá para Alausí, a casa de la abuela. Las vacaciones apenas comenzaban y el peligro se sentía en el interior de las casas, en las calles. Los padres imaginaban que alguien podría acecharnos en los patios traseros o en los lotes abandonados que atravesábamos para ir a la escuela.

La madre de mi madre, una anciana mayor con muy mal genio, al principio nos acogió con ilusión. Se daba el caso de que nos conocíamos por primera vez en este viaje, luego de unas pocas semanas estaba hasta la coronilla de nosotros. Perseguíamos al gato, alborotábamos cajones y poníamos de cabeza los miles de recuerdos que guardaba en el ático. Ella prefería que anduviésemos fuera, libres, siguiendo las líneas del ferrocarril y ojalá que no regresásemos. En esos dos meses lejos de casa solo una noticia de mi padre imprimió un giro a esta historia: Habían apresado al carbonero. ¿Qué fue lo que lo incrimino? La otra trenza encontrada en el quiosco de carbón en el que él dormía, pero de Ligia… nada.

«La cuerda se rompe en el punto más frágil», le oí decir a la abuela. Papá no estaba convencido de que Avico tuviese algo que ver con el caso. Esta desaparición era un complot muy bien maquinado, imposible de ser realizado por una mente torpe y chapucera. Para el coronel Sanches, que no aceptaba el fracaso, esta era la forma más fácil de echar tierra sobre el asunto. Nuestro retorno al barrio pasó desapercibido, luego de dos meses de nuestra partida, los niños nos miraban de forma diferente como si fuésemos extraños. Sin embargo, los sucesos que vendrían después, pondrían a prueba la salud mental de los habitantes de Todos los Santos.

02 julio 2025

Regresiones magnetofónicas



P. Alhazred

Era diciembre del noventa y seis y la ciudad aún olía a empedrado mojado y tardes lentas. En una casa del centro, vieja y crujiente como las páginas de un cuaderno universitario olvidado, cinco amigos se reunían un viernes a celebrar el rito más sagrado de sus veinte y pocos: hablar hasta que se acabe el ron, el aguardiente barato o en el mejor de los casos, el tequila.

La grabadora, negra y tosca, reposaba al centro de la mesa, entre vasos desiguales y una botella de licor. Joaquín, siempre el primero en tomar la palabra, presionó “REC” y anunció con solemnidad:

—Bienvenidos a The Takos y Consejos Prácticos para el Hogar… Flavio, tú primero. Háblanos del oriente.

Flavio se removió en su silla de cuero gastado, y con la voz aún empapada por el asombro, describió Palora: el viaje de veinte horas, la gabarra cruzando el Napo, los ojos curiosos del pueblo, y la muchacha de cabello lacio que nunca volvió a ver.

Después fue el turno de Christian. Joaquín, con su ironía habitual, lo eligió para hablar de relaciones prematrimoniales. Las risas no tardaron. Christian, medio en broma, medio en serio, habló de respeto, de amor, de cómo a veces una mujer te impacta tanto que ni siquiera te atreves a tocarla.

Marco se mantuvo en silencio hasta que lo invitaron a hablar. Su voz se quebró apenas al recordar un beso junto al río, al atardecer, un amor que no fue. Una balada del recuerdo empezó a sonar de fondo. Cantaron todos. El licor les ayudaba a nombrar aquello que en sobriedad no sabían cómo decir.

—Estamos ahogados —dijo Joaquín al final, con una copa en alto—, pero no de licor. Ahogados por la basura que cargamos todos los días. Por lo que no decimos.

Y siguieron hablando. Grabando. Por si el futuro, algún día, quería escucharlos.

Epílogo: La cinta

Años después, Marco encontró la cinta en una caja de cartón, al fondo del altillo de la casa de sus padres. Tenía polvo, moho y el olor a cosas que ya no existen. Al verla, supo de inmediato qué era.

Buscó un viejo reproductor en una tienda de segunda. Cuando por fin pudo reproducirla, escuchó voces jóvenes que hablaban con furia, con deseo, con torpeza y verdad. Estaban todos ahí: Joaquín, con su tono de líder irónico; Christian, que dudaba de todo menos del amor; Flavio, con su asombro amazónico; Ramiro, interrumpiendo con ocurrencias; y él mismo, Marco, confesando que un beso podía quedarse suspendido veinte años en la memoria.

Se quedó quieto, con los ojos cerrados, escuchando.

Los amigos se habían dispersado. Algunos se fueron a otras ciudades, otros a matrimonios o divorcios, y uno —el más alegre— ya le había perdido el rastro. Pero en esa cinta seguían juntos, eternos, riendo entre canciones y consejos absurdos.

Marco presionó pausa, sonrió, y susurró:

—Gracias por grabar esto, Joaquín.

Y esa noche, como tantas otras, volvió a brindar en silencio por The Takos, por todo lo que fueron, por lo que aún eran en la memoria y por las palabras que, incluso en una cinta olvidada, siguen diciendo lo que importa.

Marco vuelve a escuchar la grabación:

JOAQUIN. – Marco, Flavio, Ramiro, Christian, vengan vamos a iniciar… Esta reunión se llama The Takos y Consejos prácticos para el hogar. ¡Grabando! Cuéntanos Flavio de tu viaje al oriente.

FLAVIO. – Fue hace unas tres semanas… (silencio)

JOAQUIN. – Pero cuéntanos todo lo que hiciste, lo que viste, como es el oriente…

FLAVIO. – Vi tremendos paisajes…

JOAQUIN. – ¿Cuál es la diferencia con esta ciudad?

FLAVIO. – En el oriente te tratan bonito y aquí como a perro…

JOAQUIN. - ¿Por qué lo dices? ¿Tiene esta ciudad algo siniestro?

FLAVIO. – Porque en esta ciudad te valoran por el dinero, allá no…

JOAQUIN. – ¿Allá no?

FLAVIO. – Allá te consideran por lo que eres, por lo que estás haciendo, te consideran bastante…

JOAQUIN. – Cuenta alguna anécdota que te haya pasado, te confundieron con extranjero o algo así?

FLAVIO. – Llegamos un domingo a las tres de la tarde.  El autobús nos dejó justo en el parque central de Palora y la gente nos comenzó a ver como que fuésemos gringos…

JOAQUIN. – ¿Es un lugar como para irse a vivir?

FLAVIO. – Si hubiera una buena posibilidad de trabajo sí me fuera, es tranquilo el pueblo.

JOAQUIN. – Pero dijiste que allá no se interesan tanto por el dinero.

FLAVIO. – De algo tienes que vivir…

JOAQUIN. – Si, de ley. ¿Es largo el viaje?

FLAVIO. – Para llegar primero tomamos autobús hasta Macas, se hace doce horas, de ahí otro autobús unas dos horas más, luego hay que hacer transbordo y luego cruzar el río en gabarra…

JOAQUIN. – ¿Gabarra?

FLAVIO. – Si, el bus se sube en esta embarcación y así cruza el río Napo… en total son diecinueve o veinte horas para llegar.

MARCO. – ¡Veinte horas! Pero cuenta que más hiciste, no solo como se llega.

JOAQUIN. – (dirigiéndose a Marco) ya espérate, (a Flavio) prácticamente un día completo de viaje.

FLAVIO. – Salí sábado a las ocho de la noche y llegué el domingo pasado las tres.

JOAQUIN. – Takos y sus consejos prácticos para la vida hogareña, ya mismo Marco y sus viejas cartas, Flavio, ¿había aborígenes en este pueblo? Me refiero a los de lanzas, cerbatanas, taparrabos, caras pitadas…

FLAVIO. – Por supuesto, son parte de la población y tratados por igual.

MARCO. – ¿Son de los que reducen las cabezas?

FLAVIO. – Si entras a su territorio que está más allá del río, te pueden reducir a cenizas, (riendo), pero lo que más me impresionó fue una chica que conocí.

JOAQUIN. – ¿Cómo era ella?

FLAVIO. – Morena, pelo lacio, negro, estudiaba en el colegio, quería verla por última vez el día que regresé, pero ya no la encontré, vivía junto a la casa donde estaba hospedado. El colegio funciona hasta los sábados…

JOAQUIN. – ¿Recomiendas ir para allá?

FLAVIO. – Por supuesto, es un pueblo que vale la pena ir a conocer.

MARCO. – Con el calor hogareño de estas épocas navideñas absurdas, continuamos la grabación con Christian.

JOAQUIN. – Aprovechando la conjunción de los planetas y estrellas seguimos con Christian, que ha sido elegido para hablarnos de las relaciones pre matrimoniales.

CHRISTIAN. – ¿Y por qué yo ese tema?

JOAQUIN. – Eres el más experto, supuestamente.

MARCO. – Vos ya estás casado, para muchos.

CHRISTIAN. – Bueno eso sí, (riendo), pregunten entonces…

JOAQUIN. – ¿Qué opinas de las relaciones pre matrimoniales?

CHRISTIAN. – Creo que se dan en muchas personas, aunque no es que necesariamente sean pre - matrimoniales…

JOAQUIN. – Relaciones sexuales entre enamorados, entonces.

CHRISTIAN. – Creo que es de acuerdo al cariño que se tienen…

JOAQUIN. – ¿Pero son buenas, malas?

CHRISTIAN. – Yo pienso que son buenas en cierto modo, puede que haya más confianza, pero también influye en el respeto.

JOAQUIN. – En el respeto, ¿por qué?

CHRISTIAN. – Puede haber cambios en la forma de tratarse, una mayor familiaridad en el trato, ya no existe el mismo respeto entre enamorados.

JOAQUIN. – Si existe amor, ¿son necesarias las relaciones en una pareja?

CHRISTIAN. – Pienso que no, pero también depende el nivel de amistad que haya existido previamente, el cariño se demuestra con la confianza y el respeto hacia la otra persona.

JOAQUIN. – Tener relaciones no es una falta de respeto…

CHRISTIAN. – No, pero ahí se pierde, muchas veces, el respeto.

MARCO. – Hay diferencia, para las mujeres es mejor llegar vírgenes al matrimonio, mientras que, para los hombres, mientras más experiencia, mejor.

CHRISTIAN. – (increpando a Marco) Espera tu turno, me están entrevistando a mí.

JOAQUIN. – (respondiendo a Marco) Eso no es justo, es parte del machismo social, tanto el hombre como la mujer pueden llegar vírgenes si así lo deciden

MARCO. – Para eso existen las trabajadoras sociales

JOAQUIN. – ¡Sexuales! (ríen todos)

RAMIRO. – Lo que pasa es que ustedes no han oído conversaciones de mujeres, ellas hablan igual que nosotros.

CHRISTIAN. – Claro eso sí, hay chicas que piensan que tener relaciones prematrimoniales es lo máximo.

JOAQUIN. – Creo que está feo hablar de relaciones prematrimoniales si no estamos de acuerdo con el matrimonio, que es una institución que no debería existir…

FLAVIO. – Matrimonio según la forma católica.

MARCO. – Y de cualquier otra religión.

CHRISTIAN. – Yo pienso que el amor solo se obtiene cuando uno llega a los 80 años con una misma persona, solo ahí podría yo definir que es el amor.

JOAQUIN. – Nadie sabe aquí lo que es el amor, más bien debería ser como un contrato de futbolistas, que se renueva cada cierto tiempo, o un préstamo con opción a compra.

FLAVIO. – ¡O como los futbolistas de nuestro país en el extranjero, devueltos por malos!

RAMIRO. – (Riendo) no nos desviemos del tema.

JOAQUIN. – Resumiendo lo que dice Christian, las relaciones no son malas, pero podrían perjudicar bastante a una relación.  En este momento ¿no tendrías relaciones con tu enamorada si ella te lo pide?

CHRISTIAN. – No, a ella le respeto bastante, incluso hay personas que te gustan y las quieres, pero hay una sola persona que te impacta tanto y le respetas tanto que no puedes...

MARCO. – (Interrumpiendo) Eso también me pasó a mi con alguien que quise mucho.

FLAVIO. – Yo sé con quién…

MARCO. – ¡No lo digas!

JOAQUIN. – Cuenta Marco… en exclusiva

MARCO. – Fue un cinco de enero de este año, la llevé a la orilla del río, estuvimos conversando de cosas… era un atardecer el sol se ocultaba (hace pausas largas)

JOAQUIN. – Sigue, pero cuenta rápido…

MARCO. – Bajo ese ocaso interminable, eran como las seis de la tarde y seguíamos conversando, de pronto le dije: “sabes que contigo es muy diferente lo que me está pasando, pero solo te quiero decir una cosa…”

RAMIRO. – (interrumpe) Ya no hay más tequila ¿o sí?

MARCO. – Solo le di un beso y de ahí nunca más.

JOAQUIN. – Brindo, brindo a tu salud, ¡grande Marco!

MARCO. – Sólo fue ese instante, pero es un amor que nunca pudo llegar a ser.

(de fondo inicia la canción “Extraño todo aquello que era mío”)

JOAQUIN. – Todos tenemos ese tipo de amor.

MARCO. – No fue nada para mí, (se dirige a la chica del relato) pero si algún día escuchas esto: eres lo mas grandioso que me ha pasado, aunque eres un amor imposible…

JOAQUIN. – (Interrumpe) Ya gracias… terminó la intervención de Christian y de Marco en este debate sobre relaciones prematrimoniales.

(Marco sigue hablando de fondo mencionado un nombre de mujer)

JOAQUIN. – Somos el grupo The Takos, tantos recuerdos, anécdotas que nos han pasado y jamás las podremos olvidar…

(voces cantan canciones indistintamente)

JOAQUIN. – Y como falta poco para que termine este lado de la cinta, en minutos viene Ramiro con el tema “Pinche Universidad”, hasta tanto hablemos un poco de los dioses personales que tenemos por acá, el único dios que esta por aquí visible es el licor, pues casi todos lo aceptan, ricos, pobres, negros, blancos, periodistas, betuneros, ladrones, el licor es algo tan aceptado que todos lo amamos porque es lo único que nos hace hablar aquello que está reprimido en nuestras almas.

MARCO. – (con tono español) Déjate de gilipolleces, ¿vale?

JOAQUIN. – Otros dioses pueden ser el dinero, que es aún más aceptado y claro, los dioses de las religiones…

MARCO. – (con su acento normal) Es viernes trece de diciembre de mil novecientos noventa y seis, deben ser aproximadamente las once con treinta de la noche en presencia del grupo The Takos y los espíritus que también nos acompañan y rondan para ayudarnos a sacar nuestras palabras.

JOAQUIN. – Las cosas que tenemos guardadas y que solo el dios licor las puede sacar.

MARCO. – Aquella botella que tenemos ahí, nos deja que cada uno de nosotros se desahogue…

JOAQUIN. – Ahogados vivimos por tanta basura que vemos día a día, por tanta porquería que nos meten en nuestra ca…

(cinta del lado 1 finalizada)


28 junio 2025

Luigi Fantino: una verdadera historia de ficción

 



Ulises Díaz


A simple vista, escribir puede ser tan natural como respirar. Sentarse frente a un bloc armado con una pluma, acudir al pasado por algunos recuerdos, mezclarlos con algo de fantasía, cocerlos con una pizca de humor o de nostalgia, cosas por el estilo —se entiende que posees de antemano competencias necesarias como el lenguaje y la pericia para llenar folios con tu puño y letra—. Fantino, en su juventud un escritor galardonado, ahora era historia. Habían pasado tres décadas desde que retornó de Europa en medio de halagos y celebraciones. La diosa de la fama lo acogió en sus brazos antes de cumplir la mayoría de edad. No podía ser de otro modo: poseía una mente prodigiosa volcada sobre los libros desde la infancia, era apuesto y de verbo fácil, con ese… no sé qué, que la gente llama carisma.

Su padre, un marino mercante italiano que recaló en un puerto del Pacífico ecuatorial huyendo de la guerra, terminó como dueño de la piscifactoría más grande de la zona. Su madre, una aristócrata porteña hija de un magnate bananero, lloró a mares cuando a su pequeño Luigi lo arrancaron de sus brazos y lo enviaron a estudiar en Florencia. Pero ¿quién se acuerda de ello? Hoy es un obscuro habitante, uno más, de la pujante ciudad porteña. Su encarnizada batalla con la heroína lo volvió silencioso y desconfiado.

De aquel largo y fatídico romance con la diosa de la amapola, quedaban los escombros: un yonqui reciclado de barba canosa y rala, de nariz protuberante, con profundas entradas en la frente, alto y delgado, pero ventrudo. Sus ojos perdidos bajo unos párpados lívidos parecen mirarte desde el fondo del averno. Solo cuando sonríe se deja ver en él una veta de humanidad, el último rastro de aquel joven prodigio que llegó una tarde soleada a Cabo Azul, su tierra natal, con la fama de novelista laureado.

Ahora que andaba limpio, tras décadas sobreviviendo en el marasmo de las drogas; ahora que estaba a flote, pero «sin ningún puerto a la vista» —como solía decir con sarcástica sonrisa—, buscaba el sentido de su vida. Lo «rifó» casi todo: familia, fortuna, por no hablar de los cientos de historias regadas en cuadernos carcomidos por la humedad, o en sucias servilletas extraviadas entre bares y fondas de mala muerte. Excepto su casa, un chalet semivacío, de paredes desnudas, con amplias habitaciones llenas de luz que hacían más grande su soledad, no le quedaba mucho: el bote en el que laboraba y cientos de libros desperdigados por los rincones. Había vendido o empeñado lo que podía tener valor en el mercado: pinturas, muebles, incluso las medallas y diplomas recibidos por su novela.

La casa estaba encaramada en lo alto de un acantilado, a un costado de la bahía. El flanco derecho, expuesto constantemente a la brisa que procedía del mar, le daba a la construcción el aspecto de un viejo navío corroído por el salitre. En otros tiempos —vivos aún sus padres— fue escenario de fiestas y celebraciones; luego, el nido de un hogar con dos «gaviotas» que volaron muy temprano. Tras el abandono de su esposa, se convirtió en guarida de adictos y hotel de paso para mujeres de turno que compartieron con él vicios y fortuna. Hace rato que la hubiese vendido, de no ser un bien patrimonial. En varias ocasiones intentó restaurarla, pero los fondos después de su caída nunca fueron suficientes.

Ya derrotado, en sus períodos de sobriedad —cuando el «mono» de la abstinencia no lo poseía— probó oficios varios: bisutero, repartidor, ayudante de cocina siempre expuesto a las burlas de aquellos que alguna vez envidiaron sus dones y su fama. Vagando por los muelles conoció el mundo de la pesca. Se inició como ayudante en botes de viejos pescadores. Con el tiempo el mar lo redimió: su silencio, su paz, la calma con que a veces le mecía vaciaban su mente de remordimientos, solo entonces podía escuchar el susurro de sus personajes y, de a poco, adivinar el fondo de sus historias. Porque nunca se olvidó de escribir, de cuando en cuando, algo suyo aparecía en la gaceta local bajo un seudónimo que mantenía su anonimato.

Su rutina era levantarse antes del alba, preparar las líneas, cargar los señuelos, remendar las redes conforme iba rumiando sus teorías, descubriendo a sus personajes, conociéndolos a fondo hasta enamorarse de ellos. Sentir que sus sufrimientos eran su propio sufrimiento: «Si no conoces a tu personaje, si no lo ves desnudo, si no amas sus virtudes ni odias sus defectos, no lo ubiques en el teatro de la historia, porque el escenario y la trama emanan de ellos como la energía de la materia». Tenía sus fórmulas, a veces elocuentes, a veces enigmáticas. Mar adentro, lejos de los dealers, en el paraje de su soledad, prefería el sonido de las olas, el murmullo de la brisa a las voces de los hombres. «De la rosa —de ayer— solo nos queda el nombre», parodiaba a Eco recordando el runrún de la muchedumbre en sus tiempos de gloria.

Construyó su propio bote para evitar las contingencias de sus antiguos patrones, los pagos miserables y los malos tratos de algunos pescadores que lo conocieron en el vicio. Se echaba al mar temprano iluminado por los faros de la avenida que bordeaba la rivera y regresaba después del mediodía. Vendía la pesca en hoteles o restaurantes esparcidos a lo largo de la playa. A veces almorzaba en alguno de ellos algo frugal, cuando no llevaba una pieza de bonito o de bacalao para cocinar en casa. La humilde labor de un pescador era lo justo para sus aspiraciones, disponía de la tarde y de la noche para escribir: el único antídoto contra el sinsentido de su vida.

Una idea persistía en sus cavilaciones: escribir una última obra. Algo catastrófico que, «acabara con esta humanidad absurda… aunque sea en el papel», solía repetir para sus adentros. Una guerra, una epidemia, quizá un apocalipsis tecnológico —en un mundo enganchado en las redes sociales, la imagen de los humanos agonizando como los peces que atrapaba en sus mallas de pesca le parecía premonitoria—, era lo que estaba de moda. Pero no sabía de tecnologías, es más, las detestaba. Cuando le hablaban de las bondades de los móviles, los ordenadores y la web, opinaba que ya había tenido suficiente con las drogas como para descender al abismo inhumano de los algoritmos. «Salir de las llamas para caer en las brasas», sonreía.

Como escritor de descubrimiento decidió partir de personajes simples e irlos conflictuando según el argumento fuese tomando cuerpo. Un argumento que consistiera en múltiples arcos de tramas, que, sucediéndose al unísono en el orbe, confluyeran en un momento y circunstancia común para todos ellos. Según él, en este cruce de caminos debían terminar las narrativas individuales y comenzar la historia colectiva, algo así como un plot point general que diera un giro sorpresivo a todas y cada una de las narraciones iniciales. Un deseo sería el norte para la totalidad de sus personajes: sobrevivir al apocalipsis. El escenario aún estaba por verse: la tercera guerra mundial, la rebelión de las máquinas o el día del juicio final. Debía escribirla, ya no por vocación, sino para reafirmar el sentido de su vida frente a quienes un día lo amaron; incluso por venganza, por silenciar las burlas y desprecios de aquellos que habían sido sus «amigos».

Después de cada faena de pesca, entre el café de la tarde y los antiácidos de la noche, trabajaba en su nuevo manuscrito. Siempre fascinado por el inagotable despliegue de imágenes que emergen de un párrafo, en esa ecuación cuasi alquímica entre dos mentes: la fija en el papel y la caleidoscópica mente del lector, era allí donde sucedía la magia. Pasaba las horas más gratas de su vida sumergido en el mundo de la tinta y la celulosa. Cada noche antes de acostarse dejaba a mano los aperos para la pesca del día siguiente y ordenaba su escritorio. Se aferraba a sus rutinas sin desviarse un ápice, sabiendo que, al romperlas, podía deslizarse hacia el abismo de su antiguo vicio.

Cuando tomó la decisión de comenzar a escribirla, se apoyó en los oráculos. Estos le brindarían a su novela esa atmósfera de presagio que tanto gusta al lector. Desempolvó el libro de Nostradamus: Las Profecías y lo puso junto con el Nuevo Testamento sobre una parva de periódicos que yacían en su mesa de trabajo. Al día siguiente después de la pesca, buscaría con la precisión de un relojero esa fecha de inicio. Se acostó tarde hojeando periódicos, algunas cuartetas de Las Profecías y repasando versículos del Apocalipsis de san Juan; llevándose ideas y personajes en la mente para rumiarlos durante la faena de pesca. Sabía que gran parte del proceso de escribir historias no ocurría frente al escritorio.

A la mañana siguiente, con el mar en calma, navegaba tras un banco de albacoras. Con la mano tensa en el sedal, su mente tejía posibles escenarios: «El 11-S, la caída de las Torres Gemelas, es un buen punto de partida hacia una catástrofe mundial», especulaba. Disponía de todo el legado de Osama bin Laden para desarrollar una línea argumental que condujera hasta la explosión de una bomba nuclear. Sus personajes estarían desperdigados en los diarios a partir de esa fecha. Había que sumergirse en los montones de periódicos que le regalaban en la gaceta para la que escribía desde hace años y que se arrumaban en los rincones de la casa. Esa tarde averiguó que el 11-S cayó en martes.

Así se pasó semanas combinando escenarios y personajes, trazando diferentes arcos de tramas y urdiéndolos, pero se sentía atascado. Se volvió supersticioso por influencia de premoniciones y epifanías. Un buen día despertó con la certeza de que una mala energía rondaba en la casa. Machete en mano taló unas matas de «guanto» que crecían silvestres en la entrada, había leído sobre ellas y sobre el poder maléfico que duerme en sus flores. Abrió las ventanas y aireó los cuartos. Cubrió el único espejo que tenía en el baño para no enfrentarse a su mirada siniestra. Estaba decidido a eliminar todo influjo que pudiera interferir en su clarividencia. Tuvo la precaución de levantarse con el pie derecho como solía recomendarle su madre y antes de ir a la cama repetir mantras indescifrables con la esperanza de que le infundieran sueños reveladores.

La temporada alta de turismo estaba por comenzar, los hoteles y restaurantes se abastecían de provisiones. La demanda de frutos de mar crecía, pero los aguajes de inicios de diciembre lo tenían varado en tierra. Mañanas grises se sucedían entre aguaceros y lloviznas. Tardes plúmbeas, ventosas, con oleajes que amenazaban devorar las cabañas a lo largo de la playa. El puerto y la ciudad, al otro lado de la bahía, seguían su rumbo. Él solía bajar al centro los fines de semana a dotarse de lo necesario y se marchaba tan pronto como llegaba. Sin poder hacerse al mar, esa mañana se adentró en la ciudad evitando, claro está, esos lugares manidos donde los dealers y los «tiburones» de las drogas merodeaban.

Sentado en el parque de la Unión, contempló a la gente apresurada, absorta en asuntos triviales. La cantinela de los voceadores y el ruido de los autos que se apretujaban por acceder a un mercado cercano lo distrajeron de sus meditaciones. Se levantó y siguió la avenida que bordeaba los acantilados hasta la parte más saliente del cabo, donde se encuentra la iglesia de Nuestra Señora de la Merced. Desde esa atalaya miró hacia el sur: el mar embravecido devoraba las rocas del acantilado ya resignadas a su carácter voluble. Más allá, hacia el sur profundo, la gran bahía, otra ora luminosa de un turquesa transparente, permanecía sumergida en un banco de nubes amenazantes. Algunas gaviotas extraviadas volaban bajo buscando refugio.

Acostumbrado al mar, conocía la inclemencia de los elementos y la aceptaba, porque detrás de ella no había más voluntad que las leyes naturales. El oportunismo, la ingratitud, la «inclemencia» de la gente era lo que no podía perdonar. Mirando al norte, contemplando la ciudad, sintió como el rencor le enturbiaba la mirada pensando en los miles de seres que poblaban esa colmena sucia y humeante, en las tantas historias truculentas que se incubaban bajo cada tejado, detrás de cada ventana… Ignorando las protervas intenciones de nuestro personaje, la metrópoli se extendía turbulenta tierra adentro hacia la base de la montaña, hasta unas tres millas de la playa. Era un puerto de aguas poco profundas donde florecía el comercio de la pesca.

Esa tarde, sus planes cambiaron. Un apocalipsis atómico no bastaba para hacer justicia, debía ser un mal gradual, una lenta agonía, porque la humanidad merecía eso y más. Largas horas ojeando revistas y periódicos le sugirieron diferentes argumentos y todo tipo de personajes y tramas. Pero fantasear contra el marco de la historia era demasiado alambicado. Los hechos ya estaban cristalizados en las noticias y a sus personajes le quedaba poco o ningún margen para la imaginación. Luego de tantas horas de comerse el «coco», decidió empezar in medias res, con la certeza de que algo apocalíptico se cernía en el aire: guerras, calentamiento global, corrupción mundial… No en vano los predicadores sabatinos anunciaban el fin de los tiempos. La mañana del veintisiete de diciembre del dos mil diecinueve descubrió en un puesto de revistas una noticia de portada: era lo que estaba esperando.

«Varios casos de neumonía atípica se reportan en los hospitales de Wuhan, China. Las autoridades sanitarias aseguran tener todo bajo control…».

¡Un virus respiratorio! La leyó meticulosamente, y sin tiempo que perder, se puso manos a la obra. A pesar de su reticencia para ir a la ciudad acudió a la biblioteca. Investigó lo que había disponible sobre la influenza española de mil novecientos dieciocho, el cólera, la peste negra y las plagas que azotaron a la humanidad desde la Edad Media. Lo hizo para tomarle el pulso al fenómeno: ¿Cuáles podrían ser las variaciones psicológicas de los individuos?, ¿cuáles las socio-antropológicas? Todo para medir los comportamientos del grupo humano y las modificaciones culturales que una epidemia podría provocar. Descubrió que, en el noventa y siete en China y en el veinte y dos en México, se hablaba de un virus aviar con la potencialidad de desatar una pandemia: el H5N1. «¿Quizá era el mismo? Comenzó a redactar:

Las metrópolis del siglo XXI se desplazaban hacia el futuro a una velocidad de vértigo. La humanidad había alcanzado el Fin de la Historia vaticinada por Fukuyama. La Aldea Global de McLuhan florecía bajo un cielo con más satélites que estrellas y en los ciclotrones se trituraba el átomo hasta tocar a la partícula de Dios. Eran días de grandes promesas: El mapa del genoma se exponía obscenamente en los laboratorios y una nueva raza de programadores diseñaba un cerebro universal al cual llamaba: Inteligencia Artificial. Se habían superado las especulaciones más audaces de la ciencia ficción. Pero adentro, en el mundo de carne y hueso, en el mundo de a pie; la humanidad agonizaba de soledad, de mezquindad, de injusticia. Eran todos contra todos envueltos en el celofán de lo políticamente correcto. Sin saberlo, el mito de Sísifo latía en cada hombre o mujer que se explotaba a sí mismo hasta el cansancio, sin sentido alguno.

Una madrugada, a fines de diciembre del dos mil diecinueve, Jiang Xiao despertó empapado en sudor. Emergió de un sueño absurdo: se ahogaba en una gigantesca piscina llena de sangre. Su madre fallecida, le llamaba desde el borde con los brazos abiertos como invitándole. El rostro de la mujer emanaba paz, pero Xiao la miraba desconfiado. La sentía extraña, como una impostora que le atraía con engaños. Ella chapoteaba con los pies el líquido sanguinolento y entre salmos indescifrables repetía el nombre de su hijo: «Xiao, mi pequeño Xiao…» Continuaba delirando aún despierto. Tenía la impresión de que alguien lo estaba observando. Unas lágrimas, como de lava, le quemaron las mejillas recordando a la madre que solía despertarle para ir a la escuela. Era la fiebre… La sensación de ahogarse no lo abandonaría hasta que falleció unas semanas después.

Fue un ingeniero genético, trabajaba para el Instituto de Virología de Wuhan manipulando secciones de genomas virales, una labor tipificada como secreta. Días antes del extraño sueño se había reunido con sus amigos en un bar y por la noche fue al teatro de la ópera con su compañera sentimental, sin contar las veces que acudió a un mercado cercano a consumir mariscos…

La teoría del virus escapado del laboratorio era la más atractiva y para nada peregrina en el mundo de la conspiranoia. Continuó su historia describiendo al personaje y ubicándole en los posibles escenarios desde donde se desarrollarían las nuevas líneas de contagio.

Antes del fin de año, el buen clima regresó a Cabo Azul y Luigi se hizo al mar, y aunque esa mañana la pesca no fue generosa, atrapó una albacora de tamaño regular. No sé lamentó de su suerte como otras veces, tenía suficiente para su consumo. Las redes de arrastre de un barco factoría chino había peinado la zona durante la noche y aún se lo podía divisar alejándose hacia el horizonte. Mientras desarrollaba sus teorías apocalípticas y dialogaba con sus personajes, se dejó ir persiguiendo a una familia de jorobadas que saltaban a unas cuantas brazas del bote jugando con su ternero. Al mediodía detuvo la marcha para almorzar, y ojeando el periódico de la tarde anterior descubrió una noticia:

«Clausuran mercado de mariscos en Wuhan. Veinte y siete casos de enfermedad respiratoria están relacionados con este mercado de productos húmedos…».

En ese instante cobró conciencia de que un corazón latía en su pecho. «¡Eureka!», gritó poniéndose de pie —como cuentan que un día lo hizo Arquímedes—. Las páginas que llevaba escritas iban bien encaminadas. De vuelta a su escritorio ubicó a nuevos personajes en el Mercado de Wuhan:

Domingo veinte y nueve de diciembre del dos mil diecinueve, cuatro con cuarenta y cinco. Liao se levantó adolorido y con el pecho cerrado. La noche anterior su esposa le preparó una infusión de té con jengibre para combatir un resfriado. Tenía la esperanza de amanecer mejor. Afuera, la fina llovizna le imprime una pátina charolada a la calzada bajo el influjo de una marquesina color rosa. Su bicicleta es suficiente para salvar la distancia de seis kilómetros que separa su departamento del Mercado Mayorista de Mariscos de Huanan en Wuhan donde laboraba. Esa mañana, por precaución, su esposa le recomendó tomar un Uber. Iba tosiendo dentro del auto mientras charlaba con el conductor.

Una luz intensa deslumbra los cuerpos gelatinosos de pulpos, serpientes y murciélagos que Liao acomoda en las vitrinas de su puesto de ventas. Aún enfermo, tenía que atender el negocio, su mujer estaba sin trabajo y su niño pequeño requería cuidados especiales. En la tienda vecina, bandejas con todo tipo de insectos son ordenadas en sus respectivos estantes. Los camiones repartidores hacen una lenta fila en la entrada de carga. Un inspector, con casco y chaleco naranja, revisa meticulosamente los productos que se venderán…

Para fin de año el gobierno chino tuvo que reconocer que la epidemia respiratoria se le fue de las manos y no le quedó más remedio que hacerlo público. Para entonces, Fantino había desarrollado varias de sus líneas y sus personajes se distribuían por el mundo llevando el virus letal. Aeropuertos, terminales terrestres eran los escenarios que describía en ese momento. En los medios y en las redes comenzaba a sonar la noticia de una epidemia. Él iba un paso adelante, en su historia, Wuhan ya estaba en cuarentena y la enfermedad era una pandemia. Había descrito casos en Alemania en Francia y otros países de Europa. Días después describió contagios en Norte América y luego en América del Sur.

Las primeras imágenes de ciudades desiertas, hospitales abarrotados y operadores de salud embutidos en trajes de protección dieron la vuelta al mundo. Para Fantino, mirar en la realidad aquello que había descrito a la perfección apenas unos días antes, ya no le causó asombro. Se convencía cada vez más de que su pluma era la que vaticinaba el destino de la humanidad. Se metió de lleno a descifrar Las Profecías. Describió con lujo de detalles la paranoia de la gente encerrada en sus casas, levantando muros, desinfectando hasta los víveres que llegaban a sus puertas. Describió relaciones sociales fracturadas y cómo el pánico a la muerte diluía amistades y familias.

Cuando redactaba los primeros contagiados en Cabo azul, dejó la pesca y se dedicó a su novela de lleno, adelantándose a los acontecimientos. Es más, tratando de dirigirlos según sus designios. Días después la alarma llegó a Cabo Azul y comenzaron a surgir los primeros contagios entre sus coterráneos, Fantino estaba desatado llenando páginas como un iluminado. Sus personajes hacían fila en los hospitales consumidos por fiebres y tosiendo sin control, o colmaban las salas de cuidados intensivos conectados a los respiradores. Otros, por fin, desbordaban las morgues y yacían en los corredores embalados en fundas negras con solo una etiqueta numerada que hacía referencia a sus fichas de identificación. En su imaginación la epidemia reptaba bajo las puertas, se deslizaba por los tragaluces y las chimeneas como un ente con voluntad propia. El miedo a la muerte, convertido en recelo hacia propios y extraños, se volvió la norma.

Los días pasaron y una realidad dantesca se apoderó de Cabo Azul. Se decretó el toque de queda y se militarizó las calles del puerto. Para entonces la cepa viral ya tenía nombre: COVID 19. Los borborigmos de la urbe, que como una masa indigesta se extendía sobre el cabo, quedaron en silencio. De vez en cuando, esa quietud hipnótica se interrumpía con el sonido de alguna ambulancia. Desde la terraza de su casa, en lo alto del acantilado, Fantino contemplaba la zona posterior de la ciudad, que se extendía como un cáncer infiltrándose en las colinas. Cuando el viento cambiaba de dirección, le llegaban de lleno el bramido de las olas y ese olor a salmuera de los bacalaos amontonados en las bodegas por el cierre de los mercados. Una alegría velada encendió su mente, aunque luego se transformó en vergüenza.

Cansado de escribir, se detenía a contemplar Cabo Azul tomado por la enfermead. Convencido más que nunca de la labor profética de su novela, veía a la ciudad con los ojos de un Nerón mirando arder Roma. Pero este paisaje, a simple vista, no tenía nada de catástrofe, más bien, lucía como una bendición para la naturaleza. Los botes artesanales varados en la playa, cubiertos de arena por el viento, reverdecían con una alfombra de fino pasto. La ruta del Spondylus, la arteria principal que recorría el puerto, libre de tráfico, desolada, semejaba una cinta gris cosida con puntadas blancas y amarillas a los bordes sinuosos de la bahía. Por la mañana, las iguanas se calentaban sobre el asfalto sin temor a los autos y, a veces, se veía cruzar a algún venado de cola blanca por la carretera. Unos gatos, acicateados por el hambre, invadían en las noches su cocina. Como nunca antes un grupo de lobos marinos descansaban sobre la arena. Los más jóvenes, incluso, se aventuraban por las calles cercanas a la playa.

Aunque desde su terraza no podía contemplar los muelles, los adivinaba quietos: no más sirenas de barcos, ni ruido de máquinas, ni esmog escapando de las fábricas. Convencido de que era cuestión de tiempo para que no quede un solo miembro de la estirpe humana, regresaba a su escritorio para desquitarse con los últimos personajes que agonizaban aferrados a sus afectos. No tenía compasión de niños ni mujeres y se ensañaba con los ancianos. A los más afortunados, a los justos, los dejaba morir en salas aisladas sin más compañía que el sonido de los respiradores. A los crueles, los describía muriendo solos en habitaciones inmundas sin que nadie les brinde un sorbo de agua.

Habría transcurrido algunas semanas desde que comenzó la cuarentena. Una noche escuchó la sirena de una ambulancia acercarse por la vía de acceso a la ciudadela en la que se encontraba su casa. Dejó de escribir para asomarse. Protegido por el cristal de la ventana, vio detenerse al furgón blanco que deslumbraba intermitentemente con su coctelera luminosa la fachada de la casa vecina. Vio bajar a hombres cubiertos con trajes obscuros de pies a cabeza. Semejaban a astronautas, tan parecidos a como él los había descrito en las líneas de su novela —para ese instante ya no discernía entre la ficción de sus escritos y la realidad—. Los vio tirar abajo la puerta, abrir las ventanas y ventilar la casa.

Pudo más la curiosidad y salió a la terraza. Luego de un tiempo que le pareció eterno, los vio salir empujando una camilla que portaba un bulto negro del tamaño de una persona de mediana estatura. Sintió por primera vez la realidad de su juego, cuando un olor nauseabundo le llegó de la villa contigua. No sabía el nombre de la persona fallecida, o a lo mejor lo había olvidado, pero la conocía de siempre. Era una mujer mayor que vivía con sus gatos, usaba lentes sin montura y cuidaba de palmeras y cactus como si fuesen sus nietos. Los sábados por la tarde se reunía con sus amigas a tomar el té y a jugar cartas en el jardín. Recordó que tenía un esposo, un señor alto y huesudo que manejaba un Land Rover. Ese momento se percató que hace años no veía a su esposo por la casa. «¿Quizá la abandonó, quizá murió?».

De vuelta, frente a la madera resquebrajada de su escritorio, Fantino detuvo su pluma. Ordenó los papeles. Tiró al cesto de basura las notas de sus historias. Volvió a pensar en la muerte. Revisó el capítulo dedicado a ella. Analizó una vez más las razones esgrimidas para exponerla como un evento natural, desnudo de sentimentalismos, y estuvo de acuerdo con sus conclusiones. En verdad, él no la temía. Pero había algo más: una angustia densa que se apretujaba en su pecho al contemplar ante sí un océano de soledad. Su novela era impecable, igual que la realidad y ninguna de las dos dejaba escape. Pensó en sus hijos como una tabla de salvación, como una alternativa al abandono, pero tuvo el efecto contrario: su angustia creció. ¿Dónde se encontraban ahora? ¿En algún hospital? ¿En alguna morgue como la mujer que se llevó la ambulancia? No había reparado en ello desde que dejaron de escribirse, de eso hace mucho tiempo. Tampoco estaban dentro de sus líneas.

La experiencia le impactó, esa noche no tuvo valor para escribir, se acostó con un ardor en el esófago. Se percató que no había tomado sus antiácidos desde hacía algunos días. Se levantó y fue a la cocina con la intención de poner algo en su estómago. Con la luz apagada, y tanteando la mesa, dio con una caja de leche y la bebió. Un sabor agrio le obligó a regurgitarla en el pozo de lavar los platos. «¿Esta semana no ha venido el repartidor de los víveres, habrá enfermado, habrá muerto quizá?», se preguntó. La realidad comenzaba a filtrase en su mente. Bebió abundante agua y regresó a la cama perseguido por una bandada de espectros. Se vio abandonado, descomponiéndose en su habitación convertido en gusanos; se imaginó revoloteando contra los cristales, transformado en gigantescas moscas necrófagas.

Conforme pasaban las horas, los hechos se imponían a su conciencia. ¡La pandemia era real!, estaba aquí, estaba en la casa de alado y a punto de tocar su puerta. Meditó: «Morir en soledad como un lobo que se aleja de la manada cuando se siente enfermo». No era temor, era indignación contra su destino y el de la humanidad. Sintió misericordia por él, por todos. Se contempló a sí mismo construyendo universos simbólicos para explicarse el mundo, para sostenerse a flote en este inmenso recipiente vacío de sentido. «Al menos los lobos no se cuentan historias ni escriben novelas, no aspiran la inmortalidad», pensó con tristeza.

Un día espléndido se pintó detrás de su ventana, como una marina de colores cálidos sobre el lienzo vaporoso del espacio. Amaneció flotando en la luz del nuevo día cual un náufrago rescatado de la noche más obscura. Tenía que deshacer el conjuro, nadie se merecía tanta soledad. En las páginas que siguieron dio un giro a los sucesos, creó una vacuna, encontró una cura. Pero en Cabo Azul la enfermedad seguía su curso y aumentaban los fallecidos. Algunas familias quemaban a sus muertos en las calles ante la desatención de las autoridades que estaban desbordadas por la voracidad de la pandemia. Escribía hasta muy tarde en la noche y temprano en la mañana se despertaba con la esperanza de encontrar una ciudad redimida.

Se llenó de fe y se ofreció al mundo. Comenzó a cuidar a los gatos de la casa contigua, recibía a los repartidores de alimentos dentro de la suya sin barbijos ni trajes de protección. Estaba convencido de que su redención se replicaría en el mundo. En las páginas finales de su novela no ocurrían más muertes. La humanidad había aprendido a vivir en armonía. Unos días después se contagió. Los mantras no lo protegieron, pero tenía la compañía de algunos felinos que ronroneaban a su alrededor. Luigi Fantino, delirando por la fiebre y hostigado por la tos, insistía tozudamente con los mantras para la salud eterna. Sobre la morgue de Cabo Azul, una oscura nube de buitres se sostenía casi inmóvil en el aire caliginoso del puerto.

25 junio 2025

Entre ella y yo



P. Alhazred


Angélica posee una estampa espectacular. Su figura y sus medidas la ubican en el prototipo de modelo casi perfecta. Piel morena, cabello trenzado, no más de veinticinco años. Su sola presencia atrae las miradas en el Night Club El Imperio, un local escondido entre las montañas de la región andina.

Sin embargo, la semana ha sido mala. No ha tenido más de diez clientes por noche, cuando en otros tiempos superaba los treinta.

—Será que aún no es quincena —piensa para sus adentros, mientras mira el reloj.

Son las seis de la tarde. Desde una mesa del fondo, un hombre solitario le hace una seña para que se acerque.

Viste de forma distinguida, huele bien, parece seguro de sí mismo. Le sonríe con cortesía y le ofrece un cóctel.

—No vengo mucho por aquí —le dice—. Me gustaría que hicieras un show... para nosotros.

—¿Nosotros? —pregunta Angélica, mirando alrededor.

—Vine con alguien que está esperando en el auto. Es mi esposa.

Angélica sonríe con escepticismo.

—¿En serio? Pues tráela. ¿Cómo quieres el show?

—Quiero que lo hagas más para ella que para mí. Que logres excitarla.

Negocian el precio y los detalles. El hombre se marcha unos minutos y regresa con una mujer delgada, de cabello oscuro y corto. Se sientan los tres en la misma mesa.

—¿Te tomas algo, cariño? —le dice él a la mujer—. ¿Un whisky, tal vez?

—Algo suave. Una cerveza está bien —responde ella.

—¿Puedo pedir otro cóctel? —pregunta Angélica.

—Por supuesto. Acompáñame con un whisky —añade él—. Para ir entrando en ambiente.

Toman en relativo silencio. Solo él hace comentarios sueltos sobre el local y la plataforma de shows. Angélica lo convence de pagar un poco más en la barra para extender la duración del privado.

—Todo listo —anuncia finalmente.

Suben a la planta alta, donde se ofrecen los espectáculos privados. Angélica se cambia rápidamente. Nunca antes había bailado para una pareja heterosexual. El local rara vez recibía mujeres y menos esposas.

Se viste con su mejor negligé rojo. Comienza el pole dance con movimientos suaves. Le gusta hacerlo. Mira fugazmente a la mujer. Hay aceptación en su mirada.

Primero se acerca al hombre, su pecho casi tocando su rostro, el vaivén de su cuerpo preciso y sensual. Luego, va hacia la mujer. Está algo tensa, pero no la rehúye. Se sienta sobre ella y guía su mano con delicadeza hasta sus pechos.

Comienza la siguiente canción. Angélica se desviste por completo.

Es una melodía suave, casi onírica. Ella se mueve con la seguridad de quien conoce cada nota. Coloca su sexo cerca del rostro del hombre y luego se vuelve hacia la mujer. Con un rápido movimiento, se acuesta sobre ella, simulando besarle los senos. La mujer —Marcia— la atrae hacia sí y le acaricia la espalda. Hay ternura en el contacto. La escena se transforma en un delicado juego de cuerpos femeninos en movimiento.

La música termina. El hombre aplaude.

—Gracias. Muy bueno.

—Me alegra que te haya gustado.

—Nos encantó —dice Marcia, mientras le alcanza parte de su ropa.

—Cuando quieran...

—Queríamos proponerte algo —interviene el hombre—. Una salida esta misma noche. Un hotel. Los tres.

—Sí hago salidas. Ochenta la hora, mínimo dos horas... pero... ¿tendría que estar con los dos?

—¿Qué te parecen cien? Solo tienes que motivarnos para que nosotros lo hagamos...

Angélica lo piensa unos segundos. Acepta.

Bajan a la barra, informan al encargado. “Esta salida salvará por lo menos el día”, piensa.

Dos horas y veinte minutos después, Angélica regresa sola al club. Declina más turnos. Aún hay clientes, pero no está para nadie.

Se dirige a las habitaciones de descanso. Se siente excitada, revuelta. Se tumba en la cama, se acaricia con fuerza. El recuerdo de la pareja —de ella, sobre todo— se le repite como una ola persistente.

Se masturba furiosamente, sin freno, como si en ese instante pudiera atrapar lo que realmente desea.

A la mañana siguiente, Angélica se despierta con el zumbido de una notificación. Un mensaje sin remitente. Solo contiene una imagen: Marcia, sola, desnuda frente a un espejo. En el fondo, el reflejo muestra una habitación vacía. El hombre no está.

Abajo, un texto breve: “Gracias por liberarme.”

Pedalear la estática

P. Alhazred Alfonso llegó a su primer día de gimnasio un martes de julio. Con la insistencia de su padre y la aprobación de su madre, no le ...