06 diciembre 2025
Sol está en línea
23 agosto 2025
Una de policías (segunda parte)
Capítulo dos.
Los días posteriores a la detención de Avico, las cuadrillas buscaron el cuerpo de Ligia río abajo siguiendo las riberas del Tomebamba. Desde el puente del vado, donde el carbonero aseguró haberlo arrojado esa noche lluviosa, se fueron internando kilómetro tras kilómetro en sentido de la corriente; por cañadas, barrancos intransitables y bosques densos. La búsqueda infructuosa fortalecía en la mente de los vecinos la idea de que el chico era inocente. Mi padre también dudaba al ver cómo se iban desarrollando los hechos. Sin embargo, tenía que seguir los protocolos al pie de la letra. ¿Qué más se podía hacer? El carbonero había confesado. Quizá dijo la verdad, quizá lo inventó por la presión de los investigadores. Su mente era un enigma que nadie intentó comprender hasta el día en que resultó incriminado.
Los calendarios se deshojaban como los añosos álamos que, inclinados hacia la orilla del río, sumergían sus raíces en el agua donde, días atrás, Ligia nadaba junto a sus amigas. Las clases retomaron su rumbo, la escuela estaba absurdamente vacía; sin ella, los números y las palabras perdieron su significado. El maestro me tiraba de las patillas con frecuencia, cuando me sorprendía divagando en sus charlas de historia. Poco me importaba la guerra entre Huáscar y Atahualpa, ni el cuarto lleno de oro que le ofrecieron a Pizarro. Parecía que todos la habían olvidado y que solo mi mente la retenía con la porfía de un niño fascinado.
Las amigas de mi madre dejaron de visitarla desde que volvimos de las vacaciones. Manuel nos abandonó por una chica que conoció en el Oratorio. El poco tiempo que disponía, entre el pan y los libros, viajaba raudo sobre su bicicleta hacia el norte de la ciudad. Los contados ratos que compartíamos, platicábamos sobre la hermosura de su niña, sobre el beso que le había robado y sobre sus sueños de casarse. No volvimos a ver a Alfonso desde esa soleada tarde en el tejado, cuando estuvo a punto de revelarnos un secreto y fue interrumpido por la llegada inesperada de su padre a la bodega de sombreros.
A fines de octubre comenzó el juicio al carbonero. Me angustiaba al comprobar que todos se habían olvidado de él y por ende de ella. En la gaceta del domingo una noticia lo anunciaba en no más de un centenar de palabras redactadas en una de sus páginas interiores. En casa el tema nunca dejó de estar presente:
—¿Fue él, el que lo hizo?, ¿por qué la dañó?, ¿por qué cortó sus trenzas y marcó su vestido? —preguntaba incrédula mi madre.
Había conocido al muchacho desde que él vivía con sus verdaderos padres, y lo vio crecer bajo la tutela de Gertrudis; siempre manso y servicial, muchas veces impertinente, pero de intenciones transparentes.
—Quizá nunca se sepa con certeza. El idiota no logra urdir frases coherentes, mucho peor, explicar las profundas desviaciones que pueden motivar a un asesino —comentó mi padre moviendo la cabeza.
—No podría creerlo ni viéndolo con mis propios ojos —aseveraba mamá, mientras unas lágrimas incipientes transformaban el azul de sus pupilas en un océano de tristeza.
Recuerdo a mi madre esa tarde de domingo, puedo imaginarla como si fuera ayer, sentada a la mesa de la cocina deshojando panojas, elaborando las humitas para el Día de Todos los Santos. Para esas fechas habría vivido un cuarto de siglo. La abuela la casó a los dieciséis y ella nos concibió uno detrás del otro. Estoy seguro que si mi padre no hubiese partido temprano, habríamos sido una docena de hermanos como la mayoría de las familias de aquella época.
Papá fumaba un Chesterfield y miraba a través de la ventana como buscando las verdaderas causas de la desaparición. Sin volver la vista hacia mi madre, le dijo: «La investigación tiene muchas fallas y el coronel me está presionando para que dé el asunto por finiquitado. Mientras tanto, Soriano insiste en que pongamos todas las evidencias sobre la mesa: “Estos hechos sacrílegos no pueden quedar impunes”», imitaba sin darse cuenta la voz severa del cura: Mientras su mano viajaba una y otra vez entre sus labios y el cenicero, la habitación se impregnaba con el olor picante del cigarrillo, a pesar de que mamá mantenía las ventanas abiertas cuando él fumaba dentro de casa.
La delgadez de mi padre realzaba su talla, llevaba el bigote al estilo handlebar, con los extremos encerados, apuntando hacia arriba en dirección a las niñas de sus ojos. Era callado, severo, pero nunca cruel. Cuando bebía algunas copas, que era de vez en cuando, se ponía cariñoso y nos regalaba el dinero que llevaba en sus bolsillos. Mamá tenía que controlarnos para que no lo dejásemos limpio. Llegaba antes del anochecer con su uniforme beige y un casco blanco que semejaba una bacinilla con un borde negro en su base y un escudo en su parte frontal, sobre el cual, descansaba un cóndor —el buitre más grande del reino animal—. Nada que ver con los policías de la televisión. Yo no le ponía tanta fe, seguramente Simón Templar ya la hubiese encontrado.
Los vecinos que aceptaban las versiones policiales creían que la dañó por accidente, que lo del vestido y la trenza dejados en la iglesia, eran solamente una manera de buscar el perdón divino, un simple ritual de un bobo arrepentido. Para mi padre, no pasaba de ser una movida de terceros que lo usaban como chivo expiatorio. El testimonio de una beata madrugadora, que vio al muchacho abandonar la iglesia a una hora en que la sacra nave se encontraba casi vacía, justo antes de que Soriano hallase la ofrenda macabra, fue lo que llevó a la policía a catear el quiosco en el que dormía Avico. El resto ya lo sabemos. Lo que allí se encontró terminó de sepultarlo… sin ninguna duda.
Pocos días después de apresado Avico, el sargento Orejuela había allanado la cabaña de las hermanas Gualpa en busca de Ligia o de algún indicio que ayudara a dar con su paradero. La noche que retornamos de Alausí, casi a la madrugada, mi padre le comentaba a mamá las cosas extrañas que allí encontró. El mundo que describió me quitó el sueño durante varias noches, hasta que les conté a los chicos lo que mi padre encontró allí. Un sábado por la mañana, seguros de que las hermanas atendían sus negocios, invadimos la cabaña en secreto. Manuel se unió a la aventura. Era tanta la curiosidad que pospuso la cita con su chica. No es que hicieran mayor cosa: jugaban al monopolio, a las cartas y bebían jugo de limón. Las pocas veces que quedaban a solas, la tomaba de la mano y le robaba un beso. Eso era todo, aunque para nosotros… era todo lo que podíamos imaginar.
La cabaña se encontraba al sur, donde terminaba la ciudad y comenzaba el descampado, a unos pocos metros de un vertedero de basura que se llenaba de moscas durante el día y de ratas al caer la noche. Al mediodía el olor se ponía insoportable, sobre todo, cuando el sol golpeaba de lleno.
Era una casa de adobe, de paredes empapeladas con periódicos de hace varias décadas. Detrás de la cabaña había un largo galpón construido con cantos de eucalipto que desembocaba al fondo en un pasillo tenebroso con la forma de un túnel. Estaba cubierta de paja, era una bodega con estantes llenos de frascos de cristal. Los había de todos los tamaños, desde recipientes de perfume que contenían pequeños insectos, hasta grandes pomos con fetos humanos conservados en alcohol. Algunos guardaban reptiles, murciélagos y ponzoñas enormes como la mano de un hombre adulto. Manuel me daba valor, de tanto en tanto, para que no abandonara la macabra escena.
Removiéndolo descubrimos en el fondo un manuscrito grabado con tinta negra. Una pareja de perros con cabeza humana nos miraba desde su carátula. Mientras lo hojeábamos Manuel exclamó: «¡Son reales, los “gagones” son reales!». El chiflido de Carlitos anunciando la cercanía de las hermanas nos sacó del asombro. Se había quedado en el mercado con la bicicleta de Manuel para servirnos de «campana». No tuvimos tiempo de salir por donde ingresamos. A volandas atravesamos la larga bodega y cruzamos el obscuro pasillo que terminaba en el borde del barranco, en sus paredes vimos plantas secándose con las raíces hacia arriba. Por la prisa que llevábamos, resbalamos y caímos como dos bultos en la hondonada del río. La curiosidad —y luego el miedo— pudieron más que la prudencia.
Unos cuantos metros abajo alcanzamos la orilla opuesta. Jadeantes, empapados y sin aliento, nos escondimos en un maizal. Manuel sacó de sus pantalones el manuscrito. Era una sopa de papel y tinta, pero había partes de información aún legibles. Lo pusimos a secar. Nos llevó varios días desentrañar la poca información que no se había borrado con el agua. En la pasta, bajo la figura vigilante de los perros-humanos, decía: «Inimicos Casti Connubii». En la portada había una escena a colores que representaba las penas del purgatorio. Las palabras que más resonaban en mi mente, eran: concubinato, carne, alma, pecados; y frases como: «…perros apareándose con madres, hijas y hermanas... Ministros, feligreses, entreverados en la carne... Inobservancia del celibato».
Las maldiciones alcanzaban hasta la quinta generación. No dormimos durante varias noches. Escondimos el manuscrito en una casa abandonada en medio del bosque. Nadie quería correr el riesgo de guardarlo en la suya. Al fin, lo terminamos quemando en un ritual improvisado, con la esperanza de que el humo expiara nuestras culpas. Huíamos de los confesionarios y sentíamos que las hermanas nos pisaban los talones. Carlitos no quería dejar la cama y faltó a la escuela. Manuel se alejó de su amiga, él que era tan valiente tenía miedo de cruzar a solas la ciudad. Una noche soñó con Aguirre y con doña Elena que, transformados en perros, rondaban la panadería en busca del manuscrito. Cuando despertó juraba que eran reales.
El día en que la doña falleció a causa de un infarto, unos días después de que quemáramos el manuscrito, yo ardía en fiebres. El médico me había subministrado un vermífugo y un purgante. Al marcharse recomendó un enema con agua de manzanilla. No había nada más humillante que te introdujeran una sonda rectal, pero al día siguiente estaba aliviado. Al abrir los ojos me encontré cara a cara con Alfonso, Carlitos lo acompañaba al lado derecho de mi cabecera. Un sonido extraño me llamó la atención desde el otro lado de la cama: «Bee, bee, bee…», era Manuel haciendo vibrar sus labios y simulando el balido de una oveja. Yo usaba un mono que mi madre me había tejido con lana de borrego y que incluía una gorra con unas orejitas de cordero. Me alegré al comprobar que mi amigo había recuperado su buen humor.
La información que Alfonso poseía podía ser crucial para resolver el caso y llegó justo cuando estábamos convencidos de que algo sobrenatural se había llevado a Ligia. Teníamos que actuar con urgencia, las vacaciones de Alfonso estaban por terminar, en unos días regresaría al internado donde su padre lo recluyó para alejarlo del barrio. Otra vez sobre los tejados volvíamos a conspirar como en las mejores series policiales. La noche de aquel día en el que desapareció la niña, Alfonso había asistido en secreto a una asamblea satánica en el sótano de su casa, al cual tenía prohibido llegar cuando los invitados de su padre se reunían bajo llave.
Alfonso nos lo contó con la voz rota. Yo lo escribo como lo recuerdo: En los primeros días que siguieron a la terrorífica vivencia, Alfonso anduvo como un zombi que no lograba distinguir la diferencia entre el sueño y la realidad. La causa, un amargo brebaje que su padre le obligó a beber esa misma noche después de que todos se marcharon y él tiritaba de miedo de regreso en su cama. Con el paso del tiempo y la sumatoria de los sucesos que se volvieron públicos, fue recuperando poco a poco los detalles de aquella experiencia que ahora les comparto:
Venciendo el terror que le infundía su progenitor, Alfonso se coló por un amplio respiradero que comenzaba en lo alto del sótano y daba hacia el bosque de eucaliptos. Atraído por el ruido de cánticos y rezos, se asomó detrás de unas rejillas de hierro carcomidas por la humedad para contemplar con los ojos desorbitados aquella escena barroca en la que: Hombres colocados sobre las aristas de un pentagrama marcado en el piso del sótano, inclinaban y levantaban sus cabezas ocultas por sendas capuchas. Balanceaban incensarios de los que emanaba un humo dulce y picante que por poco lo hacía estornudar.
Este ritual duró algunos minutos que a él le parecieron eternos. Conforme la sesión avanzaba, se sentía mareado a causa del humo y del eco de los mantras. Luego de un tiempo el sótano quedó en silencio. Se apagaron los inciensos. Los hombres se quitaron las capuchas y se acostaron boca abajo a lo largo de los brazos de la estrella juntando sus cabezas en el centro de la misma. Detrás de una cortina apareció un individuo pequeño de caminar desgarbado, vestía como el joker de las barajas francesas. Con parsimonia fue colocando y encendiendo velas alrededor del pentagrama. Al cerrar el círculo, se retiró caminando hacia atrás con la cabeza inclinada, mirando al suelo como haciendo una reverencia.
Los hombres se irguieron lentamente y cantaron en un extraño idioma. La cortina se volvió a abrir y apareció el joker junto a una niña desnuda. Llevaba una corona de flores. Su rostro estaba cubierto por una máscara. Parecía hipnotizada, caminaba como sonámbula guiada por la mano del joker quien la condujo hasta el centro del círculo y la dejó allí. La máscara negra no tenía aberturas, solamente unos soles pintados que simulaban ojos y una media luna que hacía las veces de boca. La comitiva comenzó a rezar en voz alta. Después de un tiempo se hizo silencio y el joker volvió a aparecer detrás de la cortina, pero esta vez traía una cabra con grandes cornamentas enrolladas. La llevó hasta donde esperaba la niña, la amarró a una estaca en el centro de la estrella. El animal la olfateó de pies a cabeza y lamió partes de su cuerpo. Ella se mostraba ajena a todo.
Cuando parecía que el sótano se había congelado, la luz de un reflector alumbró el centro de la estrella desterrando la semioscuridad de las velas. Alfonso pudo distinguir con claridad los tonos blanquinegros de la cabra y el cuerpo de la niña que resplandecía como el nácar. El círculo donde los hombres esperaban de pie se mantenía en penumbra. De pronto, el joker penetró en el cono de luz con toda la parafernalia para una boda. Procedió a lavar el cuerpo de la niña, para luego calzarle un vestido blanco con lentejuelas de plata y puso un ramo de azares en sus manos. Por fin adornó a la cabra con un collar de flores y colmó de azares su cornamenta.
Los participantes cantaron en voz alta, incluido el joker. Solo entonces, Alfonso lo reconoció por su cabello ensortijado y su dentadura destartalada: era el carbonero. Terminada su labor, el joker se retiró repitiendo las mismas reverencias. El silencio volvió a reinar, uno de los hombres del círculo se acercó a la niña con un cáliz en su mano y le untó la frente con una sustancia aceitosa de color rojo bermellón. Procedió de manera similar con la frente del carnero. Acto seguido, se puso de bruces en actitud adoratriz, el resto de participantes lo imitaron. Luego de un tiempo prolongado se levantó y sacando una daga bajo su manto marcó una cruz invertida en la mano diestra de la niña. Ella seguía impasible, no emitía sonido alguno, ni mostraba gestos de dolor. Tomando la mano herida de la niña untó con su sangre los cuernos de la cabra,
A la luz de la lámpara, la identidad del oficiante se hizo patente: era Aguirre. Llevaba un manto de liturgia con una cruz invertida que brillaba como el oro. Alfonso lo identificó inequívocamente por su rostro anguloso de color cetrino y su cabeza tonsurada. Lo que siguió heló la sangre de nuestro amigo:
Con una violencia repentina el satánico cura procedió a degollar al animal. Un balido grave retumbó en el macabro espacio. El joker, que sostenía al carnero agonizante por los cuernos, emitía un sonido electrizante, una mescla de risas y de llanto. La sangre esparcida por los movimientos estertóreos de la víctima mancilló el vestido de plata de la niña y la librea del cura. Con el animal silenciado, Aguirre puso la daga en el cuello de la niña.
Sin poder contenerse, Alfonso gritó y empujó los barrotes corroídos. Estos se desprendieron de la húmeda pared cayendo dentro del sótano. El asombro se apoderó de macabro aquelarre, mientras nuestro amigo huía arrastrandose en sentido contrario por el canal de ventilación. Iba tiritando bajo un aguacero infernal, no sentía las piernas y le faltaba el aire. No paró de correr hasta llegar a su cama. Allí permaneció encorvado y en posición fetal, cubierto con las mantas hasta la cabeza. Las imágenes de terror se repetían una y otra vez en su mente sin permitirle conciliar el sueño, hasta que llegó su padre más enfurecido que nunca y le obligó a tomar aquel brebaje amargo. Lo último que recuerda de esa noche: el rostro siniestro de don Alfonso marcado por la furia y esa mueca de desdén en los labios del viejo, que comenzó a notarse a partir del día en que su madre los abandonó.
Con Avico tras las rejas, don Alfonso bajó la guardía y le permitió más libertad a su hijo. El último fin de semana que compartimos con Alfonso nos lo pasamos sobre los tejados, reviviendo al detalle su experiencia sobrecogedora hasta rescatarla de su memoria lo más nítida posible. El paso siguiente era compartirla con mi padre. ¿Cómo lo haríamos? Le dimos mil vueltas al asunto, lo más fácil era que lo relatáramos directamente. No obstante, decírselo, así como así, sería como sacar a la luz los oscuros asuntos en los que andábamos metidos. Temíamos por su reacción, lo menos que podía sucedernos era terminar encerrados en un internado como lo hizo don Alfonso con su hijo.
Una vez más, Manuel encontró una manera idónea de hacerlo sin comprometernos en forma directa. Había que dejar la información en su escritorio, algo fidedigno que lo incitara a investigar el sótano en cuestión. Escribimos una nota con letras recortadas de revistas y periódicos, pegadas sobre un papel en blanco; como lo vimos ejecutar a un secuestrador en una serie de televisión. La nota tenía la forma de un acertijo, parecida a las que usaba el Enigma —el archi enemigo de Batman en la serie televisiva de la ABC—: «Si debajo de un sombrero puede surgir un conejo, ¿por qué no podría surgir una niña debajo de cien sombreros?».
Alfonso partió un lunes gris, amenazantes nubarrones se condensaban sobre los Andes, un empleado de su padre lo llevó al terminal. Cargaba un morralito de cuero con tapas de madera, usaba una boina negra y un saco azul marino con una escarapela del instituto en la solapa. Agitando su escuálida mano tras la sucia ventana del micro se despidió de nosotros. Tenía los ojos vidriosos, como presintiendo que sería la última vez que nos veríamos. Con su puño en alto, en señal de fuerza, Manuel lo persiguió en su bicicleta por un largo trecho, mientras el bus desaparecía tras las curvas de la carretera. Una rara enfermedad lo fue menguando. Años después me enteré que falleció, los medicos no estaban seguros si fué la tisis. Cursaba el penúltimo ciclo del instituto.
Ese mismo día, a la hora del almuerzo, la nota apareció en la estación de policía sobre el escritorio mi padre. Yo la dejé allí con el pretexto de entregarle la vianda que le enviaba mi madre. Por la noche, papá estaba tan distraído que mamá tenía que preguntarle dos veces las mismas cosas. Iba y venía de la sala al comedor, se detenía frente a la venta y, extrañamente, no fumaba. Algo tramaba. Yo estaba seguro que descubrió la nota, me picaba la lengua por preguntarle al respecto, pero me contuve recordando las advertencias de Manuel. Por fin, cuando fueron a la cama, habló sobre la nota con mi madre. No tuvo que atar muchos cabos, el acertijo le remitía directamente al sombrerero. Don Alfonso Ortega era un próspero comerciante, el primero en exportar sombreros de paja toquilla a Panamá.
El sargento Orejuela sospechaba desde hace tiempo que don Alfonso era miembro de una cofradía, lo que no sabía, a ciencia cierta, era el carácter de aquella hermandad. Su mansión, contigua a la iglesia, ostentaba un frente con amplios ventanales y balcones, desde donde se divisaba la zona residencial de la ciudad, a su márgen derecho habia un pequeño bosque de eucaliptos que terminaba en el rio. La parte posterior de la casa, un inmenso bloque de ladrillo visto, se erguía imponente como dando la espalda a la pobreza que reinaba en nuestro barrio. Adosado al bloque se levantaba un galpón en el que se trataba y secaba los sombreros.
Mamá insistió que comentara la nota con el coronel, él se mostraba reticente, pensaba que su superior no estaba interesado en averiguar el asunto a fondo, es más, le había conminado a que dejara el caso como estaba. Mamá lamentaría por años el consejo que le dio esa noche: «Comparte la nota con el coronel, ¡es tu deber!». Solo unos días después de aquello, mi padre fue transferido como apoyo a una cuadrilla de guardas de estanco para controlar el contrabando de alcohol. Allí encontraría la muerte a manos de uno de los propios guardias que alegó un accidente.
Nadie en el barrio se solidarizó con nosotros, había un miedo oculto en cada vecino. Parecía que todos sabían algo que ignorábamos. Soriano ofició una sentida liturgia a la que asistieron la abuela y una hermana de mi padre que vino de la costa. Carlitos y Manuel me saludaron desde la última banca de la iglesia y se marcharon antes de que terminara el oficio. Nunca más supe se ellos. Con mi padre bajo tierra, partimos para Alausí junto con la abuela.
Esta historia comenzó a redactarse a modo de una carta dirigida al policía más integró que había conocido hasta entonces: Agustín Orejuela. No era tan apuesto como Moore, ni vestía en Savile Rou, pero tenía un sentido del deber a toda prueba. Adolescente aún, trabajé esta crónica como una catarsis por la memoria de mi padre. Se convirtió en un relato cuando cursaba mi carrera de periodismo en la capital, a donde fuimos a parar con mi madre y mis hermanos buscando mejores días. Crecí con la culpa de haber propiciado la muerte de papá. Un día, siendo ya un profesional del periodismo, yo mismo enfrente a la muerte por publicar la verdad de ciertos hechos que por ahora no vienen al caso. Allí comprendí que el destino y el deber son inseparables.
Inconclusa y rezagada, esta narración habitaba el limbo de los cuadernos olvidados en uno de los tantos cajones de la casa materna; hasta un día, en el que, por ese extraño azar que nos aguarda en algún cruce de caminos, conocí a Eva María del Espíritu Santo vicaria del convento de las Madres Agustinas de la Encarnación. Un agosto veinte y siete, día de Santa Mónica de Hipona —era domingo y hacía mucho frío en la capital—, una llamada me sacó de la cama, donde yacía embutido entre mantas mirando la televisión.
La voz del jefe de redacción, con ese timbre de barítono, me conminó:
—Necesito que entrevistes a la priora del convento de las agustinas. Hoy inauguran una de las bibliotecas más completas de la ciudad.
La orden me tomó por sorpresa y me quedé en silencio. Estaba por preguntarle sobre la reportera de cultura, cuando él se adelantó a decirme:
—Patricia amaneció afónica, estos días tan fríos han minado su salud.
—Si no hay otra alternativa, por mí no hay problema —respondí a regañadientes.
A las nueve estábamos, el camarógrafo y yo, en el despacho de la madre superiora. La entrevista duró un cuarto de hora aproximadamente. Al concluir, la priora nos dejó a cargo de la vicaria para que nos guiara a través de la biblioteca.
Eva María del Espíritu Santo era una monja distinguida, de vivaces ojos negros, de tez blanca, un tanto sonrosada. Hablaba de forma pausada, pero arrastrando las erres. Bajo su hábito marrón, levemente ajustado por un cinturón de cuero, podía imaginarme su cuerpo espigado. Caminaba erguida y en todo momento llevaba los brazos cruzados a la altura del abdomen, con las manos ocultas dentro de las anchas mangas de su túnica. Siguiendo sus pasos a lo largo de la biblioteca, atento a las metódicas descripciones que nos proporcionaba, fui haciéndome una idea de su refinada cultura. Conforme pasaba los minutos en su compañía un aire familiar iba surgiendo de sus formas y sus modos. No fue hasta que extendí mi mano para despedirme, que pude ver una gruesa cicatriz en forma de cruz en la palma de la suya.
Una extraña sensación me acompañó el resto de la tarde. Cuando obscureció necesité más que nunca de un amigo, pero un domingo por la noche, un amigo es el bien más escaso. En la oscuridad de una sala de cine, esa sensación iba y venía entre los pistoletazos de los vaqueros y el relinchar de los caballos, hasta que una imagen se consolidó en mi mente: «¡Ligia…como no, era Ligia!, ¡la vicaria era Ligia! ¿Quién más, sino ella?». Abandoné el cine e hice a pie el largo camino de regreso a casa, tratando de barajar las infinitas posibilidades de que algo así estuviese sucediendo. Toda mi infancia se convirtió en un sueño, en algo falaz, en un espejismo.
A primera hora del lunes estuve de vuelta en la biblioteca para hablar con la vicaria. Una cita con ella era imposible. Sin darme por vencido continúe yendo los momentos que tenía libre. Hasta que una mañana, a primera hora, al ingresar a la biblioteca la vi. Estaba sentada con un gran tomo abierto frente a ella y rodeada de jóvenes. Fui directo y me ubiqué entre el grupo. Impartía lecciones de la Suma Teológica de Santo Tomas. Inmediatamente notó mi presencia, seguro reconoció al periodista, aunque no a su compañero de escuela. Luego de un tiempo prudente, aprovechando la tanda de preguntas hice la mía, pero tuve la audacia de llamarle: Ligia. Por unos segundos su rostro se puso tenso y frunció su ceño, cuando recobró la compostura contestó mi pregunta con una claridad meridiana y dio por terminada la lección.
Las semanas que siguieron visité la biblioteca con frecuencia. Las contadas veces que coincidíamos intentaba abordarla, pero ella me evitaba en todo momento. Un buen día, quizá convencida de que no me daría por vencido, me recibió en su despacho con la condición de que sería la única vez que hablaría conmigo. Ligia escuchó en silencio toda la versión de mi historia. Su rostro, al principio calmado, pasaba del asombro a la tristeza según crecía mi relato. «Lo siento por tu padre», me dijo cuando quedé en silencio. «Lo siento por Alfonso, pero más lo siento por el pobre Avico, !él sí que fue un alma noble! Después de mi Señor —se persignó—, a ellos les debo la vida» y oró por ellos un momento con las manos juntas a la altura de sus labios. Así, en actitud contrita, era la Ligia que yo conocía y lucía más hermosa que nunca.
Me confió su historia bajo el juramento de mantenerla en reserva hasta que pereciera el último miembro de aquel diabólico aquelarre. A parte de Aguirre; don Alfonso, el coronel Sanches, el boticario Sojos y el diputado Ledesma eran miembros del partido liberal y bajo la guia del cura formaban la secta masónica de los «Pentas». Para esa fecha, Aguirre, el mayor de todos, agonizaba en una clinica privada; los otros ya se encontraban bajo tierra, a él le faltaba dos años para cumplir la centuria. En palabras de Ligia, el ritual de esa noche pretendía ser una boda y un sacrifico. La boda se consumó, pero el sacrificio fue interrumpido por todo el alboroto que causó Alfonso. Temiendo que se tratase de las autoridades, que ya buscaban a la niña, los miembros del pentagrama se dispersaron en diferentes direcciones, dejando a Ligia bajo la custodia del carbonero, quien debía esconderla en un lugar predeterminado hasta nuevo aviso.
Con Ligia en brazos y contrariando las órdenes de Aguirre, que le tenía a su servicio por unas simples monedas; el carbonero, que no era el «shunsho» que simulaba ser, apareció con la niña aún sedada en casa de Maruja. La yerbatera, al tanto de las prácticas de los «Pentas», a los que ocasionalmente servía; reconoció en la niña el efecto de la adormidera que le administrara el boticario. Sin pérdida de tiempo, preparó un brebaje que devolvió a Ligia la conciencia y la bañó con una infusión de «carne humana» —una yerba de gran poder cicatrizante—. Vendó su mano que aún sangraba, le cortó las trenzas que las llevaba recogidas sobre la cabeza y la vistió con las ropas de un muchacho.
Arriesgándose a sufrir la ira de sus poderosos aliados, Maruja montó a Ligia en la mula del chico, camuflada entre sacos de carbón. Le dió a Avicolas instrucciones prescisas para que llegaran a sus destino y le hizo repetir a la niña la frase que le serviría de santo y seña. Salieron de la ciudad protegidos de los curiosos por un aguacero inclemente.
Su relato le devolvió el sentido a mi vida.
09 julio 2025
Pedalear la estática
P. Alhazred
Alfonso llegó a su primer día de gimnasio un martes de julio. Con la insistencia de su padre y la aprobación de su madre, no le quedó más remedio que echarle ganas.
Se acercaba el primer año de bachillerato y quería estar en forma para optar por alguna disciplina escolar, de aquellas que volvían tan populares a los chicos. Pero este gimnasio tenía algo especial.
Maribel era la mujer que atendía en el ingreso casi todo el tiempo. Su padre la saludaba con efusividad, delatando una antigua amistad. Le había contado que era la nueva dueña del gimnasio, antes instructora de baile, y que, gracias a las remesas enviadas por su hijo desde Estados Unidos, pudo comprar el negocio como una oportunidad.
La saludó sin mirarla. Tenía miedo de desarmarse ante aquellos ojos verdes.
—Alfonso, tu padre me pidió que un entrenador te guíe. Ven, busquemos a Nacho.
Alfonso asintió, y su mirada se clavó en su escote por una fracción de segundo.
—Claro, gracias —dijo.
—Nacho, Alfonso es nuevo. Dale unas rutinas para empezar.
—Un gusto, campeón —dijo, extendiendo la mano—. Empezaremos con bracitos.
La belleza del rostro de Maribel y sus formas curvilíneas encandilaron al joven, provocándole una admiración cercana a la idolatría, que se traducía en noches de soledad y en el descontrol de su mano. Recordaba con detalle su vestimenta, elegantemente combinada para cada día de la semana. Apenas se fijaba en las chicas jóvenes que, con gran esfuerzo, cumplían las rutinas que Nacho y otra entrenadora les imponían.
No faltaba a los entrenamientos, a pesar de no simpatizar mucho con Nacho, quien, además de coquetear con las chicas, seguía de cerca sus rutinas y lo corregía continuamente. Maribel, en cambio, siempre lo recibía y despedía con una sonrisa que lo elevaba hasta el cielo de las feromonas.
Por lo general, los viernes llegaba menos gente al gimnasio. Venciendo sus miedos, se acercó al mostrador de recepción para iniciar una plática, tal vez sobre el clima o alguna rutina que Nacho le hubiera impuesto.
—Me resulta difícil la máquina del fondo —le comentó—. Tal vez no me explicaron bien.
—Es mejor si lo intentas primero sin peso —respondió, inclinándose para alcanzar el control de la música ambiental.
—¿Qué música te gusta para entrenar? —preguntó de forma coqueta—. Sospecho que te gusta el rock, como a tu papá.
La mención a su progenitor lo descolocó.
—Sí, un poco —atinó a responder—. ¿Son amigos desde hace mucho?
—Lo conozco desde antes de casarme —dijo, acomodándose sus rizos castaños.
—Recuerdo que me comentó que eras instructora de baile en este mismo gym desde hace años —soltó, sin querer, esa última frase, pues refería su edad cercana a la de su padre—. Te vi en la bailoterapia el otro día. Bailas muy bonito —agregó, queriendo amortiguar la alusión a los años.
—Gracias. También entreno piernas en las mañanas; así mejoro la resistencia.
Algunas personas comenzaron a llegar y se despidieron.
—Salúdame a tus papás —dijo con despreocupación.
No podía sacarla de su cabeza. Aquel primer mes de entrenamiento lo cumplió sin ninguna falta, y a pesar de que su coach no le simpatizaba en lo más mínimo.
Cada día la veía más atractiva, y las sonrisas de ida y vuelta él las interpretaba como una fascinación mutua. Trataba de ubicarse en alguna de las máquinas que tenían línea de vista hacia la sala de baile, y desde ahí contemplaba la sesión completa sin pestañear.
Un sábado de octubre, el gimnasio estaba a punto de cerrar. Alfonso vio salir a los entrenadores, y la voz de Maribel anunció que iban a cerrar. Como imaginando un encuentro, se demoró en el vestidor, pensando cuál sería su siguiente paso. De pronto, se abrió la puerta.
—Alfonsito, ¿no me has oído? Vamos a cerrar.
—Perdón, me sentí un poco mal —dijo, tomándose la cabeza.
—¿Te has golpeado o hiciste mucho esfuerzo? —preguntó, sentándose junto a él, tocándole las sienes y pasando el brazo alrededor de su espalda.
—Me duele un poco —respondió, y enseguida hundió el rostro en su hombro, sintiendo cómo el perfume de ella se colaba por cada poro de su piel.
Maribel no supo cómo reaccionar. Instintivamente acarició su pelo como lo hubiera hecho con su hijo, pero en seguida notó la reacción viril del joven y no se pudo resistir a acariciarlo.
Alfonso buscó sus labios con timidez. Ella se dejó encontrar. Tomó su mano y la puso debajo de su blusa. Sintió la protuberancia del pantalón apuntando hacia ella. Sacó fuerzas desde el fondo de su ser para rechazarlo.
—Por favor, vete. Estamos cerrados —increpó, al tiempo que sus brazos lo alejaban de ella.
Una semana le tomó a Alfonso volver al gimnasio. Las cosas ya no eran las mismas. Apenas se saludaban sin cruzar palabras. Sin mucha inspiración, se ponía a pedalear en la estática. De pronto, Maribel llegó a la bicicleta a su lado. Apenas se saludaron.
—Alfonso, eres un chico guapo e inteligente. Muy pronto serás un hombre y encontrarás una chica que realmente te quiera.
No respondió. Sonrió ante tantos lugares comunes pronunciados por Maribel. Dejó la bicicleta y fue en busca de Nacho. La música ambiental golpeaba fuerte en su pecho.
Ese mismo mes, habiendo apenas iniciado sus clases de bachillerato, presenció una discusión acalorada entre sus padres que desencadenó el anuncio de su separación. Su madre hacía constante alusión a esa «otra mujer» en una típica escena de celos y drama. Pero el verdadero drama fue para Alfonso cuando, días después, encontró a su padre de la mano con Maribel cerca del gimnasio.
Un vendaval de lágrimas golpeó sus ojos. Se dio vuelta y corrió. En ese momento, supo que empezaba a odiar a aquel hombre que le arrebataba su primer amor.
Epílogo
Muchos años después, en otra ciudad y con otra vida, pasó frente a un gimnasio cualquiera. Olía a esfuerzo, a música de fondo, a espejos empañados. Se detuvo un instante frente al ventanal, y por un momento creyó ver a Maribel, entre reflejos y formas, volviendo a inclinarse para cambiar una canción.
Cerró los ojos. Y entonces supo que, aunque nunca la tuvo, ella sería una de esas mujeres imposibles que uno guarda sin querer en la memoria: intactas, brillantes, perdidas en el tiempo como una canción que ya no se encuentra, pero cuya melodía se sabe de memoria.
Y eso también era crecer.
05 julio 2025
Una de policías (primera parte)
Capítulo primero.
Cumplía ocho años cuando la televisión llegó al barrio. Acostumbrados a la radio, nos parecía un verdadero milagro contemplar estos deslumbrantes aparatos tras las vidrieras de los almacenes. Mis hermanos menores y yo, no entendíamos cómo podían introducir personas pequeñitas dentro de una caja de diecisiete pulgadas, y no contentos con aquello, la llenaban de caballos, carros, incluso ciudades enteras. Regresando una tarde de la escuela encontré a un grupo de niños que habían dejado de lado aros, trompos y pelotas. Permanecían como hipnotizados frente a la ventana de una casa vecina. Los más pequeños se sostenían en puntillas para llegar con sus barbillas hasta el alféizar de la ventana. En su interior, las imágenes de un televisor en blanco y negro los mantenía cautivados.
Todos Los Santos era un barrio humilde poblado por panaderos, obreros y ancianos sostenidos por la beneficencia. Por ello, la llegada de este aparato a la casa de doña Elena fue todo un acontecimiento. La buena señora no se imaginaba el revuelo que iba a causar en nuestra cuadra este invento infernal. Fastidiada por las aglomeraciones afuera de su casa, no le quedó más remedio que colocar cortinas dobles para evitar la tentación. Y así lo hizo por una semana sin lograr ahuyentar la «manada» de niños ociosos, que comenzábamos a merodear su ventana a partir de las cinco de la tarde; hora en que terminaba la escuela e iniciaba la transmisión del único canal que había en la ciudad: Teletortuga, canal tres.
Con los días, a doña Elena se le ablandó el corazón al ver en nuestras caras esa mezcla de angustia e ilusión; y dispuso unas bancas largas de madera cruda, sin apoyos ni espaldar, para acomodarnos en su sala de cinco a seis de la tarde frente a la pequeña pantalla. Con dos condiciones: cumplir con las tareas de la escuela y cancelar cinco centavos de Sucre —según acordase con nuestros padres—. Veíamos un solo programa aparte de las caricaturas iniciales que multiplicaban las sonrisas en los rostros de la improvisada platea. Las series policiales eran mis preferidas: Misión imposible, Hawaii Five-0, Los Intocables, El Santo…
No exagero al afirmar que esa caja marca Sharp, sostenida sobre un cuartero de finas patas y rematada por una antena de conejo, erosionó nuestra niñez. Quedaron de lado los juegos grupales, las carreras, las escondidas. Los trompos y canicas perdieron toda su magia. Cuando mamá nos formaba en fila y de rodillas rezábamos antes de ir a la cama: «Santo ángel de mi guarda, mi dulce compañía…», a mi mente acudía la imagen de Simón Templar (El Santo —Roger Moore—) con su peinado impecable, su talante sereno y una mirada que penetraba en la mente de los perversos como perforar una mantequilla. Si la historia sagrada nos pintó un ángel alado, esta serie lo puso en acción y, por supuesto, lo vestía en Savile Row.
Afuera de la caja mágica, el barrio parecía suspendido en un letargo silencioso. Las mismas casas de adobe con el repello descascarillado y los tejados carcomidos por los líquenes, donde los gatos hacían su siesta en las mañanas calurosas. Sus calles de lastre, convertidas en polvo por el viento del verano, y en un muladar por las lluvias de diciembre a mayo, nos veían deambular entre la escuela y los mandados. Los sábados al Tomebamba a soltar nuestros botes de papel o simplemente a vagar por sus riveras. Los domingos temprano a misa de seis. Y todos los primeros viernes de cada mes a confesarse y comulgar para no morir en pecado mortal. La televisión era el peor de los pecados según el cura Soriano.
La nieta de doña Elena, Ligia, tenía diez años y estaba en tercero, al igual que yo con apenas ocho. Su abuela se oponía a que estudiara por temores infundados según Elenita, su madre. Vivaz, colaboradora, excelente con los números —quizá porque las chicas maduran más temprano—. Con frecuencia resolvía las columnas de sumas apenas llegaba a la pizarra, mientras el resto de nosotros recién comenzábamos a llevar las cuentas en los dedos de la mano. Las primeras semanas de clase me avergonzaba en su presencia porque la sentía superior, inalcanzable, inclusive me pasaba en altura con un palmo; pero, sobre todo, porque ejercía sobre mí una fascinación indescriptible que me cortaba las palabras.
Dedicada al estudio con ahínco para recuperar el tiempo perdido, no frecuentaba nuestro grupo, pero los sábados bajaba al río con otras chicas a lavar. Jugaban a las rondas en espera de que la ropa se orease sobre las piedras de la orilla. Los domingos en misa solía mirarla de reojo. Ella, de rodillas, en actitud contrita, con las manos juntas frente a sus labios era la encarnación de la castidad. En el aula o en el patio, a donde fuera la seguía con la mirada. En mis fantasías tocaba su pelo negro rizado, tomaba su mano, la misma mano que volaba en la pizarra dibujando con la tiza grafemas como alas de mariposa. Con el tiempo los programas de televisión se convirtieron en algo más: una oportunidad para encontrarla en su casa.
De vez en cuando se juntaba con nosotros a mirar los dibujos animados y luego desaparecía. Me daba la impresión de que se marchaba como un personaje más de las caricaturas, dejando en la sala un gran vacío y ese olor a manzanilla recién cortada. Algo raro pasaba con esa chica de mejillas sonrosadas. Tenía una extraña forma de ser niña, siempre alerta, aun cuando jugaba. Al salir de casa espiaba hacia ambos lados antes de hacerse a la calle y se asomaba con cautela a las esquinas, sus amigas decían que la abuela le llenaba la cabeza con «ideas locas», Yo atribuía esos detalles al cumplimiento de las reglas de precaución que nos inculcaban en la casa y en la escuela. Aunque yo nunca las apliqué, admiraba la impecabilidad con la que Ligia las observaba.
La gallada a la que pertenecíamos era suficiente para completar un equipo de fútbol. De entre todos ellos, cuatro fuimos inseparables: Manuel, el mayor, el sabelotodo, estaba por terminar la escuela, sus padres hacían el pan más sabroso del barrio; temprano en la mañana, antes de salir para la escuela, lo repartía en las tiendas montado en su bicicleta. Carlitos, fantasioso por naturaleza, contaba historias de aparecidos como si él mismo las hubiese vivido. Su madre, viuda de un telegrafista, disponía de una pensión razonable y de todo el tiempo libre para dedicarse a su único hijo que, a diferencia de nosotros, se mantenía siempre limpio; usaba pantalones cortos, planchados con raya al medio y camisas abotonadas hasta el cuello.
Alfonso, el más hermético, su padre era comerciante de sombreros de paja toquilla, un hombre torvo que le obligaba a trabajar después de la escuela, con frecuencia llegaba atrasado y con las tareas inconclusas. En una ocasión lo castigó a cintarazos delante del maestro. Nosotros lo contemplamos paralizados en nuestros pupitres. Fue una época difícil, padres y maestros tenían una sola consigna: «La letra con sangre entra».
Nunca olvidaremos aquel agosto aciago en el que Ligia desapareció. Ese día, el cielo era de un azul intenso y la mañana tan límpida que se podía contar a simple vista los eucaliptos en las crestas de los cerros lejanos. Terminadas las clases, los chicos de familias acomodadas disfrutaban el verano en sus fincas a las afueras de la ciudad. Transcurrían las vacaciones del sesenta y ocho y en el barrio se organizaba el concurso de cometas. Con Manuel a la cabeza, construíamos la nuestra con cañas secas de sigsal —que son tan livianas como una pluma— y papel de seda rojo. Ligia le había prometido a Carlitos algunos retazos de tela para la cola de nuestra cometa. Los dos eran buenos amigos, pues la madre de Ligia cosía la ropa que usaba él y su mamá. Esperamos hasta el mediodía y ella no llegó.
Estábamos a la mesa cuando doña Elena tocó la puerta para preguntar por Ligia. Antes había acudido a varias casas averiguando por su nieta sin que nadie diera razón. Mi madre, que pensaba que su preocupación rayaba en la paranoia, dijo no haberla visto e intentó tranquilizarla. Sin sospechar la gravedad del asunto, aprovechamos la distracción de mamá para tirar a la basura las espinacas de la sopa. Nos deshacíamos de vegetales cuando era posible, a pesar de que a la hora del almuerzo aparecía mágicamente una correa en la esquina de la mesa —Manuel solía burlarse de mis hermanos y de mí, asegurando que nuestro plato favorito era «la sopa con correa»—. Cuando mi madre regresó a la cocina ni siquiera se percató de que terminamos de comer en tiempo récord.
—¿Han visto a Ligia esta mañana? —preguntó. La expresión de su rostro nos puso a todos en alerta y negamos con la cabeza
—Si terminaste de comer, ve con tus amigos y averigua por la chica —me dijo—. Su abuela esta como loca, asegura que fue temprano en la mañana por víveres y medicinas, además de carbón para la Bilbaína. A su abuela le va a dar un infarto sin sus pastillas para la presión. —Su ceño fruncido y sus cejas levantadas denotaban en mamá una verdadera preocupación—. ¡Ya es mediodía y con el fogón frío! ¡Su madre va a morir de hambre en el taller de costura! Todos estos escuincles son iguales. —Movía su cabeza en señal de desaprobación. —¿En verdad no la han visto? —volvió a preguntar como dándonos una última oportunidad.
Nos miramos los unos a los otros tratando de descubrir algún secreto en nuestros rostros asustados, pero era inútil.
—No, no… no —respondimos respectivamente.
—Entonces… ¿Qué esperas? ¡Ve y averigua entre tus amigos!
Salí disparado y en un dos por tres alboroté a la gallada. En una ciudad pequeña, era muy raro que alguien se pierda, mucho menos alguien tan inteligente y desenvuelto como Ligia. Actuando en equipo golpeamos las puertas de sus amigas. No estaba con ninguna de ellas. Margarita dijo que la vio en el mercado de carbón. Florinda afirmaba haberla visto en el puesto de doña Maruja Gualpa; la vio relajada dialogando con la yerbatera «como que nada». Paradójicamente, a la misma hora, Jacinta aseguró haber saludado con ella en la plaza de las flores; sin embargo, la morena, su mejor amiga, la saludó cerca de la farmacia sin recibir respuesta.
Las versiones se multiplicaban y la información se volvía falaz, daba la impresión de que Ligia se había desdoblado y se encontraba en varios lugares a la vez. Para las tres de la tarde el barrio entero se puso en alerta. Elenita, su madre, abandonó el taller de modas en el que laboraba como dependiente para comandar la búsqueda. Lo primero que hizo fue acudir donde el padre de la niña, un tal José Segarra, un militar que vivía en una ciudad ubicada a una hora en carro, era un señor casado y tenía dos hijos mayores a Ligia. Frente a la realidad de los hechos, la angustia dibujada en el rostro de los adultos comenzó a hacer mella en nosotros los pequeños, que al principio pensábamos que se trataba de un juego. Cuando empezó a oscurecer la preocupación dio paso a una desesperación creciente.
A su abuela doña Elena se le subió la presión cuando vio regresar a Elenita desconchinflada y sin ninguna información de la hija; desesperada, intentó hablar con su confesor el padre Aguirre buscando apoyo, pero las ocupaciones del cura no lo permitieron. Tuvo que venir su médico de cabecera para inyectarle unos calmantes y dejarla noqueada. Yo lo supe porque mi madre le comentaba todo lo sucedido en el barrio a papá. Agustín Orejuela, mi padre, era cabo de policía del tercer distrito. Basándose en su experiencia, pidió calma a los vecinos: «La mayoría de los niños suelen aparecer al día siguiente. Andan por allí mataperreando con amigos y se les va el tiempo sin preocuparse por sus padres. Hay que esperar hasta mañana para hacer la denuncia. Incluso —dijo— se debe esperar hasta cuarenta y ocho horas antes de que se inmiscuya a la policía en la búsqueda».
Los que la conocíamos estábamos seguros de que ese no era el caso de Ligia, pero ¿cómo discutir con papá?, él era la autoridad. Nos imaginábamos los peores escenarios: Carlitos estaba seguro de que se la llevaron los terroríficos «gagones». Escuchó a su madre decir: «Elenita se metió con un hombre casado, por eso, Ligia está sentenciada a que un día, esa pareja de diablos con cuerpo de perro y cabeza humana, vendrán a llevársela».
—¡No hables de esas cosas! —increpó Manuel—. Mamá nos prohíbe nombrarlos, porque pueden estar muy cerca sin que nosotros lo sepamos, aunque mi padre opina que son inventos de los viejos para evitar los amores prohibidos. Yo creo que el «shunsho» carbonero le hizo algo. Porque cada vez que la veía, le tiraba de las trenzas. Pienso que estaba enamorado de ella —lo dijo con toda la certeza.
—Por qué dices eso —le pregunté.
—Porque esa es la manera de querer de los tontos…, al menos es lo que dice papá. —Sonrió.
Avico, el carbonero, un colorado de pelo ensortijado al que le chorreaba la baba. Rubio y de ojos verdes, con los dientes en recreo; lucía su piel de leche una vez al año, en los carnavales, cuando el juego con el agua era mandatorio, el resto del año pasaba cubierto de hollín. Tenía la mentalidad de un niño, aunque rondaba los diecisiete. Sus padres vendían leña y carbón en la plaza del Otorongo. Nunca se supo cómo ni por qué, pero un día desaparecieron de la ciudad dejando a su hijo abandonado. Una de las hermanas Gualpa, Gertrudis, la carbonera, lo crio como se cría a un animal doméstico. En el día halaba una mula cargada con rumas de leña y sacos de carbón para entregarlos en las panaderías, y por las noches dormía en el quiosco sobre saquillos de paja; entre la leña y el carbón hacía las veces de celador. Esa noche nos reuniríamos en la cuadra para comentar el caso y planificar el rescate, pero papá nos encerró bajo llave. El miedo se apoderó también de los adultos.
Cumplidas las cuarenta y ocho horas la policía tomó cartas en el asunto. Comenzaron por investigar a los allegados de Ligia. El coronel Sanches descargó su responsabilidad en el cabo Orejuela, quien se apersonó —como dice doña Elena— del caso, porque conocía a la familia de primera mano. A simple vista, uno no puede imaginarse la cantidad de recovecos que contiene la vida privada de las personas, incluso de la más simple de ellas. Doña Elena, por ejemplo: una señora madura que velaba por su familia, no era viuda como se hacía llamar, era madre soltera. El padre de su única hija, un ferrocarrilero venido del Sur, no existía. En su lugar, el cura Aguirre que fungía de tío de Elena, era su verdadero padre. En largas noches, en todo el tiempo que duró la investigación, me fui enterando por boca de papá —sin que él lo sospechara, por supuesto— de muchas cosas que a un niño le están ocultas.
Vivíamos en una casa de tres habitaciones, sala, cocina-comedor y una pieza grande en la que cabían dos camas. Estaba dividida por un viejo guardarropa de cedro rojo que olía a naftalina. Luego de las oraciones, a eso de las ocho, nos íbamos a dormir. Mis padres solían quedarse en la sala hasta que terminaran las radionovelas. Mamá aprovechaba esos momentos para tejer y charlar con papá. En época de crisis, las conversaciones continuaban en la cama y se extendían hasta la medianoche. Las ansias por saber el destino de Ligia me mantenían en vilo, pendiente del diálogo de mis padres:
—Hace rato que la curia está enterada de las infracciones al voto de celibato del cura Aguirre —relataba papá con tono indignado.
—¡Es algo inaudito! —dijo mi madre en voz baja para no despertarnos. —¿Y no han hecho nada para castigarlo?
—Absolutamente nada —respondió. —¿Sabías que Elena no era la única hija de Aguirre?
—Ave María Purísima —respondió mamá (y de seguro que se persignó tres veces, porque siempre lo hacía cuando lanzaba esa frase). — y pensar que yo me confesaba con ese cura desde que era una niña.
—Fíjate —dijo, —Elena tiene un hermano mayor de apellido Camacho que resulta ser tío de Ligia. Estamos tratando de localizarlo. Es chofer de bus en la cooperativa que hace recorridos a la costa. No se lo ha visto desde el día en el que desapareció la niña.
La revelación nos asombró. Se hizo un largo silencio hasta escuchar la respiración profunda de mis padres. Una luz tenue bañaba de plata el aguamanil sobre la palangana que descansaba en la mesita de noche. Las siluetas de los objetos en el dormitorio refulgían conforme el astro ascendía detrás de la ventana. En mi imaginación yo encarnaba al Santo enfrentando al tal Camacho y rescatando a Ligia de sus malévolas manos. Afuera los perros se alborotaron. Un ruido extraño, mezcla de aullido y llanto de bebe, se agigantaba y menguaba. Me cubrí la cabeza con la manta para no escucharlo y me apretujé contra mis hermanos. Cuando todo quedó en silencio, corrí la manta y miré en la pared, del cuarto en penumbra, la sombra de dos grandes perros que cruzaban por detrás de la ventana. Dentro de mí, el niño Simón Templar se congeló de miedo y lo apabulló la pena de pensar en la pobre de Ligia, tal vez prisionera de esos seres del averno.
Cuando comenzaron las pesquisas, las verduleras del mercado afirmaron haberla visto a eso de las ocho de mañana comprando en sus puestos de expendio. Dos de ellas coincidieron en que la niña en cuestión usaba un vestido violeta con randas blancas en el cuello y llevaba las trenzas tejidas con cintas del mismo color del vestido, pero las otras no recordaban los detalles. Maruja Gualpa fue interrogada de forma acuciosa a cerca de la supuesta conversación que tuvo con Ligia aquella mañana de la desaparición. La yerbatera miró impávida al agente con el único ojo que le servía —el otro lo tenía cubierto por una carnaza blanca en forma de nube— y no recordó haber hablado con ella. Su rostro, surcado de arrugas como la corteza de los sauces viejos, no mostraba emoción alguna. Las vendedoras de los puestos cercanos no la contradijeron, quizá por temor o quizá Maruja no mentía.
En la plaza de carbón, otro destino probable de la niña, tampoco se obtuvieron resultados. Algunas vendedoras manifestaron haberla visto conversando en señas con el Avico, aunque no estaban muy seguras del día. Gertrudis lo negó, posiblemente porque no quería ver a su apoderado involucrado en problemas. Las averiguaciones continuaron y se confrontaron las versiones de las amigas que decían haberla visto. Se llegó a la conclusión que no eran fidedignas. Se intentó obtener información del carbonero, pero cuando Avico vio a la policía que lo buscaba, trato de huir. Lo detuvieron al instante. Estaba tan asustado que no entendía nada de lo que le preguntaban. De tanto en tanto repetía: «Ligia amiga, amiga».
Por su parte Segarra, padre de Ligia, fue interrogado en la comisaría. La mañana de la desaparición participaba en maniobras militares del Primer Batallón de Infantería, nada tenía que ver con el asunto. La desgracia de su hija no le preocupaba tanto como el hecho de ver su antigua infidelidad expuesta ante su familia. Después de tantos esfuerzos para ocultárselos, sus hijos se enteraron por la tragedia de que tenían en Ligia una hermana de padre. Impactada por la noticia su esposa lo abandonó, dejándole los hijos a su cargo. Camacho, su tío, fue ubicado en un pueblo de la costa bebiendo en un cabaret mientras reparaban su transporte que llevaba varios días desarmado en la mecánica, en espera de un repuesto. Dijo que conocía bien a su sobrina pero que nunca se acercó a ella, porque ni ella ni su media hermana estaban enteradas de su parentesco a través del cura Aguirre. Él sí lo sabía, por supuesto.
Las sesiones televisivas en la sala de doña Elena cesaron de golpe. El aparato, que resultó ser un regalo secreto de Aguirre, terminaría en una tienda de artefactos usados para pagar los gastos clínicos de la doña, a quien le sobrevino un infarto por el sufrimiento. Escuché decir a papá que las sesiones televisivas infantiles no eran las únicas. Caída la noche, gente del barrio se reunía a mirar las novelas de moda, los shows y las demás programaciones, por el módico costo de veinticinco centavos. El abanico de sospechosos crecía día a día y no había pistas del paradero de la niña. Al quinto día de su desaparición la policía y el ejército —gracias a las gestiones de Segarra—, procedieron a la búsqueda por los bosques aledaños.
Elenita estaba segura de que el padre de Ligia la había raptado. En varias ocasiones la amenazó con hacerlo, cada vez que Elenita le reclamaba los gastos de la hija. Era mejor pensar así, al menos esa teoría le dejaba la esperanza de volver a verla. Insistía a la policía que se enfocaran en Segarra. Papá comentaba con mi madre que ello era imposible, porque el sargento tenía una coartada impecable, aparte de ser el más perjudicado con la desaparición de su hija.
La gallada se diezmó. Las vacaciones, que prometían estar llenas de aventuras, quedaron truncas. Los asustados padres mantenían a sus hijos en un «arresto domiciliario». Las noticias de lo que acontecía con los chicos llegaban junto con el pan en la bici de Manuel. Como nos prohibieron salir a la calle, ideamos un nuevo sitio de encuentro. Casi todas las casas del barrio tenían un patio interior con huertos frutales. La casa de Carlitos y la mía eran contiguas a la bodega de sombreros en la que laboraba Alfonso en sus horas libres. Usábamos los árboles para encaramarnos al tejado como gatos vagabundos que sesionaban en lo alto. Mamá se sentía tranquila con la puerta principal trancada y con nosotros «jugando» en el patio.
Carlitos, el más cercano a Ligia, nos contó sobre el destino que corrió la televisión y las conjeturas que se hacían en el entorno de Elenita. Alfonso se perdió por un tiempo, solía acompañarnos en el tejado cuando su padre lo ponía a vigilar los sombreros recién blanqueados. Una tarde, cuando estaba por cumplirse una semana de la desaparición, llegó de sorpresa. Se lo veía nervioso y más hermético que de costumbre. Dibujaba círculos y extrañas líneas sobre el musgo del tejado usando una rama de durazno, mientras osotros ensayábamos imaginariamente las infinitas formas en las que podíamos rescatar a Ligia.
—No es nada de lo que piensan, están fríos, fríos —dijo y tiró la rama a un estanque que había detrás de la casa.
—¡Qué sabes? —Murmuró Carlitos.
—¿Qué sabes? —dije, ¡ya suéltalo de una vez!
—Lo que vi …, pero ¡no puede enterarse nadie!, ¿lo juran?
—Lo juramos —respondimos.
—¡Por la gallada!
—Por la gallada —respondimos al unísono y cruzamos nuestros puños en señal de compromiso.
En ese instante sonaron las aldabas y las puertas de la sombrerería se abrieron de par en par. Alfonso se puso lívido y se escabulló deslizándose por el duraznero antes de que su padre lo descubra en nuestra compañía. Se fue con el secreto entre los labios.
A los pocos días de aquello, el caso dio un giro inadvertido: Un vestido violeta apareció sobre un reclinatorio frente al púlpito de la iglesia. Cuando el padre Soriano lo desdobló, un mechón de pelo castaño se deslizó hasta el piso. Aún estaba trenzado con la cinta violeta que describieron las verduleras del mercado. La seda del vestido tenía, a nivel del pecho, una extraña marca de color ferroso como de sangre seca. No era la mancha de una herida, más bien parecía un dibujo hecho con un pincel un tanto gordo, pero que mantenía claros los trazos de una media luna sobre un pentagrama de cinco puntas.
El pánico se apoderó del barrio, incluso de la ciudad. El padre Soriano llamó al cardenal, quien ofició una misa a puerta cerrada, solamente para los presbíteros. Era la primera vez que escuché términos como: liberales, masones, ocultistas. La noche de ese día los hermanos partimos con mamá para Alausí a casa de la abuela por orden de mi padre. Las vacaciones apenas comenzaban y el peligro se sentía en el interior de las casas, mucho más en las calles. Los padres imaginaban que alguien podría acecharnos en los patios traseros o en los lotes abandonados que atravesábamos para ir a la escuela.
La madre de mi madre, una anciana mayor con muy mal genio, al principio nos acogió con ilusión. Se daba el caso de que nos conocíamos por primera vez en este viaje, luego de unas pocas semanas estaba hasta la coronilla de nosotros. Perseguíamos al gato, alborotábamos cajones y poníamos de cabeza los miles de recuerdos que guardaba en el ático. Ella prefería que anduviésemos fuera, libres, siguiendo las líneas del ferrocarril y ojalá que no regresásemos. En esos dos meses lejos de casa solo una noticia de mi padre imprimió un giro a esta historia: Habían apresado al carbonero. ¿Qué fue lo que lo incrimino? La otra trenza encontrada en el quiosco de carbón en el que él dormía, pero de Ligia… nada.
«La cuerda se rompe en el punto más frágil», le oí decir a la abuela. Papá no estaba convencido de que Avico tuviese algo que ver en el caso, pensaba que se trataba de un complot muy bien maquinado, imposible de ser realizado por una mente torpe y chapucera. Para el coronel Sanches, que no aceptaba el fracaso, está era la forma más fácil de echar tierra sobre el asunto.
Nuestro retorno al barrio pasó desapercibido, luego de dos meses de nuestra partida, los niños nos miraban de forma diferente como si fuésemos extraños. Sin embargo, los sucesos que vendrían después, pondrían a prueba la salud mental de los habitantes de Todos los Santos.
02 julio 2025
Regresiones magnetofónicas
La grabadora, negra y tosca, reposaba al centro de la mesa, entre vasos desiguales y una botella de licor. Joaquín, siempre el primero en tomar la palabra, presionó “REC” y anunció con solemnidad:
—Bienvenidos a The Takos y Consejos Prácticos para el Hogar… Flavio, tú primero. Háblanos del oriente.
Flavio se removió en su silla de cuero gastado, y con la voz aún empapada por el asombro, describió Palora: el viaje de veinte horas, la gabarra cruzando el Napo, los ojos curiosos del pueblo, y la muchacha de cabello lacio que nunca volvió a ver.
Después fue el turno de Christian. Joaquín, con su ironía habitual, lo eligió para hablar de relaciones prematrimoniales. Las risas no tardaron. Christian, medio en broma, medio en serio, habló de respeto, de amor, de cómo a veces una mujer te impacta tanto que ni siquiera te atreves a tocarla.
Marco se mantuvo en silencio hasta que lo invitaron a hablar. Su voz se quebró apenas al recordar un beso junto al río, al atardecer, un amor que no fue. Una balada del recuerdo empezó a sonar de fondo. Cantaron todos. El licor les ayudaba a nombrar aquello que en sobriedad no sabían cómo decir.
—Estamos ahogados —dijo Joaquín al final, con una copa en alto—, pero no de licor. Ahogados por la basura que cargamos todos los días. Por lo que no decimos.
Y siguieron hablando. Grabando. Por si el futuro, algún día, quería escucharlos.
Epílogo: La cinta
Años después, Marco encontró la cinta en una caja de cartón, al fondo del altillo de la casa de sus padres. Tenía polvo, moho y el olor a cosas que ya no existen. Al verla, supo de inmediato qué era.
Buscó un viejo reproductor en una tienda de segunda. Cuando por fin pudo reproducirla, escuchó voces jóvenes que hablaban con furia, con deseo, con torpeza y verdad. Estaban todos ahí: Joaquín, con su tono de líder irónico; Christian, que dudaba de todo menos del amor; Flavio, con su asombro amazónico; Ramiro, interrumpiendo con ocurrencias; y él mismo, Marco, confesando que un beso podía quedarse suspendido veinte años en la memoria.
Se quedó quieto, con los ojos cerrados, escuchando.
Los amigos se habían dispersado. Algunos se fueron a otras ciudades, otros a matrimonios o divorcios, y uno —el más alegre— ya le había perdido el rastro. Pero en esa cinta seguían juntos, eternos, riendo entre canciones y consejos absurdos.
Marco presionó pausa, sonrió, y susurró:
—Gracias por grabar esto, Joaquín.
Y esa noche, como tantas otras, volvió a brindar en silencio por The Takos, por todo lo que fueron, por lo que aún eran en la memoria y por las palabras que, incluso en una cinta olvidada, siguen diciendo lo que importa.
Marco vuelve a escuchar la grabación:
JOAQUIN. – Marco, Flavio, Ramiro,
Christian, vengan vamos a iniciar… Esta reunión se llama The Takos y Consejos
prácticos para el hogar. ¡Grabando! Cuéntanos Flavio de tu viaje al oriente.
FLAVIO. – Fue hace unas tres semanas… (silencio)
JOAQUIN. – Pero cuéntanos todo lo que
hiciste, lo que viste, como es el oriente…
FLAVIO. – Vi tremendos paisajes…
JOAQUIN. – ¿Cuál es la diferencia con esta
ciudad?
FLAVIO. – En el oriente te tratan
bonito y aquí como a perro…
JOAQUIN. - ¿Por qué lo dices? ¿Tiene
esta ciudad algo siniestro?
FLAVIO. – Porque en esta ciudad te valoran
por el dinero, allá no…
JOAQUIN. – ¿Allá no?
FLAVIO. – Allá te consideran por lo
que eres, por lo que estás haciendo, te consideran bastante…
JOAQUIN. – Cuenta alguna anécdota que
te haya pasado, te confundieron con extranjero o algo así?
FLAVIO. – Llegamos un domingo a las tres de la tarde. El autobús nos dejó justo
en el parque central de Palora y la gente nos comenzó a
ver como que fuésemos gringos…
JOAQUIN. – ¿Es un lugar como para irse
a vivir?
FLAVIO. – Si hubiera una buena
posibilidad de trabajo sí me fuera, es tranquilo el pueblo.
JOAQUIN. – Pero dijiste que allá no se
interesan tanto por el dinero.
FLAVIO. – De algo tienes que vivir…
JOAQUIN. – Si, de ley. ¿Es largo el
viaje?
FLAVIO. – Para llegar primero tomamos
autobús hasta Macas, se hace doce horas, de ahí
otro autobús unas dos horas más, luego hay que hacer transbordo y luego cruzar
el río en gabarra…
JOAQUIN. – ¿Gabarra?
FLAVIO. – Si, el bus se sube en esta
embarcación y así cruza el río Napo… en total son diecinueve o veinte horas para
llegar.
MARCO. – ¡Veinte horas! Pero
cuenta que más hiciste, no solo como se llega.
JOAQUIN. – (dirigiéndose a Marco) ya espérate, (a Flavio) prácticamente un día completo de viaje.
FLAVIO. – Salí sábado a las ocho de la
noche y llegué el domingo pasado las tres.
JOAQUIN. – Takos y sus consejos
prácticos para la vida hogareña, ya mismo Marco y sus viejas cartas, Flavio, ¿había
aborígenes en este pueblo? Me refiero a los de lanzas, cerbatanas, taparrabos, caras
pitadas…
FLAVIO. – Por supuesto, son parte de
la población y tratados por igual.
MARCO. – ¿Son de los que reducen las
cabezas?
FLAVIO. – Si entras a su territorio
que está más allá del río, te pueden reducir a cenizas, (riendo), pero lo que más me impresionó fue una
chica que conocí.
JOAQUIN. – ¿Cómo era ella?
FLAVIO. – Morena, pelo lacio, negro,
estudiaba en el colegio, quería verla por última vez el día que regresé, pero
ya no la encontré, vivía junto a la casa donde estaba hospedado. El colegio
funciona hasta los sábados…
JOAQUIN. – ¿Recomiendas ir para allá?
FLAVIO. – Por supuesto, es un pueblo
que vale la pena ir a conocer.
MARCO. – Con el calor hogareño
de estas épocas navideñas absurdas, continuamos la grabación con Christian.
JOAQUIN. – Aprovechando la conjunción
de los planetas y estrellas seguimos con Christian, que ha sido elegido para
hablarnos de las relaciones pre matrimoniales.
CHRISTIAN. – ¿Y por
qué yo ese tema?
JOAQUIN. – Eres el más experto,
supuestamente.
MARCO. – Vos ya estás casado, para
muchos.
CHRISTIAN. – Bueno eso sí, (riendo), pregunten entonces…
JOAQUIN. – ¿Qué opinas de las
relaciones pre matrimoniales?
CHRISTIAN. – Creo que se dan en muchas
personas, aunque no es que necesariamente sean pre - matrimoniales…
JOAQUIN. – Relaciones sexuales entre
enamorados, entonces.
CHRISTIAN. – Creo que es de acuerdo al
cariño que se tienen…
JOAQUIN. – ¿Pero son buenas, malas?
CHRISTIAN. – Yo pienso que son buenas
en cierto modo, puede que haya más confianza, pero también influye en el
respeto.
JOAQUIN. – En el respeto, ¿por qué?
CHRISTIAN. – Puede haber cambios en la
forma de tratarse, una mayor familiaridad en el trato, ya no existe el mismo
respeto entre enamorados.
JOAQUIN. – Si existe amor, ¿son
necesarias las relaciones en una pareja?
CHRISTIAN. – Pienso que no, pero
también depende el nivel de amistad que haya existido previamente, el cariño se
demuestra con la confianza y el respeto hacia la otra persona.
JOAQUIN. – Tener relaciones no es una
falta de respeto…
CHRISTIAN. – No, pero ahí se pierde,
muchas veces, el respeto.
MARCO. – Hay diferencia, para las
mujeres es mejor llegar vírgenes al matrimonio, mientras que, para los hombres,
mientras más experiencia, mejor.
CHRISTIAN. – (increpando a Marco) Espera tu turno, me están entrevistando a mí.
JOAQUIN. – (respondiendo a Marco) Eso no es justo, es parte del machismo
social, tanto el hombre como la mujer pueden llegar vírgenes si así lo deciden
MARCO. – Para eso existen las
trabajadoras sociales
JOAQUIN. – ¡Sexuales! (ríen todos)
RAMIRO. – Lo que pasa es que
ustedes no han oído conversaciones de mujeres, ellas hablan igual que nosotros.
CHRISTIAN. – Claro eso sí, hay chicas
que piensan que tener relaciones prematrimoniales es lo máximo.
JOAQUIN. – Creo que está feo hablar de
relaciones prematrimoniales si no estamos de acuerdo con el matrimonio, que es
una institución que no debería existir…
FLAVIO. – Matrimonio según la forma
católica.
MARCO. – Y de cualquier otra religión.
CHRISTIAN. – Yo pienso que el amor
solo se obtiene cuando uno llega a los 80 años con una misma persona, solo ahí
podría yo definir que es el amor.
JOAQUIN. – Nadie sabe aquí lo que es
el amor, más bien debería ser como un contrato de futbolistas, que se renueva
cada cierto tiempo, o un préstamo con opción a compra.
FLAVIO. – ¡O como los futbolistas
de nuestro país en el extranjero, devueltos por malos!
RAMIRO. – (Riendo) no nos desviemos del tema.
JOAQUIN. – Resumiendo lo que dice Christian,
las relaciones no son malas, pero podrían perjudicar bastante a una
relación. En este momento ¿no tendrías
relaciones con tu enamorada si ella te lo pide?
CHRISTIAN. – No, a ella le respeto
bastante, incluso hay personas que te gustan y las quieres, pero hay una sola persona
que te impacta tanto y le respetas tanto que no puedes...
MARCO. – (Interrumpiendo) Eso también me pasó a mi con alguien que quise
mucho.
FLAVIO. – Yo sé con quién…
MARCO. – ¡No lo digas!
JOAQUIN. – Cuenta Marco… en exclusiva
MARCO. – Fue un cinco de enero de este año, la
llevé a la orilla del río, estuvimos conversando de cosas… era un
atardecer el sol se ocultaba (hace pausas
largas)
JOAQUIN. – Sigue, pero cuenta rápido…
MARCO. – Bajo ese ocaso interminable,
eran como las seis de la tarde y seguíamos conversando, de pronto le dije: “sabes
que contigo es muy diferente lo que me está pasando, pero solo te quiero decir
una cosa…”
RAMIRO. – (interrumpe) Ya no hay más tequila ¿o sí?
MARCO. – Solo le di un beso y de ahí
nunca más.
JOAQUIN. – Brindo, brindo a tu salud,
¡grande Marco!
MARCO. – Sólo fue ese instante, pero
es un amor que nunca pudo llegar a ser.
(de fondo inicia
la canción “Extraño todo aquello que era mío”)
JOAQUIN. – Todos tenemos ese tipo de
amor.
MARCO. – No fue nada para mí, (se dirige a la chica del relato) pero
si algún día escuchas esto: eres lo mas grandioso que me ha pasado, aunque eres
un amor imposible…
JOAQUIN. – (Interrumpe) Ya gracias… terminó la intervención de Christian y de Marco
en este debate sobre relaciones prematrimoniales.
(Marco sigue
hablando de fondo mencionado un nombre de mujer)
JOAQUIN. – Somos el grupo The Takos,
tantos recuerdos, anécdotas que nos han pasado y jamás las podremos olvidar…
(voces cantan
canciones indistintamente)
JOAQUIN. – Y como falta poco para que
termine este lado de la cinta, en minutos viene Ramiro con el tema
“Pinche Universidad”, hasta tanto hablemos un poco de los dioses personales que
tenemos por acá, el único dios que esta por aquí visible es el licor, pues casi
todos lo aceptan, ricos, pobres, negros, blancos, periodistas, betuneros,
ladrones, el licor es algo tan aceptado que todos lo amamos porque es lo único
que nos hace hablar aquello que está reprimido en nuestras almas.
MARCO. – (con tono español) Déjate de gilipolleces, ¿vale?
JOAQUIN. – Otros dioses pueden ser el
dinero, que es aún más aceptado y claro, los dioses de las religiones…
MARCO. – (con su acento normal) Es viernes trece de diciembre de mil novecientos noventa y seis, deben ser
aproximadamente las once con treinta de la noche en presencia del grupo The Takos y los espíritus
que también nos acompañan y rondan para ayudarnos a sacar nuestras palabras.
JOAQUIN. – Las cosas que tenemos
guardadas y que solo el dios licor las puede sacar.
MARCO. – Aquella botella que tenemos
ahí, nos deja que cada uno de nosotros se desahogue…
JOAQUIN. – Ahogados vivimos por tanta
basura que vemos día a día, por tanta porquería que nos meten en nuestra ca…
(cinta del lado 1 finalizada)
Sol está en línea
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